Es sabido que unx se sube a un taxi y corre al menos un riesgo. Entonces, unx ruega, cruza los dedos, se pone los auriculares, evita mirar el retrovisor, hace que habla por teléfono para que no llegue el momento, que inevitablemente llega, en el que conductor comienza a vomitar una larga perorata acerca de cualquier cosa que le parezca importante y sobre la cual dicho personaje cree que merece sin dudas un doctorado honoris causa. Porque si hay alguien que conoce el paño, alguien que patea la calle, que sabe el qué, el cómo y el cuándo de todas las cosas habidas y por haber en el universo y en los múltiples planos de la existencia, ese personaje es el taxista. Miles de historias infectan cotidianamente los oídos de los pasajeros. Los nutren, los alimentan, los empachan, hasta pudrirlos.
Un universo mítico
De esa imagen cotidiana, de esa experiencia existencial citadina, está hecha la materia de Taxi, la segunda novela del periodista y escritor Pablo Bilsky, editada por Le Pecore Nere en junio de este año. Sin embargo, los riesgos a los que se exponen los taxistas también pueden ser infinitos. Los pasajeros pueden ser personas de carne y hueso, simples mortales que omiten la conversación como si se tratara de un ruido superfluo o puede ser un individuo con grandes aspiraciones morales, un individuo con un deseo: una sociedad igualitaria, libre y justa. ¿Quién en su sano juicio no desearía vivir en una sociedad así? Sin embargo, como decía el lingüista, el punto de vista crea el objeto y no al revés. La sociedad ideal no existe, entonces hay que construirla. En esos términos se plantea la construcción de Il Borghetto, una ciudad concebida por la mente perversa de un asesino de taxistas, un serial taxi killer, en la que los habitantes no son seres humanos sino monstruos armados a partir de retazos de personas, menudos de pollo y máquinas Singer. Un mundo en el que reina la paz y la armonía, y los olores a trementina, a podrido y a mierda. Un universo mítico construido a partir de los relatos atemporales de los taxistas “desnazificados”. Una ciudad dentro de otra ciudad que está amenazada por quienes no son capaces de comprenderla.
Imperio militar y cultural
La novela está dividida en dos partes: la primera abre con la declaración del asesino admitiendo su responsabilidad en la creación de la ciudad, pero sabemos que responsabilidad y culpa son parientes ya muy lejanos como para juntarlos en la misma mesa. Él se asume como el autor material e intelectual de lo que concibe como “la ciudad que contiene todas las ciudades imaginables”, un artista incomprendido, un dios que provee al mundo con unos seres que son capaces de devolver la mirada al espectador para que se vea a sí mismo observándolos. En la segunda parte, las notas del asesino, aparecen los detalles, los móviles, las víctimas. Pero esas notas no son meros apuntes con planificaciones de la ciudad o confesiones de los asesinatos, sino que contienen también los relatos de los taxistas transcriptos de manera tal que se pueden oír sus voces, sus opiniones. Pero hay más. Mucho más: crónica, poesía, relatos independientes de la trama principal, relatos dentro de relatos que nos conducen con la misma velocidad a Japón como a Carlos Paz, discursos sociales que penetran el texto y lo fecundan con su barro callejero. Solo si nos atenemos a los documentos que la novela presenta podemos considerarla un policial, pero al igual que el asesino hace con los cuerpos de los taxistas, Bilsky admite que “hay una utilización del género policial para hacer otra cosa. El asesino serial, además, aparece como símbolo, como síntesis, de Estados Unidos, su historia, su lugar en el mundo, su fundamental aporte al mundo como imperio militar y cultural”.
Potencial subversivo
Un mundo hecho de mierda, de restos de cuerpos, de semen, de pus y de vómito que se cuenta con un lenguaje profuso, barroco, altamente productivo, plagado de adjetivos que golpean al lector hasta el punto de dejarlo mareado, con náuseas, asqueado. Una lengua rota, sin reglas sintácticas, plagada de neologismos, que lanza escupitajos en la cara del lector con restos de sentido, pedacitos de palabras. Incorrecta, si se quiere, ya que lo políticamente correcto no es una lengua que Bilsky maneje porque para él “entre los efectos que puede buscar cierto tipo de literatura están la incomodidad y la provocación, a partir de un trabajo con la lengua”. En este sentido, las notas del asesino son un muestrario de referencias culturales y literarias cercenadas y licuadas, digeridas y expulsadas en distintos idiomas, vivos y muertos, que hacen implosionar al texto mientras abruma con detalles perversos de violaciones, felatios, evacuaciones intestinales, suicidios de poetas e imágenes psicodélicas producto de alucinaciones inducidas. Pero la mezcla y la provocación, el mareo del lector no tiene solo un propósito revulsivo, no es una provocación vacua, sino que busca “lograr que la ficción literaria ingrese al entramado de discursos que configura la sociedad, que se vierta en ese magma confuso, ensordecedor, y que participe de la batalla por el sentido. Tiene un potencial subversivo muy considerable”.
Pactos de lectura
Pero, ¿qué clase de lector es capaz de soportar semejante violencia, semejante provocación y sobrevivir para contarlo? Para Bilsky, esta novela requiere “un lector que esté atento a la historia que se cuenta pero también, y fundamentalmente, al procedimiento, al artefacto narrativo que se construye. Y en Taxi, ese artefacto narrativo genera más de veinte historias diferentes. La novela es, entre otras cosas, una compilación de relatos muy diversos. Imagino un lector que no se coma el amague de la historia principal, lineal, ni de la unidad del relato, y haga su propia lectura de la novela, y la reconstruya a su manera en función de las voces flotantes que el artefacto pone en funcionamiento. Creo que hay varios pactos de lectura posibles”.
En este sentido, la lectura de Taxi nos interpela como lectores, pero también como personas, frente a un texto que “nos incorpora como sujeto observador, nos hace viajar, nos traslada, nos transporta e impide que ejerzamos la interpretación como metabolización”. Taxi exige no ser procesada como algo homogéneo y es por ello que frente a este artefacto “el observador se ve a sí mismo viendo el objeto. Y se ve a sí mismo en el objeto. Y se ve a sí mismo como objeto observado”. El lector es el personaje principal que crea su novela a medida que la observa, a medida que la lee.