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Macri: el olvido llega hasta donde puede

Durante muchos años, para ciertos círculos de la sociedad argentina, la dictadura fue “el proceso” o “el gobierno militar”, y el terrorismo de Estado era “la guerra sucia” o, con un tono más cómplice con las atrocidades, “la lucha antisubversiva”.

La militancia de los organismos de derechos humanos y las víctimas coincidieron con la prédica del primer presidente de la democracia, Raúl Alfonsín, para llamar a las cosas por su nombre. Así, aquel que quiso pudo saber que en los tempranos 80 –si es que había estado distraído la década anterior– imperó entre 1975 y 1983 un régimen que utilizó metodología nazi. En ese sentido, Alfonsín como presidente y los organismos en las calles (aliados por conveniencia más que por convicción) emprendieron una tarea didáctica contra, por ejemplo, la mayoría de los medios de comunicación de entonces. Hubo que esperar más de una década desde la recuperación de la democracia para que los diarios Clarín y La Nación se atrevieran a titular con la palabra “dictadura”.

Mauricio Macri no estuvo entre los sectores que abrieron los ojos a tiempo. El actual presidente, como casi todos en el gran empresariado argentino, no mostró ningún interés en el proceso de memoria, verdad y justicia en las décadas del ochenta y noventa, cuando ya era una figura pública, primero como joven ejecutivo en las empresas de su padre y luego como presidente de Boca. Por el contrario, en la generación de los grandes magnates como Franco Macri prevaleció una mirada cómplice con los militares, en honor a los buenos negocios cometidos.

Hijo de aquella generación, aunque con un padre mucho más modesto que Franco Macri, es el derrotado candidato kirchnerista a la presidencia Daniel Scioli, dos años mayor que el actual presidente. Hay registros de hace 25 años que muestran a Scioli sin ningún compromiso con las causas por lesa humanidad. De hecho, fue un firme aliado del peronista de derecha Carlos Menem, quien trató de coronar la impunidad absoluta en la Argentina con los indultos. Vale reconocer que Scioli rectificó el rumbo y hace ya 12 años, poco después de su llegada al kirchnerismo, abrazó la causa de la justicia sin vacilaciones.

Entrevistado por una periodista mexicana, Macri volvió a demostrar la semana pasada que los juicios a los represores no están dentro de su órbita de interés, y que hasta desconoce la marcha del proceso. Llamó “guerra sucia”, un típico cliché de su círculo económico y cultural, al accionar de un Estado que secuestró y tiró a los disidentes al río en plena noche, sin ninguna guerra, ni limpia ni sucia.

Sin embargo, es posible mirar la mitad del vaso lleno.

Veinte años atrás, Carlos Menem decía lo siguiente: “Más allá de los costos y de los errores que se cometieron en una guerra sucia como la que tuvimos que vivir, lo cierto es que desapareció el aparato subversivo de la Argentina. Eso se lo debemos al pueblo, que comprendió la etapa que vivimos, y a los hombres de armas y de seguridad. En una guerra sucia merecen respeto todos tanto los muertos de un sector como los del otro. También hubo torturas, cautiverio y asesinatos por parte de quienes ahora se rasgan las vestiduras levantando la voz en contra de las Fuerzas Armadas. Yo he sido una de sus víctimas, así que tengo más autoridad que muchos para hacer referencia a estos temas. Es mejor olvidar todo esto”.

Con su apoyo –aunque sea formal y a desgano– a los juicios a los represores, expresado al menos en los últimos cinco años, Macri quebró una tradición de los políticos conservadores argentinos. Sea por convicción o necesidad, el macrismo no encuentra espacio hoy siquiera para sostener a un funcionario como Darío Lopérfido, ex secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires experto en jugar frívolamente con la memoria de la dictadura.

Por caso, la vicepresidenta Gabriela Michetti, con origen político en el ala moderada de la Democracia Cristiana, viene predicando con absoluta claridad su condena al terrorismo de Estado, sin los vaivenes semánticos de Macri. Michetti es una más dentro del oficialismo que debe lidiar con otros que bregan por la impunidad, tanto dentro como fuera del oficialismo. Por caso, los editoriales de La Nación –diario especialmente influyente en las decisiones del gobierno– aún hoy se muestran desinhibidos a favor del olvido, la tergiversación y la injusticia, síntoma elocuente de la solidez que tuvo la alianza de la prensa con los represores de los setenta.

Si el fuerte de Macri no son las palabras, cabe remitirse a los hechos. Empujado por la visita de Barack Obama, el presidente se forzó a recibir a referentes de los organismos de derechos humanos que hasta entonces había ignorado (si bien compensó el gesto con reuniones con representantes de los represores presos).

En un plano más importante, la Secretaría de Derechos Humanos de Macri mantuvo su condición de querellante en los juicios por violaciones a los derechos humanos, al menos hasta la semana pasada. El miércoles, surgió un dato negativo cuando se hizo público que el Estado se había retirado de la querella en el juicio por el secuestro de Eduardo Saiegh, un empresario que fue despojado de su banco y sus empresas en una acción coordinada por autoridades económicas de la dictadura. No casualmente, el juicio que el gobierno de Macri deja ahora debilitado tiene como acusados a responsables civiles, no sólo a militares.

Probablemente el proceso de justicia no sea prioridad para el gobierno de Macri, pero no le será fácil dar vuelta la página. Cada vez que el presidente o sus funcionarios incurren en alguna torpeza, la sociedad argentina muestra los resortes para recordar el valor del Nunca Más.

* Director del diario Buenos Aires Herald

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