No pocos males enfrenta la sociedad, el hombre en su carácter de ser individual, persona, y los padece. Y como en el universo la casualidad no existe, sino que todo tiene una causa y un efecto, es cierto lo que decía el filósofo romano Plinio: “El mayor número de los males que sufre el hombre proviene del hombre mismo”. Convendría no obstante formular una pregunta: ¿Del hombre mismo? ¿Pero de qué hombre?
Ciertamente que, como siempre se dice y así es, en una sociedad hay líderes y dirigidos; es decir talentosos y más poderosos que tienen el deber de proteger a la comunidad menos brillante y con menos fuerza para dirimir el destino social y personal. Pero claro, este ser racional líder cuya virtud de pensar parece haber fracasado en muchos aspectos, es mucho más egoísta que sus hermanos menores, esto es lo animales irracionales. Claro, a un macho alfa de cualquier especie no se le ocurriría conducir a la manada hacia el abismo, ni llevarla a un manto de sequía en medio de la sed del grupo. Pero esto sí puede hacerlo, y de hecho lo hace, el alfa-hombre que es capaz de entregar al mismo Dios a cambio de riqueza, poder y vana gloria (separado).
Es por eso, y nada más que por eso, que además de los miles de millones de personas excluidas y desamparadas en el mundo, están aquellas más apartadas por el sólo hecho de tener una capacidad diferente, o por no cumplir con el molde que pergeña el llamado sistema (perverso) para la satisfacción de sus intereses.
Tal sistema y sus representantes, no siempre, pero sí muchas veces, discriminan. En el mercado laboral esto es proverbial. Se discrimina a los que están invalidados para algunas tareas, pero no para todas; a los que han pasado determinada edad; a los que se exceden en peso; a los que no son bien parecidos (se disimula esta aberración con el eufemismo de “buena presencia”); se discrimina a los que tienen el color de la piel más oscuro y hasta a los que no son de la misma ideología que el patrón de la empresa. Se discrimina a quienes tienen una capacidad distinta
Los casos de discriminación social son muchos, variados y cotidianos. El Apartheid sudafricano fue sólo un paradigma de las cientos, miles, de vilezas que se suceden en todas partes del mundo y, desde luego, ¡y cómo no! en la Argentina.
Cientos de miles de personas, todos los días, no sólo que no pueden trabajar porque no hay fuentes de trabajo o éstas están trastabillando, sino que además muchas tienen menos posibilidades por ser consideradas “no aptas” para el estándard que plantea y exige el llamado sistema.
Por eso suena como una suave y dulce melodía que algunos, muy pocos, empresarios rosarinos se preocupen por ocupar en sus fábricas y comercios a personas con capacidades distintas; a personas que no las pesan por su masa física, sino por su masa espiritual e intelectual; a personas a las que se les considera no la edad, sino la experiencia, la voluntad y el talento.
Pero claro, esto es apenas un tímido fulgor en una sociedad que ha hecho de la discriminación una costumbre de vida. ¿Qué puede aguardarse en un país que sucumbió ante un poder corrupto, insensible y vilmente interesado? ¿Qué puede esperarse cuando el poder se propone la felicidad de cierto orden de ciudadanos con exclusión de los demás? No puede esperarse sino esto que se ve y que se vive.