Treinta años pasaron desde que Manuel Puig abandonó la tierra de los vivos. Y aún hoy sigue siendo un escritor difícil de encasillar pese a la cantidad de material que se produjo sobre su obra y su persona, o sobre ambos cuando se intenta vislumbrar esas relaciones que se establecen desde el vamos, a veces más opacas, otras más transparentes.
Todavía persisten interrogantes sobre si integró el boom latinoamericano, el post boom u otra periferia literaria, aunque eso ya no suele importar tanto en un narrador que dio vuelta estructuras y géneros con notable pericia al introducir una oralidad sustancial que fue permeando sus historias con un sello indeleble capaz de mover el avispero de la literatura nacional.
Todavía hoy su narrativa sorprende con sus marcados rasgos pop, sus resplandecientes líneas deudoras del cine clásico de Hollywood, el radioteatro y la televisión, la música popular, el chisme confesional, la liviandad mítica del aire pueblerino, la irrenunciable potencialidad de su lugar marginal en la circulación letrada que impone un canon.
Más que en bibliotecas o lecturas señeras, su formación tomó vuelo en las salas de cine y en el kitsch que producían las épicas amorosas de pueblo chico con un fondo de pena y frustración sonando desde una radio Philips con forma gótica.
“Tenían forma de iglesia esas radios”, dijo una vez hablando sobre los aparatos en los que escuchaba los radioteatros a los que era tan afecto.
Un cultor del poder femenino
Tempranamente Puig supo sobre el efecto de su escritura y de su propia persona en los ámbitos literarios nacionales; le gustó posar como un niño terrible al mismo tiempo que se resguardaba en cierta ambigüedad; sus puntos de vista solían ser provocadores pero también guardaban cierta pátina ingenua que recubría el modo de decirlo, de manera que fue festejado –a la vez que resistido– por propios y extraños, sobre todo estos últimos que creyeron ver en su escritura la continuación de un sendero iniciado por Arlt.
Luego de su paso por el Centro Experimental de Cinematografía, en Roma, donde dejó apenas iniciada una carrera de dirección, recaló en New York, donde trabajó para la compañía Air France y comenzó a escribir el borrador –en un estilo que se asemejaba a un guion– de lo que sería su primera novela, La traición de Rita Hayworth, donde plasmaba esas voces oídas durante su infancia y adolescencia en su natal General Villegas.
Allí ya aparecían las mujeres de Puig, esos personajes construidos en la insolencia de identidades fuertes y en la afirmación de libertades sexuales.
También allí Puig ponía de manifiesto las implicaciones sociales de ciertos comportamientos femeninos, desmintiendo el reduccionismo con que se intentaba menguar el poder de las mujeres. Puig cuestionó sin proponérselo el esquematismo imperante con que se abordaba los enamoramientos imposibles o las amantes disponibles, desarmando esa estratificación social a fuerza de un protagonismo femenino realmente precursor.
Habría sido maravilloso que Puig hubiese escrito para televisión, sería un antecedente directo de lo que hoy el director y dramaturgo Santiago Loza logra en la increíble miniserie Doce casas con sus singulares mujeres devotas.
El propio Puig lo expresó en una confesión que connota su sistema de valores donde la tevé era un escenario seductor: “Se pierde mucho tiempo leyendo. ¿Para qué leer? Mejor es vivir, disfrutar de la vida. La vida de por sí es complicada, no le busques más complicaciones.
Leo a veces, cuando tengo ganas… O si no miro teleteatros, otra de mis grandes pasiones, ese universo femenino me vuelve loco. Se aprende mucho mirando teleteatros”.
Puntales distintivos de un estilo
En Boquitas pintadas, que fue muy atinadamente llevada al cine por Leopoldo Torre Nilsson, ya el nítido y vasto fondo sobre el que se construye el relato son las cartas, los irredimibles álbumes de fotos, los artículos periodísticos, los monólogos interiores, las interrogaciones y los resquicios donde se cuela ese tapiz de nostalgia por un amor que no fue y que ahora cae con todo un peso que se interpone entre presente y pasado.
La figura desvaída de ese amor antiguo surge en todo su esplendor a través de las cartas de la amante enviadas a quien hubiera podido ser su suegra.
Los repliegues de esa memoria –la de Nené, la protagonista– tiene la forma folletinesca propia de las radionovelas, donde además tallan alternativamente elementos de la cultura popular, con metáforas y transfiguraciones deudoras de descripciones teatrales o del cine masivo de los matinés.
Acá Puig resume sus deseos de escribir guiones para cine que ya había ensayado sin suerte en su inicial La traición…, esbozada de ese modo.
En una radiografía de estas ficciones puede verse perfectamente como Puig jamás juzga a sus personajes; en sus conmovedores cuadros no hay ironía, ni condescendencia ni aprobación puntuados como definiciones autorales; tales cuestiones se irán desprendiendo de las mismas frases de sus personajes, de sus inflexiones, de los hedonismos febriles con que se impregnan las historias, y se desatan las tempestades de las pasiones que viven.
Es en este dispositivo donde Puig deja correr su mirada política sobre ese pasado áspero y desolado en el que los prejuicios, la soledad, los deseos destructores corroen e inflaman los cuerpos y las mentes, que no son otra cosa que el universo capsular de esas dos primeras novelas pero que ya cubrirían los impulsos de todas las que le siguieron.
Y aquí también puede hallarse cierta repulsión que sentía una parte del establishment literario de los sesenta y setenta –décadas en las que Puig escribió la mayor parte de sus novelas– frente una narrativa centrada en personajes femeninos, que prestaba voz a las clases bajas en sus pulsiones subterráneas, mosaicos de sociedades provincianas en las que el eje conmovedor y cruel a la vez es el deseo, las costumbres, el chisme, el racismo, las habladurías de los otros.
Pero que su voz autoral se diluyera en sus personajes fue una modalidad que incomodó a muchos y varios premios importantes le fueron negados por estas razones.
Pero a él no pareció importarle y eligió estos registros como puntales distintivos de su estilo. Del mismo modo que resistió embates homofóbicos de varios colegas que, al igual que sus personajes, se solazaban en circulaciones chismosas sobre su vida privada.
“Me critican por lo que dicen o hacen mis personajes y son los mismos que hablan de mí de igual manera”, dijo cuando fue finalista del premio Biblioteca Breve y no lo consiguió, según él, por prejuicios de los jurados.
Hasta las últimas consecuencias
Lo virtuoso en Puig fue valerse de un extremado rigor para llevar sus premisas hasta sus últimas consecuencias y en ese sentido su influencia sigue permeando a las generaciones que siguieron, sobre todo a partir de sus hábitos literarios pero no menos por su impostura moral, iluminados ambos por mujeres fantásticas, desdichadas o traicionadas en el infierno de las subculturas.
Hoy donde lo queer y la diversidad han logrado un reconocimiento impensable en su época, Puig tiene un peso específico auténtico e innegable, ya modulado por su agudísima y paródica autobservación: “Soy una mujer que sufre mucho. Si pudiera, cambiaría todo lo que voy a escribir en la vida por la felicidad de esperar a mi hombre en el zaguán de la casa, con los rulos hechos, bien maquillada y con la comida lista. Mi sueño es un amor puro, pero ya ves, estoy condenada a los amores impuros”, le había dicho a Tomás Eloy Martínez en una oportunidad.
El beso de la mujer araña, también con una magnífica versión fílmica de Héctor Babenco; The Buenos Aires Affair, por la que recibiría una amenaza de la Triple A que desembocó en su exilio en México; Pubis angelical, que llevó a la pantalla grande Raúl De la Torre y musicalizó Charly García; Maldición eterna a quien lea estas páginas; Sangre de amor correspondido y Cae la noche tropical fueron los otros libros de un autor desprejuiciado, tan desatendido como celebrado que murió un 22 de julio de 1990 en la mexicana Cuernavaca.
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