La decisión de la Cámara de Diputados de Brasil, que este domingo elevó al Senado el juicio político contra Dilma Rousseff, está lejos de despejar la incertidumbre.
La presidenta asegura que luchará hasta el final, aunque algunos especulan con una renuncia. Su vicepresidente, el inquieto Michel Temer, se dispone a salir de las sombras para reemplazarla no bien el Senado, en un plazo que no pasará de algunas semanas, dé ingreso al proceso con mayoría absoluta. Sin embargo, él también está a tiro de “impeachment” por la misma causa que atormenta a la dama, las llamadas “pedaladas fiscales”. Ambos siguen, además, en la mira del Tribunal Superior Electoral (TSE), que podría anular sus mandatos si considera que la campaña de 2014 se financió con dinero negro. Si él cae, o renuncia también, el país celebraría elecciones. A no ser que el sistema tienda un cerco a su alrededor o que él resista hasta el 1º de enero, cuando comienza la segunda mitad del mandato, lo que llevaría al Congreso a aplicar la fórmula Duhalde y designar un presidente hasta el final del mandato, el 31 de diciembre de 2018.
Todo eso y más puede ocurrir. Pero sí hay una certeza, única y estruendosa: la etapa del Partido de los Trabajadores está llegando a su fin después de trece años. ¿Cómo explicar este final ignominioso de una era en la que Brasil, conocido históricamente como uno de los países más desiguales del mundo, logró la proeza de darles de comer a todos sus hijos al menos tres veces por día, tal la quijotesca promesa de la campaña de 2002 que Luiz Inácio Lula da Silva convirtió en realidad?
Es cierto que Lula se benefició del auge de las materias primas. Tanto como que Dilma sufrió el agotamiento de esa oportunidad. Pese a la soberbia y el aislamiento que se le adjudican, pese a sus errores, pese a haber hecho pasar la economía de la expansión al estancamiento y, luego, a una recesión profunda, mayormente los brasileños siguieron comiendo.
Dilma paga, por un lado, el haber sido “republicana”, haber respetado la división de poderes, las competencias de la Procuración y la Policía y la Justicia federales, instancias en las que se incubó la operación Lava Jato (lavado). Paga, como se lo advirtió mil veces Lula da Silva, aunque no puede computarse eso como una falencia. El problema es que sus rivales no jugaron el mismo juego.
Desde el mismo día de su triunfo electoral en octubre de 2014, la oposición derrotada impugnó el recuento, acudió al TSE para anular el resultado e impulsó el juicio político por el petrolão y por el maquillaje fiscal. Siempre quedó la sensación de que se buscaba apartarla por cualquier vía y que sólo se trataba de encontrar una viable. Y que el fondo real de los cuestionamientos era el desmanejo económico y un estado alarmante de corrupción.
Basta entonces de justificaciones: Rousseff, a quien hasta sus mayores críticos consideran personalmente honesta, paga también por sus propios pecados, por los de Lula y los del Partido de los Trabajadores.
Lo que vemos difícilmente puede considerarse un golpe; es un juicio político. Y la política, siempre sinuosa, sanciona a un gobierno que nunca tuvo mayoría propia en el Congreso sino que la logró, durante años, a fuerza de negociaciones limpias y de las otras. Esa compra de lealtades, que ya se ve cuán volubles son, es la historia lamentable que fue del mensalão al petrolão.
El PT no inventó la corrupción en Brasil, pero se la apropió al llegar al poder para sostenerse. Para muchos, también la refinó, la generalizó y la convirtió en sistema. Es difícil asegurarlo.
Antes de ser presidenta, Dilma fue por años ministra de Energía y Minas, jefa de Gabinete y número uno del directorio de la petrolera. Bajo sus ojos indulgentes o miopes pasaron demasiadas cosas. Quienes elevan la evidente intencionalidad de los medios más importantes en el modo de presentar y usar esas corruptelas a la categoría de conspiración todopoderosa deberían recordar que la propia Petrobras administrada por el actual gobierno reconoce haber sufrido desvíos impactantes de 2.000 millones de dólares. Es imposible subestimar tal cifra, a la que hay que sumar las otras cajas millonarias que se habilitaron para “hacer política”.
Si esas fechorías están llevando a su fin a la era del partido que logró la hazaña del “hambre cero”, cabe a sus líderes, con Lula y Dilma a la cabeza, responder por semejante malversación de los sueños públicos.
Tras ese desenlace en cámara lenta, la izquierda brasileña tendrá su futuro hipotecado por un largo tiempo. Y, con eso, el ensayo de una vía desarrollista, al haber quedado enlodadas en el mismo barro de la corrupción emblemáticas empresas privadas que medraron con la caja feliz de los contratos estatales. Ahora, cuando las aguas bajen, se impondrá otro tipo de proyecto, el del libre comercio y el de la participación de empresas extranjeras en todo lo que sean licitaciones y compras nacionales. Ni más ni menos que el “neoliberalismo” que la izquierda detesta pero al que le abrió la puerta.
Lo de ayer y lo que seguirá generan sentimientos encontrados. Un Gobierno que malversó la confianza de mucha gente está pagando. Pero, a la vez, fue un revulsivo ver a personajes como el presidente de la Cámara baja, Eduardo Cunha, acusado con “arrepentidos” y pruebas, dirigir la sesión. Y a decenas de diputados sospechados votar por el “impeachment” a viva voz, envueltos en la bandera de Brasil y en pos de la moralización de la patria. A propósito, ¿qué discurso pronunciará Temer? ¿El mismo que ensayó hace días, envió por WhatsApp y se difundió en la prensa? ¿Le cambiará el tono? ¿Optará por un silencio más digno?
Esos dirigentes, que hoy festejan, acaso ya hayan comenzado a malversar los sueños de los millones que les creen. Brasil se está deshaciendo de un Gobierno que se suicidó. Que se esté limpiando parece menos evidente.