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Los objetos, un río y sus afluentes

Stella Hernández*

Exacta. Eso sentí cuando hace un tiempo escuché en la radio a un reporteado por los temas de la dictadura citar sin recordar al autor de la frase: “Se deja de sufrir, pero no de haber sufrido”. La frase me había encontrado, era la que definía el haber estado secuestrada y detenida en un centro clandestino del centro de mi ciudad.

Y ahora en un mes duro y profundo como es marzo, que arranca el 8 con la marcha de las mujeres y va creciendo al 24, se me anuda esa oración, como un mantra.

Y como una cosa lleva a la otra, se me ha dado por escribir/recordar sobre detalles de ese pasaje infernal, desde la mirada de los objetos. Como el valor de un clavo encontrado en la pared del pabellón de mujeres en la Alcaidía de la ex Jefatura de Policía. Pabellón que quedó con sus cuchetas y su mesa, sus paredes descascaradas, su puerta de encierro, rejas y ventanucos que daban a una calle interna, para quien quiera asomarse a verlo.

Un clavo era de un valor mayúsculo cuando afilado nos permitía tallar huesos, seleccionados de una comida que llegaba los lunes y que se la conocía como tumba. Era una sopa con algunas pocas verduras, fideos dedalito y osobuco, bastante pobre por cierto. Era mi comida preferida, lejos. De esos caracúes buscábamos los mejores, por su blancura, forma, lisura, y posibilidad de corte. Como escultora eligiendo la piedra de la que surgirá su obra.

Así salían nuestras pequeñas obras. Y teníamos entre nosotras a nuestra artista del dibujo: la Lili. Ella, con un lápiz que encontramos embutido en un hueco atrás de un inodoro junto con otras valiosas herramientas como vidrios de un frasco de remedios, ella –decía– interpretaba nuestro deseo creativo y dibujaba o mejoraba nuestro diseño.

Con los vidrios, alisábamos bien el hueso, con el clavo lo marcábamos. Lo gastábamos hasta que el relieve viera la luz. Algunos los teñíamos con té. Más lindo eran los blancos, pienso ahora. Trabajo de presa, sin duda.

De esa camada, hice varios. Uno se lo entregué casi como una ofrenda a mi hijo. Es rectangular cuasi blanco y tiene grabado un bebé acurrucado. Otro era un camafeo. Otro mi familia: mis viejos, mi hermano y yo, tomados de la mano. El más desprolijo, el primero, y teñido, amarronado. Ese era un llavero y lo conservo yo.

Todo fabricado en clandestinidad, a escondidas de las guardias, para salvarlos de requisas y consecuencias por hacer algo, cuando la orden penitenciaria era no hacer nada, salvo limpiar y repartirnos la comida. Dormir a partir de tal hora y levantarse temprano para el repaso de la lista.

Una vez se nos ocurrió bordar, teníamos agujas que también provenían del embute de las otras presas. Y llegaron los hilos de muchos colores, en toallas como guardas puestas en forma inocente por las madres, tías, hermanas que de vez en cuando podíamos ver y a quienes recurrimos para la actividad.

De ahí, el objeto fue un pañuelito, tela blanca, crochet en los bordes y un ramillete de violetas con un moño rojo. Para mi abuela Ida, que amaba las violetas. Ahora en manos de mis sobrinas, sus biznietas.

También aprendí a jugar al truco. Un mazo impresionante fabricado con las tapas de las cajas grandes de fósforos y dibujados los palos por nuestra artista. Horas de juego que me llevaron años más tarde a ganar un torneo de truco. De ese mazo me regalaron las chicas del pabellón el as de espada cuando salí en libertad, que recibí a moco tendido y culpa por dejarlas. Nunca vi un mazo de cartas españolas más hermoso.

Esta pequeña historia es como un río, que sigue un curso, se desvía, se angosta, se dobla, recibe afluentes, forma islas. Así veo esto que estoy contando, como en un mapa físico. En movimiento, porque el moverse es vida. Y de estos afluentes está también el que baja del Penal de Coronda donde estaban nuestros compañeros. De allí tengo una cajita fabricada con el pomo de pasta dental Kolinos de plomo, perfecta. No sé quien la hizo ni su destino pero imagino que podría ser usada para guardar otro bien preciado: el tabaco para cigarros.

También de ahí hay una decena de libros que envié a los presos cuando estaba ya en libertad, y a quienes después de años de verdugueadas y con posibilidad de salir les permitían recibir libros. Estos, que burlaron la censura de los gendarmes, y con las marcas respectivas del control, los doné al Museo de la Memoria de Rosario, ese bello museo que aunque sea una vez hay que visitar.

Entre esos libros hay uno emblemático, además de El proceso, de Kafka, que es de Antonio Di Benedetto: Zama. Novela plagada de guiños sobre nuestra historia, de una trama que cautiva. El tema es que su autor fue secuestrado, torturado y preso de la dictadura. Pero su libro ingresó con su sello de censurado sin que la oficina de control advirtiera los lazos peligrosos.

A ese río meandroso llega hace unos años, en otro afluente, un pañuelo regalo de las mujeres kurdas, bordado por ellas, de una belleza y tersura desmesurada. El que viajó desde las montañas hasta mis manos traído por una reportera gráfica de aquéllas: Virginia Benedetto. Quien le habló de mí a esas enormes resistentes y a las que algún día conoceré.

Ese pañuelo lo guardo entre algodones. Me lo puse en una foto para perfil de twitter haciendo la V con los dedos, en un homenaje pequeño y subliminal para esas compañeras.

Así entre los objetos, las cosas, y los afluentes de mi río, que junta historias en el tiempo y el espacio, elijo recordar este 24 de marzo. Consciente de que se deja de sufrir, pero no de haber sufrido, pero no de haber amado.

*Ex presa política

 

 

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