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Los periodistas no somos influencers

Lic. Eugenia Arpesella*  

El periodista cultural se inventa un poco su trabajo. Es una especialización, digamos, autodidacta como lo fue el periodismo antes de que (afortunadamente) se crearan las escuelas de periodismo. Entonces uno estudia periodismo, trabaja como periodista y un día le preguntan, ¿pero periodista de qué? «Soy periodista cultural».

Bien, así uno se forma en un oficio, primero adquiere el dominio de una técnica y la ejerce a través de la práctica. En nuestro caso, si uno asiste a festivales, escribe crónicas de recitales, hace una crítica en la radio de una obra de teatro, publica un comentario sobre tal película; entrevista a un escritor o reseña el libro del momento, entonces está haciendo lo que hacemos los “periodistas culturales”.  Parece muy divertido, y en más de un sentido lo es, en cualquier caso sigue siendo un trabajo.

Un trabajo que lleva un tiempo de investigación, de lectura, de producción, que incluye ir a un lugar, observar, preguntar, luego escribir, corregir, editar, etc., todo eso que, como trabajadores, ponemos a cambio de un salario.

Cuando tuve que hacer el trabajo final integrador para la Licenciatura de Periodismo de la UNR me propuse pensar en el valor de ese trabajo, y para eso tuve que analizar su contexto: el sistema de medios concentrados de la ciudad en la que vivo, el campo cultural local, la distribución de sus fuerzas, los actores principales, los recursos disponibles, los mecanismos de consagración, la oferta, la demanda, en fin: todos los elementos que se ponen en juego en una industria, en este caso, la industria cultural en la escala de una ciudad como Rosario.

El fundamento siguió y sigue siendo el mismo ¿Qué valor tiene nuestro trabajo dentro de “ese” mercado? Resulta que, en ese planteo, olvidé hacer la pregunta que más adelante iba a responder a este problema más que ninguna otra: ¿De qué manera se ve alterado nuestro trabajo y su valor en relación a las plataformas digitales?

Pequeño detalle, ¿acaso no eran importantes las redes sociales hace cuatro o cinco años atrás? Desde luego que sí, pero estaba convencida de que se podía diferenciar el trabajo periodístico de cualquier otro contenido que circulara en la web. Lo daba por hecho. Recontrasabido. No había modo de que una colectora de clics pudiera conspirar contra el trabajo de jerarquizar temas y contenidos, de producir sentido y agregarle valor a un bien cultural para que circule, y si quieren, en el lenguaje del mercado, sea consumido.

Sin embargo, el periodismo cultural pierde paulatinamente lugar de referencia en esa cadena de valor.

Es una obviedad decir que la aparición de internet implicó para el periodismo muchísimas transformaciones positivas, pero también trajo no pocos problemas. En principio, modificó la relación entre periodistas y lectores/ audiencias. Y aunque se haya decretado contra toda evidencia la muerte de los diarios impresos, los periodistas seguimos dependiendo de ellos.

No solo los periódicos están más vivos que nunca gracias a las ingentes pautas que reciben del Estado, sino que las condiciones en las que nos emplean son cada vez más penosas. Exigen más por menos dinero. Por ejemplo, del trabajador de prensa se espera que traccione, a través de sus cuentas personales en redes sociales, a los lectores que las propias empresas periodísticas ya no pueden captar. No por nada nos vienen persiguiendo, desde hace tiempo, con el mantra de coaching motivacional: “Tienen que salir a la búsqueda del lector”. Eso ahora corre por nuestra cuenta.

Si un trabajador de la comunicación escribe una nota, o hace una columna radial, su trabajo está incompleto. Hay que amplificarlo, replicarlo, reciclarlo, y multiplicarlo en todas las plataformas posibles. Una columna en un diario es letra muerta si solamente permanece en la columna de un diario. Para que el trabajo de producción periodística tenga valor tiene que transformarse necesariamente en otra cosa. Y los periodistas también deben transformarse en otra cosa.

Además, la lógica click bait también modifica lo que producimos. ¿A quién no le cambiaron tendenciosamente un título para que una nota tenga más tráfico? El famoso anzuelo que, sin excepción, agarran solamente los odiadores seriales que, por otra parte, jamás leen el interior de una nota, pues los odiadores no leen, los odiadores odian. ¿Para quiénes escribimos, entonces?

Estas dinámicas no son exclusivas de los medios tradicionales, también ocurren en los llamados emergentes. Sin ir más lejos, ya existen diarios digitales en Argentina que fueron creados casi diría de manera exclusiva para su consumo en redes, cuyas firmas principales, más que de periodistas son de usuarios de redes con miles de seguidores. ¡Tuiteros devenidos ensayistas!

La pregunta, a esta altura, sería ¿es lo mismo hacer periodismo que generar contenido para redes sociales? El periodista no es un influencer, aunque cada vez se vea más empujado a parecer uno. Las tendencias y algoritmos alientan a generar contenido vacío, irreflexivo o en el peor de los casos, a producir materiales de autorreferencialidad gratuita, alentado por el mal gusto de la época que consiste en hacer cualquier cosa desde un narcisismo exacerbado, es decir, un cualquierismo del yo, siempre justificado en las literaturas del yo, y el periodismo de autor, por lo demás, muy prestigiados en otros ámbitos.

Observar, analizar y valorar bienes y hechos culturales con propósitos creativos, críticos, reproductivos o divulgativos es, para el mercado, un trabajo lento, que lleva mucho tiempo, y por lo tanto es demasiado caro. Nadie quiere pagar por ese trabajo. En su lugar, la tendencia impone igualar, estandarizar y aplanar cualquier intención valorativa, y someterla al régimen del criterio binario de las rrss: me gusta/ no me gusta. Aunque, ¡atención! siempre es recomendable ir por la positiva y los elogios. “Este libro es muy bueno, recomiendo”. Una foto bonita, una story, o un reel, y el trabajo está listo. Palo y a la bolsa.

Esto no es nada nuevo, y ya lo dijo Pierre Bourdieu antes de la aparición de la web 2.0: el campo periodístico es el que se caracteriza por depender más de la lógica comercial tanto como de factores políticos y económicos. Si esto es así, entonces el periodista cultural, como los trabajadores de prensa en general, sólo pueden dar la pelea en el campo del sentido, con el respaldo material de su producción. Y, sobre todo, haciendo prevalecer el punto de vista, la elaboración de una mirada que lleva, en la mayoría de los casos, toda una vida de trabajo, bajo el celoso pacto con los lectores, que siempre van a querer algo mejor de lo que tengamos para ofrecerles.

*Periodista (El Eslabón / La Capital)

 

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Por una buena clase

Lic. Matías Manna*  

Nos damos cuenta de que una clase fue buena cuando, después de un tiempo e inesperadamente, volvemos a ella. En forma de textos, autores, conceptos o de alguna frase, pero vuelve. Y ahí está. Para comprenderlas requieren de otra dinámica a la actual, donde todo es rápido, inmediato, veloz y, obligatoriamente, cuantificable (con esta palabra, alguien se acordará de alguna clase de Metodología de la Investigación Social).

En fútbol también hoy todo se mide y todos deben ser veloces porque no hay tiempo. Es más fácil detectar el peligro en la velocidad física de Mbappé que atender a la necesidad de la pausa, el pase corto, o no perder la superioridad en el centro del campo que beneficia, seguramente, a Messi y a Di María.

Volví a alguna buena clase del Postítulo, a través de relecturas sobre teoría de los sistemas dinámicos y su relación con los entrenamientos en el fútbol.  En alguna conversación en Chile con Humberto Maturana sobre biología cultural y “todo equipo es autopoiético”. El mismo autor al que leí en fotocopias de la Pecera, al que diez años después invitamos y convencimos con mi hermana Gise que viaje a Rosario para que nuestra universidad le otorgue un Honoris Causa. Y todo porque alguien, alguna vez, me explicó en una buena clase quién era Humberto.

Si alguien no hubiera hecho lo mismo con Edgar Morin, tal vez nunca iba a pensar que mi rol en un cuerpo técnico “no existe”, que analizar es desintegrar y que el pensamiento sistémico requiere prácticas integradoras, donde hay que entender las partes sin perder la concepción del todo. Y en una clase, también están tus compañeros. Que hubiera pasado si el día que falleció mi perro Max, Diego Ferreyra no hubiera insistido en irnos en la línea K, aunque llegaríamos tarde, y no faltar a la clase de paradigma de la complejidad, la que después nos explicó Aldo Ruffinengo.

Cuando disfruto alguna crónica pausada, profunda, cualificable (¿por qué hay pocos comunicadores que las publican en una ciudad con Escuela de Comunicación?) siempre digo lo mismo: al autor/a se le habrá cruzado en su camino un buen docente. Que nuestra UNR y todo nuestro sistema universitario público argentino, que debemos reivindicar porque es modelo en el mundo, sin dudas, festejemos los 20 años de esta carrera para que alguien, después de un tiempo, inesperadamente, se dé cuenta que concurrió a una buena clase.

*Entrenador asistente de fútbol

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