Daniel Giarone
El retrato muestra a Manuel Belgrano sentado sobre una silla a la que apenas se le ve el respaldo, las piernas regordetas, cruzadas, con la mano izquierda delicadamente apoyada sobre una ellas; las facciones finas, los labios rojizos.
El retrato muestra a uno de los personajes fundamentales de la lucha por la independencia americana, justo allí donde amañados historiadores insinuaron que había un “desvío” (la homosexualidad como “algo malo”), un cono de sombra que buscaba proyectar oscuridad. Es que Belgrano luchó en el campo de batalla pero también en el de las ideas: abrazó la libertad, la igualdad y la fraternidad que pregonó la Revolución Francesa; impulsó la libertad en todas sus posibilidades; abogó por una justa distribución de la riqueza; reclamó por los derechos indios y mujeres.
“Manuel Belgrano sigue despertando la admiración de los que lo conocen y el desprecio de quienes siguen viendo en él a un denunciante de las injusticias, las inequidades y el atraso nacional provocados por los que él llamaba «partidarios de sí mismos»”, asegura el historiador Felipe Pigna.
Y agrega que son esos mismos sectores los que “lanzaron y lograron instalar la versión que «acusaba» a Belgrano de ser homosexual”, ya que “en sus machistas mentes aquel hecho lograba descalificar su obra”. Pero Belgrano fue heterosexual, soltero y tuvo dos hijos: uno con una mujer casada con un realista, otro con una mujer casada con un aristócrata.
El amor, el amor
En 1802 Manuel Belgrano llevaba ocho años al frente del Consulado de Buenos Aires, una institución que dependía directamente de la Corona española y desde la que había impulsado la educación gratuita, estatal y obligatoria y fomentado mejoras para la agricultura, la industria y el comercio. En 1802 y en el Consulado, Belgrano conoció a su primer amor.
Fue durante una visita que don Ignacio de Ezcurra hizo al Consulado acompañado por su hija María Josefa, de 17 años. Manuel entonces casi la doblaba en edad, tenía 32. Pero la distancia siempre es corta cuando la pasión es grande. Entre frases de ocasión y silencios promisorios asomó el amor. Los planes de don Ignacio para su hija eran otros: casarla con un primo de alcurnia recién llegado de Pamplona. Además, si bien Manuel era abogado y funcionario no era un aristócrata (la buena posición de su familia se debía a la actividad comercial).
Además, tenía ideas raras. Una ideología revolucionaria que le era cada día más difícil disimular. Fue así que María Josefa “Pepa” Ezcurra y Arguibel contrajo enlace con el realista Juan Esteban Ezcurra. El amor quedó para mejor ocasión, que no tardó en llegar. La Revolución de Mayo, que Belgrano impulsó con el mismo entusiasmo que Mariano Moreno y Juan José Castelli, hizo que el primo Juan regresara despavorido a la Península.
El corazón, un campo de batalla
Cuando María Josefa pudo disponer de su vida, Manuel ya no estaba. O en realidad estaba en otro lado: haciéndose cargo del Ejército del Norte. Y fue por él. Aunque la relación mantuviera el rótulo de “clandestina” y “sin papeles”. En marzo de 1812 Pepa se subió a la “mensajería de Tucumán”, que tardaba un mes en llegar a destino. Cuando por fin arribó a San Miguel de Tucumán, Manuel ya estaba en Jujuy. Ella no se desanimó. Desembarcó en San Salvador a fines de abril. María Josefa y Manuel se unieron, por fin, en el campo de batalla.
En Belgrano. El gran patriota argentino, el historiador Daniel Balmaceda recuerda que “permanecieron juntos en el norte alrededor de ocho meses”. También que en esos meses tuvieron lugar tres acontecimientos históricos: la bendición de la bandera argentina en San Salvador de Jujuy, el éxodo jujeño y la batalla de Tucumán. Balmaceda se pregunta cuántas mujeres abandonarían Buenos Aires para dirigirse a la frontera, “donde la guerra no era un comentario de tertulias sino un ejercicio cotidiano”.
Muy pocas. Cuando María Josefa se enteró de que estaba embarazada decidió regresar. Iba a tener un hijo de un hombre con el que no estaba unida de manera legal, ya que seguía casada con su primo. El primogénito se llamó Juan, nació el 30 de julio de 1813 en Santa Fe y fue adoptado por los recién casados Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra, hermana de Pepa. Entonces Juan creció con el nombre de Pedro Rosas. Recién supo quiénes eran sus padres biológicos cuando cumplió los 24 años.
La recuperación de la identidad no ocurrió por azar. En 1837 Juan Manuel de Rosas cumplió con su promesa de decirle la verdad al joven recién cuando fuera mayor de edad. Pedro Rosas y Belgrano se casaría con Juana Rodríguez en 1851. María Josefa Ezcurra, su madre, sería la madrina de la boda.
Un rey en ojotas
En julio de 1816 Belgrano regresa de Europa. Habían pasado dos años del encuentro con el General José de San Martín en Yatasto, donde le entregara el mando del Ejército del Norte después de la derrota militar en el Alto Perú. Y acababa de concluir, junto a Bernardino Rivadavia, una misión diplomática en el Viejo Continente buscando apoyo para el gobierno patrio. Belgrano vuelve para convertirse en uno de los grandes protagonistas del Congreso de Tucumán que declarará la independencia el 9 de julio de ese mismo año.
Tal fue su importancia que durante la sesión secreta realizada tres días antes del cónclave fue él quien propuso elegir un rey Inca y establecer la sede de un gobierno americano en Cuzco. La propuesta, que contaba con el apoyo de San Martín y de Miguel Martín de Güemes, contemplaba la restauración monárquica que vivía Europa, la unidad de Iberoamérica y el inicio de un proceso democratizador bajo una suerte de monarquía constitucional con Juan Bautista Condorcanqui (Túpac Amaru) a la cabeza y controlado por una cámara vitalicia de caciques y otra de diputados electos.
La iniciativa de Belgrano naufragó por la oposición de los representantes de Buenos Aires, con Tomás Manuel Anchorena a la cabeza, quienes consideraron inadmisible ser “mandados” por un “monarca de la casta de los chocolates”, por “un rey en patas sucias”, por una “monarquía en ojotas”.
Así las cosas hubo declaración de la independencia, pero la forma de gobierno y la organización nacional quedaría para otra oportunidad.
Amante, padre, guerrero
Entonces Belgrano, ahora de nuevo Manuel, quedó prendado de una bella joven de 18 años (él ya tenía 46): María Dolores Helguero Liendo. Una vez más, el amor estará marcado por la guerra (en agosto de 1816 volverá a estar al frente del Ejército del Norte) y por el desencuentro (los padres de María Dolores “la casarían” con otro). Es que Don Victoriano Helguero, el aristocrático padre de María Dolores, resolvió que su hija debía casarse con otro hombre. O mejor dicho: con un hombre de su posición. Sin embargo, los negocios no siempre se llevan con el amor.
El flamante y “querido” esposo terminó por abandonar a la bella María Dolores. Manuel y María Dolores volvieron a encontrarse, a amarse y disfrutar de una breve convivencia. Pero no pudieron casarse. Era obvio: ella ya estaba casada. Así y todo tuvieron una hija, Manuela Mónica del Corazón de Jesús. Después de todo aquello el amor comenzó a menguar. Belgrano debió dejar la comandancia por motivos de salud y trasladarse a Buenos Aires. Cuando Manuela cumplió 5 años fue llevada Buenos Aires para vivir con su tía, Juana Belgrano de Chas.
Un corazón demasiado grande
“Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”, escribió Belgrano en una carta dirigida a Güemes tres años antes de morir, en diciembre de 1817.
El doctor Juan Sullivan, quien practicó la autopsia de Manuel Belgrano, dijo que este tenía el corazón más grande que el común de los mortales. Tal vez por ello nunca pudo “entregárselo” a una sola mujer. Manuel Belgrano falleció el 20 de junio de 1820. Tenía 50 años. Las últimas horas fueron de agonía y soledad en la casa paterna, rodeado de austeridad y pobreza.