No es extraño, ni llamativo, dado los intereses económicos y políticos que hay en juego, que en España coexistan hoy dos grandes realidades. Una, más técnica y más fría, la que intentan instalar todos los días los grupos mediáticos; y la otra, más cruda, más dolorosa, la que miles de españoles padecen en carne propia. No hace falta correr mucho el velo para observar las miles de historias no visibles de esta crisis. No ocupan las primeras planas de los noticieros ni las portadas de los diarios, pero están ahí. Y basta con conocerlas, aunque sea de reojo, para dimensionar los devastadores efectos de una crisis que, en silencio, está resquebrajando la estructura de una sociedad que cada día asoma más injusta y desigual.
Aunque la crisis se palpa ya en cada esquina, para la mayoría de los medios de comunicación el eje y el pulso informativo pasa hoy por conocer las fluctuaciones de la “prima de riesgo”, las “valoraciones” del FMI a las políticas de ajuste llevadas a cabo por el gobierno de Mariano Rajoy o si es necesario o no una “urgente” recapitalización del sistema financiero. En paralelo a esa “realidad” hay otra, no tan abstracta, que sofoca y asfixia a miles de familias que, con resignación, ven cómo se deteriora su calidad de vida. Las historias, anónimas en su gran mayoría, se multiplican por miles: el hijo que vuelve a la casa de los padres porque se quedó sin trabajo, la pareja a la que le rematan la casa por incumplir la hipoteca o la maestra que ya no recibe ninguna prestación y decide salir a recorrer los metros para pedir alguna moneda para mantener a sus hijos.
Hace unos días, el New York Times, en una nota de tapa, describió el cuadro de miles de españoles, muchos ex clase media, revisando los tachos de basura. El reportaje se centraba en la historia de una mujer de 33 años que, tras quedarse sin trabajo y sin seguro de desempleo, recorría las calles de Madrid en busca de comida. “Cuando uno no tiene suficiente dinero, tiene que hacer esto para comer”, contaba compungida la mujer. En otro párrafo de la nota, se relataba, con asombro, un acontecimiento pocas veces visto en una economía desarrollada: una multitud esperando con bolsas en mano que un supermercado en el distrito de Vallecas (Madrid) cerrara sus puertas para llevarse aquellos productos que no se habían vendido.
En la localidad de Getafe, la empresa de maquinaria agrícola John Deere anunció que necesitaba incorporar 150 trabajadores. En una semana, más de 150 mil personas se llegaron hasta las oficinas que tiene la compañía para postularse. Según los cálculos, el equivalente al 10 por ciento de la población de Getafe pasó por esas oficinas. Casi todos repetían la misma frase: “Necesitamos trabajar, cualquier oportunidad es bienvenida”.
Esta semana, Cruz Roja lanzó su habitual campaña para recaudar fondos para ayudar a los “desprotegidos de este mundo”. La novedad es que, este año, la iniciativa cambió de objetivo: ya no es para los pobres de Haití, sino para los nuevos pobres de España. La ONG reconoce que los usuarios de los servicios han cambiado. Se atiende cada vez menos a los inmigrantes –uno de los grupos a los que más se destinaba la ayuda en los últimos años– para atender cada vez a más españoles.
La crisis, en España, avanza, no da tregua. Abstracta para algunos, cruda para muchos.