Los pueblos originarios generan miles de alimentos sin agotar los recursos naturales y logran altos niveles de autosuficiencia, marcó un reciente informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que concluyó que los sistemas de alimentación de los pueblos originarios “se encuentran entre los más sostenibles del mundo”. Y ese equilibrio con la naturaleza no sólo alcanza a los alimentos: la FAO también hizo una revisión de más de 300 estudios publicados en las últimas dos décadas para concluir que los pueblos indígenas y tribales “son los mejores guardianes de sus bosques” en comparación con los responsables de los demás bosques. Particularmente en América latina y el Caribe, la investigación advierte a la par que la función protectora “está cada vez más en riesgo”, en un momento en el que la Amazonía se acerca a “un punto de inflexión”, con “impactos preocupantes en las precipitaciones y en la temperatura”, y por tanto en la producción de alimentos y el clima a nivel global.
La FAO analizó sistemas alimentarios de poblaciones de Colombia y Guatemala en América, y también Finlandia, Camerún, Islas Salomón, Mali y la India. La investigación determinó que los pueblos originarios y sus sistemas alimentarios “se adaptaron y han logrado sobrevivir durante siglos, las industrias extractivas, la agricultura intensiva, la falta de acceso a los recursos naturales y a la creciente degradación del medio ambiente”, pero advierte que hay “cambios drásticos en las condiciones climáticas” que “están planteando importantes amenazas” a los medios de vida de los pueblos originarios. Esa amenaza implica, además, un riesgo para la diversidad alimentaria global que en situaciones críticas –y la pandemia de covid-19 lo es– pueden resultar tan fatales como, precisamente, una pandemia.
Uno de los ejemplos de mayor relieve fue la hambruna en Europa por la pérdida de cosechas de papa. Llevada por los conquistadores desde América, la papa ya había pasado a ser un alimento fundamental para las poblaciones europeas en el siglo XIX cuando, a mediados de la década de 1840, un hongo afectó a todos los cultivos, que estaban lejos de contar con biodiversidad de variedades de su lugar originario, que se cuentan por centenares en Chiloé (Chile), en el Altiplano de Bolivia y en las regiones andinas del Perú.
Sin esa ventaja, al otro lado del Atlántico las regiones más castigadas fueron Escocia y, especialmente Irlanda: sólo en ese país, según registros históricos, la “penuria” –como se la llamó– dejó un millón de muertos y dos millones de refugiados. Pero también provocó muertes por decenas de miles –de enfermedades asociadas a la hambruna o directamente de hambre– en Bélgica y en Prusia, y unos 10 mil muertos en Francia. Un hongo de la papa.
Volver a la Tierra
Un blindaje contra una situación semejante es lo que se define como “soberanía alimentaria” –el derecho de los pueblos a decidir todo lo referido a su propia alimentación saludable, nutritiva y adecuada culturalmente, basada en alimentos producidos de forma ecológica y sustentable– de los pueblos originarios. Por caso, en Colombia los miembros de la FAO estudiaron seis comunidades de Ticuna, Cocama y Yagua de Puerto Nariño, y destacaron que utilizando conocimientos ancestrales, cultivan una gran diversidad de especies sin fertilizantes químicos en sus tierras.
También reportaron que “el sistema alimentario del pueblo Chortí de Guatemala, de origen maya, ha evolucionado de un modelo ancestral”.
“Las comunidades siguen teniendo sistemas de ciclo cerrado de residuos domésticos biodegradables y mantienen un profundo conocimiento de las especies vegetales”, destacaron los investigadores de la FAO.
La entidad de las Naciones Unidas también destacó a las comunidades originarias no sólo por sus sistemas alimentarios sino por la conservación del entorno, que está indisolublemente ligado. Y reconoció, por ejemplo, que las las tasas de deforestación son significativamente más bajas en los territorios indígenas y tribales en los que los gobiernos de los diferentes países reconocieron formalmente los derechos colectivos a la tierra. “Mejorar la seguridad de la tenencia de estos territorios es una forma eficiente y rentable de reducir las emisiones de carbono”, resalta la FAO.
“Los pueblos indígenas y tribales ,y los bosques en sus territorios, cumplen un papel vital en la acción climática global y regional, y en la lucha contra la pobreza, el hambre y la desnutrición”, marcó el representante para la región de América latina y el caribe de la organización, Julio Berdegué. “Sus territorios contienen alrededor de un tercio de todo el carbono almacenado en los bosques de América latina y el Caribe y el 14 por ciento del carbono almacenado en los bosques tropicales de todo el mundo”, continuó.
Los mejores resultados, destacó la FAO, se observaron en los territorios de los pueblos indígenas que cuentan con títulos legales colectivos reconocidos: “Entre 2000 y 2012, las tasas de deforestación en estos territorios en la Amazonía boliviana, brasileña y colombiana fueron sólo de la mitad a un tercio de las de otros bosques con características ecológicas similares”.
“Casi la mitad (45%) de los bosques intactos de la cuenca amazónica se encuentran en territorios indígenas”, marcó Myrna Cunningham, presidenta de Filac (Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe). “La evidencia de su papel vital en la protección forestal es clara como el agua: mientras que el área de bosque intacto disminuyó solo 4,9% entre 2000 y 2016 en las áreas indígenas de la región, en las áreas no indígenas se redujo en un 11,2%”.
Con todo, la FAO llamó a los gobiernos de América y del mundo a invertir en proyectos que fortalezcan el papel que juegan los pueblos indígenas y tribales en el mantenimiento forestal y a “compensar” a las comunidades “por los servicios ambientales que brindan”, que son imprescindibles para todo el mundo.
De hecho, según uno de los estudios analizados por la FAO, sólo en Bolivia, Brasil y Colombia, los territorios de propiedad colectiva de los pueblos indígenas “evitan entre 42,8 y 59,7 millones de toneladas” de emisiones de dióxido de carbono, “lo que equivale a sacar de circulación entre 9 y 12,6 millones de vehículos durante un año”.