“Esta no es una noticia que termina con el punto final. Queda en suspenso para que la próxima vez te podamos contar cosas más lindas”. El padre Edgardo Montaldo habla y reza a la vez. Está sentado en un aula de la escuela Nº 1.027 Luisa María de Olguín (Humberto Primo y Camilo Aldao), donde funciona también la Escuela Orquesta de barrio Ludueña. Claudia De Gottardi y Raúl Pederzoli –directores de la primaria y secundaria de la institución– lo secundan. Los tres se encontraron para hablar de ese barrio, de sus calles y de su gente. Hablan, para que trascienda, que Ludueña no es sólo ese punto en el mapa donde los chicos se mueren a balazos y los sueños se asesinan a punta de injusticia. Por las calles del noroeste de Rosario, los chicos se ríen y escuchan cumbia y rock. Aprenden a tocar la flauta traversa y la guitarra. Quieren ser cantantes, médicos, maestros. Organizan actividades solidarias para otros y para poder viajar a fin de año con sus amigos. “En Ludueña hay mucha gente con compromiso para defender la vida y buscar propuestas. La angustia lo tapa. Pero hay que seguir”, rescató De Gottardi.
Desde algunas de las esquinas de Ludueña pueden verse las megatorres de Puerto Norte. La contradicción golpea fuerte. En este barrio hay calles que aún no están asfaltadas y casas con techos de chapa. Y sin embargo, a pesar de la humildad y la violencia, en Ludueña se respira vida. “Este es un barrio de Rosario donde hay grandes y chicos muy buenos, muy trabajadores y con ganas de futuro”, describió Raúl Pederzoli, director de la secundaria de la escuela 1.027. Claudia De Gottardi, su par a nivel primario, agregó: “Hay muchas cosas lindas. Los viajes de quinto año, de séptimo grado, las propuestas de salidas, de convivencia, los campamentos. En Ludueña hay mucha gente con compromiso para defender la vida y buscar propuestas. La angustia lo tapa. Pero hay que seguir”. “Acá llega gente de todos lados. Todos saben que en Ludueña se hace”, resumió el padre Montaldo. Está el comedor de Montaldo, la Orquesta, el Bodegón de Pocho. Y siempre, a pesar de lo bueno, la puerta grande del barrio al resto de la ciudad es cuando se mueren los pibes.
– Es miércoles por la mañana y en la escuela 1.027 el sol pega fuerte. Se escuchan bancos moverse y algunos murmullos dentro de unas pocas aulas llenas. Dos chicos toman sol en el patio. La cumbia de Damas Gratis sale de un celular y copa el lugar. Después cambia por El Villano. Mil chicos pasan diariamente por la escuela. Hay 430 alumnos para la primaria, 180 para la secundaria, 150 chicos por la noche (escuela de capacitaciones y el Eempa) y 250 chicos en la Escuela Orquesta. En el hall de entrada a la escuela, decenas de afiches arman un mural: la cartelera de mes. Un póster llama la atención: cuenta que en octubre son las elecciones, hecho democrático por excelencia. Una familia está poniendo un sobre en la urna: mamá, papá, hijo, hija, los cuatro de piel blanca y sonrisa perfecta. El afiche está tapado, alguien escribió con fibra negra: “Gabriel Aguirre te as ganado el cielo celestial que Dios te ah prometido. Te voy a kerer siempre”.
Es miércoles y la escuela abrió sus puertas para la secundaria después de dos días de duelo. El domingo pasado, Gabriel Aguirre, alumno de séptimo grado, fue asesinado por hinchas de Central sólo por tener puesta una camiseta de Newell’s. Y Gabriel era de Boca. Tenía 13 años y quería ser muchas cosas –estudiante de música, cantante y compositor–, no uno de los 200 muertos de este año por la violencia en Rosario. “Esta no es una noticia que termina con el punto final. Queda en suspenso para que la próxima vez te podamos contar cosas más lindas”, se esperanzó el cura Montaldo, a menos de una semana de la muerte de Gaby.
– En Ludueña – como en tantos barrios de Rosario, del país y del mundo– los chicos se mueren. Por las balas, la droga, la injusticia. Se mueren los sueños y los amigos, cada día, cada semana. Allí mataron a Gabriel Aguirre. A Brian Saucedo, de 18 años, que, según testigos, lo mató la Policía. A Pocho Lepratti. A cientos más. “Los ha bajado la Policía. Los han bajado por robos, por ajustes de cuenta, por la propia violencia. Alguna vez, la muerte de un chico tiene que ser el final de algo, tiene que servir para que las cosas cambien”, manifestó Montaldo.
“Es muy común que los lunes, durante la primera hora de clase los chicos, te cuenten todo lo que hicieron el fin de semana. Ellos no hablan de paseos, sino de balaceras, de a quién bajaron. «Allanaron mi casa». «Me llevaron de los pelos». «Me tuve que esconder abajo del colchón por las balas». Eso es lo que los chicos ven y viven. No lo queremos naturalizar pero pasa con mucha impunidad. ¿Cómo crecen así, todas las semanas de su vida? No les permiten vivir dignamente. Sobreviven. Y nunca ven que se haga justicia”. El relato de Claudia es el de una docente que convive con esta realidad todos los días. Podría quedar así, porque en pocas palabras dijo demasiado. Pero pocas veces los barrios tienen voz para ir más allá de un policial concreto caratulado como “ajuste de cuentas”. Por eso los docentes y el cura aprovechan la situación y siguen hablando: los chicos atienden búnkers, tiran tiros, fuman paco, mueren adictos, trabajan, cuidan a sus hermanos, son padres, velan amigos. “Nuestro trabajo es no naturalizar, pero es muy común ver esto. De un tiempo a esta parte se ve más y más natural y colabora que «nunca pasa nada»”.
La escuela Luisa María de Olguín es punto de referencia en el barrio. “Ante cualquier cosa que pase, la gente viene acá. Es un orgullo y un compromiso muy grande. Hay cuestiones que nosotros no podemos resolver. Además, tanta fragilidad, tanta vulnerabilidad y distancia entre los sectores sociales, genera que nuestro discurso como escuela no encuentre sentido. Los chicos no consiguen trabajo, no consiguen casa, sufren injusticias en todos lados. Viven afuera de todo”, dijo Pederzoli. Y Montaldo agregó: “Sentimos la ausencia de todos los que tienen que estar presentes y no lo están”.
– Los docentes no paran de sostener que todos los chicos tienen propuestas, ganas y sueños. “Y el que no, sólo falta seguir buscando la forma de que lo pueda expresar. Necesitan gente que los estimule, que los escuche”. Claudia es concreta: “Son chicos”. Todos los chicos se cargan, se pelean, se divierten. Los chicos tienen que jugar y soñar. “Quieren ser músicos, médicos, pediatras, maestros, abogados”.
“No podemos resignarnos. Tenemos que continuar”, señala Montaldo. Habla bajito pero con fuerza. Claudia, que comparte mesa y mate con él, reflexiona. “Uno espera y sueña que cuando pasan cosas como estas algo pueda cambiar. No es sólo con presencias, necesita trabajo de fondo, una intervención rápida: la situación es grave”. Se pasan los mates. Tienen los brazos cruzados. En el aire se respira un silencio lapidario aunque el canto de los pájaros se mezcle con los ritmos cumbieros que marcan el huiro y el cencerro.
– Es miércoles y hace una semana los chicos de séptimo habían tenido un taller de dibujo. Estaban preparando los bosquejos para pintar un mural. Gabriel Aguirre había dibujado una mano muy grande, de la que se desprendía una bandera. Al final de la bandera hay notas musicales e instrumentos. Gabriel tocaba la guitarra y estaba formando una banda de cumbia. Tenía 13 años y tenía los caminos de la vida trazados: terminar la primaria, la secundaria y después anotarse en la Escuela Municipal de Música. Quería ser cantante y músico compositor. Mientras, trabajaba haciendo empanadas para juntar plata e irse de viaje de estudios a Embalse Río Tercero con sus compañeros. Gabi era hincha de Boca pero el domingo del clásico se calzó la camiseta de Newell’s y se quedó con sus amigos en la esquina de Junín y Camilo Aldao. Cerca de las 19, otros chicos con remeras de Central cambiaron cánticos por armas. Gabi y sus amigos corrieron en busca de refugio. A las dos cuadras, sonaron los tiros. Unos cinco impactaron en el frente de una casa. Otros tres en el cuerpo del adolescente, que murió en el acto.
“Sentimos que nos caló muy hondo lo que pasó. Muy doloroso velar a Gaby en la escuela y ver a sus compañeros y amigos partidos, colgados del cajón. Vimos partir el cortejo por el mismo portón de donde salen los chicos todos los días. Tenemos un vacío adentro que no es fácil de llenar para nosotros que apostamos por la vida”, dijo Raúl. “Gabriel era muy querido, muy buscado por sus compañeros y respetado. Era muy alegre, muy creativo. Su muerte fue injusta. Se dejó traslucir que fue un ajuste de cuentas, pero no fue así. Él no murió así, y si lo hubiera hecho, sigue sin justificarse la muerte de un niño de trece años”, agregó la directora de la primaria.
A pesar del dolor las clases siguen. Los docentes esperan que los propios alumnos y amigos de Gabi los guíen. ¿Cómo se trabaja la muerte en el aula? El lunes y el martes los chicos hicieron afiches, sacaron fotocopias de fotos y por motu propio empezaron a escribir paredes, azulejos, columnas. “Te queremos, te vamos a extrañar, te voy a llevar conmigo”. Adentro y afuera de la escuela Gabriel sigue vivo.
Movilización
Mañana se realizará una marcha en Ludueña para pedir por Justicia. Se concentrará a las 15 en la escuela Luisa María de Olguín (Humberto Primo y Camilo Aldao). A las 17 partirá la movilización. Los vecinos pasarán por la comisaría 12ª para luego culminar la marcha en la Plaza de Pocho (Vélez Sarsfield y Liniers).