Paola Chinazzo / Especial para El Ciudadano
Hacia el año 1980, podíamos leer uno de los nueve poemas publicados en una humilde plaqueta (un pequeño cuadernillo que medía 9.5 cm x 13.5 cm) titulada De remansos con mi nave tormentaria (de Caterva Editora):
Recupero una palabra del pasado,
nubes, amigables nubes que van tristes
por la abigarrada lacería de mis lenguas,
nacida a cada paso de la daga del salitre
como diente de los peces en mi carne submarina.
Nubes en la mórbida llaga del ahogado.
Nubes acechando la visión de los amigos,
que esperan en el puerto un regreso de heroísmos.
Nubes muertas volando.
Recupero una palabra del pasado,
nubes muertas del amor, volando.
Este poema fue parte de la primera y única selección de escritos que Carlos D. Capella, a los veinte años, diera a conocer como “obra” al público rosarino por aquel entonces. Tuvieron que pasar más de cuarenta años para que se concretara “el libro” porque no hubo exigencias frívolas ni mandatos a seguir. Nacido en la Patagonia, en su juventud, Carlos Dante Capella se radicó en Rosario hasta 1989 y, desde entonces, vive en Berlín (Alemania). Además de dedicarle sus días a la poesía, es traductor (del alemán al español tradujo a Swantje Lichtenstein, Monika Rinck, Tom Schulz, Norbert Lange, Mikael Vogel, Dominic Angeloch, Florian Voss y Else Lasker-Schüler; y del castellano al alemán, a Xavier Valcarcel, de Puerto Rico) y diseñador gráfico.
Luego de la mencionada plaqueta, creó junto a Armando Vites la revista literaria experimental La Muda que, entre 1982 y 1983, tuvo dos números con las colaboraciones de autores como Angélica Gorodischer, Alberto Lagunas, Hugo Padeletti, Mirta Rosemberg y Juan Ritvo. A esa época marcada por el ímpetu y la osadía (y las exuberantes presentaciones al mejor estilo vanguardista), le siguieron muchos años de un silencio casi monacal. Si bien publicó, de manera intermitente, algunos de sus poemas y traducciones en revistas como Mirto, Último Reino, Diario de poesía, Humboldt (Instituto Goethe), Alba, Lateienmerika lesen (Berlín), La Jornada (México), y además en antologías (como las pertenecientes al festival de poesía berlinés Latinale), o realizó lecturas tanto en Rosario como en Berlín, es lo escrito desde 2010 lo que Carlos D. Capella decide compartir hoy con la reciente publicación de su primer libro de poemas, Mácula (PcH Editora, 2024).
Y retorna a la escena de la literatura de Rosario con toda la fuerza expresiva y la experiencia que sólo se acumulan a través de los años y las vivencias. Un sólo objetivo parece guiarlo: la búsqueda de la perfección estética que implica tanto una mirada atenta sobre el mundo exterior y el interior, como una postura obstinada en la labor creativa sostenida y reflexiva en donde el fondo y la forma del poema confluyen en lo meticuloso de su tratamiento en pos del hecho artístico.
El costo por ello no será más que tiempo, el concedido, dejando en suspenso el acontecer que nos envuelve en una vida cotidiana, y el recogido, como inalterable, cuando la obra ha sido consumada. Mácula condensa un estilo particular donde la musicalidad marca el decir poético, la poesía en sus distintas “aristas” (la vivencia poética y su devenir, la escritura, el yo poético, la figuración, el lenguaje poético para rescatar y restituir lugares y tiempos, aconteceres y vínculos) se constituye en tema, la disposición de los versos que se despliegan en extensas y angostas columnas parecen intentar contener ideas y palabras, y emerge una lengua que, todo el tiempo, desborda al poeta.
Tras su lectura, podrán resonar preguntas: Mácula, ¿será la expresión de un resto fantasmático, un permanecer difuso, un índice que mantiene una contigüidad física, una conexión causal con cierto objeto indicado pero ausente? Si un indicio es pista o descubrimiento cuyo sentido es incompleto, porque lleva a un rastreo objetivo y cognitivo de cierta idea planteada en su enunciado, podríamos decir, además, que Mácula muestra lo que esconde, y/o esconde lo que muestra, ya que por un lado, esa forma-fondo que muestran los poemas (en la pretensión de una delimitación estricta mediante el lenguaje poético) daría cuenta, indirectamente, de un exceso, de algo que desborda y por ello debe ser contenido (¿será, acaso, la experiencia, la vida entendida como caótico e inesperado azar?) y por otro, actualiza/reivindica la imprecisión, tanto como lo inexplicable y la postergación de la poesía, aquello que no está o no se sabe bien dónde pero que, sin embargo, reverbera con cada verso escrito.
¿Será que esa mácula se circunscribe en el orden de lo etéreo como algo que ha quedado finalmente allí siendo marca de otra cosa, quizás más contundente pero ausente, que ha tenido lugar, pero sólo permanecería como testimonio y rastro?
Aunque consideremos varias de estas cuestiones expresivas y de sentido, la obra de Carlos D. Capella, también nos permite hacer hincapié en otro rasgo que destella en su escritura: la preocupación por el detalle (que pronto pasa a ser una verdadera y dedicada ocupación, una ardua labor de años), también extensiva a su trabajo de traducción y arte visual (porque también es un perfeccionista dibujante).
Cuestión, la del detalle, que encuentra amparo en la observación y concreción de lo mínimo como si la imagen, ya sea verbal o icónica, fuera una pequeña pieza a trabajar, condensando el significado, y a la vez proyectando la interpretación hacia distintos frentes del sentido, con un demorarse en el tiempo de la creación para que inevitablemente la belleza llegue y reine para éxtasis del autor y de quien lee hoy esas particulares páginas. El libro fue presentado a fines de octubre por Armando Vites, Roberto Retamoso y su editora, Paola Chinazzo, en El Trocadero.