Por Ricardo Ragendorfer
La novela «El talento de Mr. Ripley» («The Talented Mr. Ripley»), escrita en 1955 por Patricia Highsmith, y llevada al cine cinco años después por el realizador francés René Clement con el título «A pleno sol» («Plein Soleil»), es el primero de los cinco thrillers protagonizados por Tom Ripley. Se trata de un psicópata de manual volcado al ejercicio continuo de la estafa, cuya peligrosidad –así como suele pasar en estos casos– está depositada en su encanto. Pero sin que aquella virtud lo exima de redondear sus planes con alguna muerte. Tal inclinación ya aflora tempranamente en el primer episodio de la saga.
De hecho, ese acto es su disparador argumental. El tipo (interpretado en la película por Alain Delón) despanzurra con una puñalada al joven millonario Dickie Greenleaf (Maurice Ronet), para hacerse pasar por él. El crimen ocurre en un velero que se mece de modo inquietante en el mar Tirreno, entre la costa napolitana y la isla Capri.
En este punto habría que preguntarse si el arte imita a la vida o el asunto es al revés. Porque medio siglo después de surgir semejante villano de ficción, la crónica policial argentina supo revelar la existencia de un Ripley de carne y hueso. He aquí su historia.
A pleno sol
La artista plástica Silvia Heredia estaba deslumbrada por el hombre que había conocido días antes en un ciber. En parte, por intuir que éste no dejaba ningún detalle librado al azar. Y menos aún los eclipses. Tanto es así que, en ocasión del previsto para la noche del 13 de diciembre de 2004, él había reservado una mesa al aire libre en un lujoso restaurante de Tigre para contemplarlo con ella.
El galán, un individuo alto y flaco, acusaba 43 años, pero no los parecía, su personalidad resultaba cautivante y era todo un caballero.
Al presentarse, extendió hacia ella una tarjeta finamente diagramada, en la que solo decía: “Hugo Jara, empresario”. Después amplió su ficha personal con los siguientes datos: separado, padre de dos adolescentes y con domicilio en Misiones. Aunque por esos días ocupaba la casa de un amigo en un barrio cerrado de Pacheco. Su anfitrión era Claudio Nozzi, un importante productor de la señal HBO, con quien tenía un ambicioso proyecto cinematográfico.
Bajo la luz enrarecida del eclipse, Jara seguía hablándole del filme y del socio, haciendo hincapié en su poder adquisitivo.
–Claudio va a invertir 10 millones de dólares en esta película –aseguró, deletreando esa cifra con un dejo casual.
Con idéntico tono dijo que Nozzi tenía un yate anclado en un puerto de Corrientes. Y que ambos zarparían en breve para buscar locaciones.
Después de pasar las Fiestas con Silvia, él viajo a esa provincia.
Las primeras semanas de 2005 transcurrieron sin que se vieran. Ella lo extrañaba, y, a fines de febrero, sintió una gran alegría cuando Hugo la llamó para invitarla a compartir unos días en la embarcación. Silvia aceptó con la ilusión de que ese viaje sería inolvidable.
El 8 de marzo llegó a Corrientes En el aeropuerto fue abordada por un tal Pedro, el remisero que Jara había enviado para llevarla a la ciudad de Itatí, donde él la esperaba en un gomón. Y una vez cumplido el dulce protocolo del reencuentro, surcaron las aguas del Paraná hasta llegar al lujoso Trasulag II, el yate de Nozzi.
Un individuo corpulento los aguardaba en la cubierta; era Luis Ramírez, el cocinero del barco. Eso le dijo Jara cuando la guiaba al camarote doble. Ella notó la ausencia del propietario. Pero nada dijo.
Los primeros días fueron idílicos. Hugo y Silvia bajaban a una playa al oeste de Itatí. Por las noches, en compañía de Luis, estiraban el tiempo con alegres sobremesas, antes de recluirse en aquel camarote, ya convertido en un perfecto nidito de amor. Ella estaba deslumbrada. Y él, satisfecho.
Tal clima se prolongó hasta el crepúsculo del jueves. Fue cuando Hugo atendió en su celular una llamada efectuada desde Buenos Aires. Del otro lado de la línea estaba la novia de Nozzi, quien se exhibía muy preocupada, puesto que hace días el productor no se comunicaba con su familia. Y le anticipó que la policía tomaría cartas en el asunto. Jara la contuvo con palabras de aliento.
Después le confió a Silvia que, en efecto, su amigo se había esfumado. Y con él, también la plata de la película. Pero, con una ancha sonrisa, le restó dramatismo a la cuestión.
–Estará de joda con alguna mina –esgrimió finalmente.
Ramírez compartía aquella hipótesis. Todo, entonces, volvió a la normalidad.
La máscara de Ripley
Pasada la medianoche, desde el barco se vieron las luces de un vehículo que se acercaba al muelle. Era el Renault 12 del remisero Pedro. Traía dos pasajeros, quienes subieron a la cubierta «chapeando» credenciales de la Policía Federal. Pertenecían a la Delegación Corrientes y tenían orden de averiguar el paradero de Nozzi.
Lo cierto es que resultaron muy cordiales y sus métodos investigativos no eran nada ortodoxos: pernoctaron en el yate, enfrascados en apasionadas conversaciones regadas con whisky, y hasta jugaron al truco. Desde luego que también se interesaron por Nozzi.
Al respecto, Jara volvió a exponer su teoría.
Uno de los policías, acercándose discretamente a Silvia, le soltó en voz baja: –¿Vos sabés bien con quién estás?
Ella, algo sorprendida, respondió afirmativamente.
El otro hablaba con Ramírez, mientras Jara preparaba tostadas con café. Todos disfrutaron del desayuno. Ya clareaba.
En aquel instante, apareció una lancha de la Prefectura. Sus tripulantes abordaron el yate con cara de pocos amigos. Entonces entablaron una ríspida discusión con los federales: ellos se arrogaban la jurisdicción de la pesquisa, y los recién llegados la reclamaban para sí.
Silvia los oía a la distancia mientras tomaba sol en la proa.
Finalmente prevaleció la posición de los prefectos. Y el oficial a cargo de la patrulla anunció que todos los presentes –incluidos los dos policías– serían llevados a la Subprefectura de Itatí para declarar.
Pero el traslado fue dificultoso. Un desperfecto técnico en la lancha de los uniformados hizo que tuviera que ser remolcada con una soga por el yate. Otra soga la unía al gomón. Recién al atardecer, esa extraña procesión fluvial llegó a destino. Allí las vacaciones de Silvia adquirieron un cariz inesperado.
El oficial Bruno Koplin era un hombre parco. A Silvia no le causó una buena impresión; en especial, al indicarle que firmara una hoja.
–Sin la firma no te vas– fueron sus palabras.
Pero recién al estampar su nombre supo que había suscripto su propia orden de arresto. Le sacaron fotos, y suboficial le leyó en voz alta sus derechos.
Ella apenas escuchaba; estaba embotada. Y Koplin tuvo la deferencia de informarle una novedad: Claudio Nozzi acababa de ser hallado mientras flotaba en el río Paraná. Tenía un tiro en la frente y otros cinco en el pecho. Su cuerpo estaba enrollado con una gruesa cadena, enganchada a un tridente naval muy pesado, que debía mantener al finado en las profundidades del río. Eso falló.
Silvia fue inmediatamente trasladada a Corrientes. Tal vez entonces haya recordado la frase de aquel policía: “¿Vos sabés bien con quién estás?”
Hugo Jara no era Hugo Jara. En realidad se llamaba Luis Menocchio, y también tenía un simpático mote: “El Gusano”. En pocas palabras, se trataba de un estafador devenido en asesino serial.
Interpol lo buscaba por el doble homicidio en Asunción del Paraguay de un empresario argentino y su pareja. También se lo requería por el crimen de un estanciero en Misiones y el de un comerciante, en Entre Ríos. Su método era la estafa seguida de muerte. Para desorientar a sus perseguidores, se había operado el rostro, lucía las cejas afeitadas, el pelo teñido de rubio y las huellas digitales borradas por una cirugía.
Lo cierto es que nuestro Ripley había entablado con Nozzi un vínculo turbio y sinuoso. Este último, lejos de querer producir una película, pretendía –por recomendación de Menocchio– lavar unos 100 mil dólares en Paraguay. Eso le costó la vida. Y al igual que el pobre Greenleaf en la novela de Patricia Highsmith, fue asesinado en la cubierta de su yate. La realidad había imitado a la ficción.
El regreso de Ripley
Mientras tanto, Silvia Heredia vivía su propia película sin salir del asombro, ni de su celda en la Comisaría de la Mujer. Pese al nombre de tal dependencia, no todas las personas detenidas allí eran de ese sexo. Así fue que, reja de por medio, ella convivía con violadores y femicidas. Allí sobrevivió a tres motines. Y a otras calamidades.
Una de las compañeras de encierro la consolaba a su modo:
–Vos te vas a ir…– le decía.
Y, tras unos segundos, agregaba:
–Vos te vas a ir acostumbrando…
Ella fue excarcelada a los siete meses de su detención, después de lograr el sobreseimiento definitivo. Antes de volver a Buenos Aires, tuvo la necesidad de ir hasta el muelle de Itatí, en donde había empezado su desgracia.
Extrañamente, se sentía feliz. Los árboles habían florecido y el cielo se veía radiante. No así el Trasulag II, que seguía fondeado en ese lugar. Más tarde, un avión la alejó para siempre de Corrientes.
Cuatro años después, Menocchio quedó en libertad porque la Justicia no había hallado pruebas contundentes de que él haya sido el autor del crimen de Nozzi. Ese sobreseimiento provisorio lo puso otra vez en carrera.
No se supo más nada de él hasta que el 13 de enero del año 2011. Aquel día, el ganadero chaqueño Manuel Rosseo y su cuñada, Noelia Bartolomé, aparecieron muertos tras haber sido torturados por cuatro sujetos encabezados por El Gusano. Luego, la pesquisa estableció que, previamente, había iniciado una sociedad comercial con las víctimas. El móvil del crimen fue la búsqueda de seis millones de dólares que las víctimas atesoraban allí.
Tras su captura se presentaron nuevas pruebas sobre su vinculación con el asesinato de Nozzi y fue llevado otra vez a juicio.
En 2012, Menocchio fue condenado a reclusión perpetua por el crimen de Corrientes. Al año siguiente recibió una condena idéntica por los asesinatos cometidos en el Chaco.
En la actualidad languidece en la cárcel de Chubut. Un final que la literatura y el cine no imaginaron para Ripley.