Francisco quedó huérfano de su padre cuando niño y, acorralado por el hambre y las pocas oportunidades, a los 22 años aceptó sumarse al sangriento cártel mexicano de Los Zetas por 1.800 dólares al mes, pero murió poco después en un enfrentamiento con el Ejército sin llegar a cobrar su primer sueldo.
Moreno y delgado, Francisco aspiraba a ser profesional, pero se vio obligado a dejar de estudiar, cuenta su novia en un poblado del estado de Veracruz, uno de los más azotados por la ola de violencia atribuida al narcotráfico y las operaciones para combatirlo, que dejan en México más de 50.000 muertos desde diciembre de 2006.
Por un tiempo la madre de Francisco lo ayudó con los estudios lavando y limpiando casas, pero enfermó de diabetes “y ya no le alcanzó (el dinero); como era hijo único, decidió dejar el estudio para encargarse de su mamá”, relata la novia bajo anonimato.
El último trabajo legal de Francisco fue en una guardería donde apenas obtenía para comer. Tenía claro que no quería convertirse en uno más de los 7,2 millones de los llamados “ninis”, los jóvenes mexicanos que ni estudian, ni trabajan, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde).
Ofertas peligrosas
En la infancia, Francisco conoció a alguien que al paso de los años se convirtió en jefe de una célula de Los Zetas. Le tenía estima y varias veces le ofreció enrolarlo, relata su novia.
Los Zetas, un cartel fundado por militares que desertaron en los años 90, se han convertido según las autoridades en uno de los dos grandes grupos del tráfico de drogas en México y disputa territorios a la organización del Pacífico de Joaquín el Chapo Guzmán.
Caracterizados por su crueldad, Los Zetas se han convertido en una opción para muchos jóvenes, especialmente en el noreste de México.
Los Zetas también reclutan a la fuerza, como narró un ecuatoriano que sobrevivió a la masacre de 72 inmigrantes en agosto de 2010, en Tamaulipas, cerca de la frontera con Estados Unidos, quien dijo que sus compañeros fueron asesinados por negarse a trabajar para el cartel.
La joven dice que Francisco se encontraba en un dilema ante la peligrosa oferta: “No sabía qué responder, si haría bien o mal, quería estudiar y que su madre dejara de trabajar para recuperarse”.
Renunció a la guardería y tomó otro trabajo temporal, que ni siquiera le servía para pagar la medicina de su madre. Un día, integrantes de Los Zetas se presentaron a saludarlo y reiterarle la invitación. Francisco tomó su decisión.
Al poco tiempo, un grupo de individuos se lo llevó en una camioneta lujosa simulando un secuestro.
La que fue su novia afirma que cuando lo volvió a ver, bautizado con un alias y portando armas, él le contó detalles de su papel en Los Zetas.
“Le entregaron un radio y lo mandaron con otros sujetos. Su trabajo era patrullar los puntos de venta de droga y coordinarse con los halcones (vigías) para alertar cualquier movimiento extraño, sobre todo de autoridades o vehículos sospechosos”, relata.
Le enfatizaron que debía responder a las órdenes de los jefes, no importaba la hora ni dónde se encontrara. Faltar significaba un castigo cruel.
De sus nuevos jefes, Francisco recibió un arma corta y otra larga, pero no sabía usarlas. “Le dijeron que tenía que patrullar armado, pero que después le enseñarían a disparar. Ni siquiera sabía quitarles el seguro o si tenían municiones”, contó.
Encuentro con la muerte
El día que lo mataron, Francisco debía hacer un traslado de armas. “Como a las 11 de la noche, minutos antes del encuentro con los soldados, estaba hablando conmigo. Me dijo que me tenía que colgar porque le habían dado la orden de irse”, relata la novia.
“Se toparon con el Ejército en una brecha, en medio de cañales, no hubo prisioneros”, cuenta.
A la mañana siguiente sonó el teléfono de la novia: “Me estaban citando en el forense para ir a identificar el cadáver pues el último número que Francisco marcó era el mío”.
Ella lo identificó en las fotos tomadas en la plancha del forense. “Se encontraba intacto, sin golpes ni nada, sólo tenía un pequeño agujero en la mejilla. Decían que era un disparo a quemarropa”, contó.
A la madre de Francisco nadie la ayudó ni siquiera con el funeral: “Tuvimos que salir a pedir cooperación al pueblo y con los conocidos para poder enterrarlo. No se hizo mucho. Todo fue muy rápido, ya que la gente estaba espantada por el constante paso de elementos de la Marina y el Ejército por la zona”.
“Lo cuento porque no quiero que su memoria sea manchada ya que él nunca levantó, ni torturó ni mató. Ni si quiera sabía usar una pistola. Apenas le iban a enseñar y ya andaba con ganas de salirse”, concluye.