Pablo Semán / eldiarioar.com
El hecho de que la producción musical, literaria o fílmica tenga su sentido estrechamente asociado a las interpretaciones que hacen los públicos que consumen esa producción de forma activa y con un bagaje de concepciones previas que ayuda a construir su sentido nos releva, por ahora, de entrar en el debate de si la serie El reino es ficción o realismo (como si lo real no fuese ficcional). No es fantasía derivada de una exquisita y extraordinaria imaginación para quienes la defienden con motivos como denuncia, ni tampoco lo es para atacantes que, con sus razones, se sienten ofendidos.
Un mínimo relevamiento en las redes sociales permite ver una pluralidad de interpretaciones aunque muchas de ellas coinciden en que la serie trata sobre el mal, sobre la relación entre política, religión, negocios y crímenes y sobre esta relación poniendo en el centro a los grupos evangélicos. Son necesarias algunas aclaraciones. Todos se sienten tocados y no porque “algo de eso hay”, porque las acusaciones deslizadas de forma semiplena rocen la verdad por el solo descenso de las musas, sino también porque, ahora sí, en el texto y en la interpretación, hay una vacilación estratégica: atacar como si fuese un “documental” y defenderse como “artistas”.
Cruce de agresiones
Es que más allá del estatuto de la serie hay enunciaciones históricas que resultan agresivas y dolorosas para cada uno de los bandos en pugna. Se condensan en una polémica, en la que cada uno de ellos tiene sus razones y sus yerros. En parte del mundo evangélico se ignora hasta qué punto causa dolor la oposición a la agenda de diversidad y de género que es fuerte en sus filas. Ignoran incluso que ese dolor es infringido hacia personas que son evangélicas y reivindican reconocimientos y autonomías, aunque sus pastores y pastoras no lo sepan o no quieran saberlo.
Ese rechazo de la agenda de género es el que llevó a que Aciera (Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la República Argentina) se pronunciara privilegiando en el denuesto de la serie a la mujer guionista y olvidando el varón realizador. Cada uno puede creer lo que quiera pero hay un piso intocable: la dignidad simbólica y jurídica de alguien es independiente de sus creencias religiosas, de su genitalidad, de su identidad de género, de su expresión de género y de su orientación sexual y de su posición frente a la interrupción voluntaria del embarazo.
Si faltó deconstrucción ahí también faltó en otro lado: quienes no tienen ningún cuidado en referirse de maneras que ignoran (o no) cuan agresivas son sus planteos respecto de los grupos religiosos tampoco tienen en cuenta el hecho de que este país tampoco es tan plural en el campo religioso y qué los evangélicos han sufrido por décadas estigmas, discriminaciones, violencias.
Y esto no implica que uno olvide que desde las filas evangélicas se corre hoy el riesgo de obrar con las minorías religiosas y sexogenéricas como antes lo hicieron las mayorías católicas con los evangélicos: pocos saben lo difícil que era hasta no hace mucho abrir una iglesia sin recibir agresiones. Valga el recuerdo del conscripto Carrasco que murió a manos de las dos violencias que hoy se enfrentan: era evangélico y tímido así que los que lo hicieron ejercitarse hasta morir y luego ocultaron los hechos tal vez lo hayan asesinado por su disidencia religiosa y tal vez porque interpretaron que su timidez no era lo suficientemente macha como para ser un buen soldado.
La totalidad derivada de una parcialidad
Son hallazgos teóricos del feminismo los que pueden servir para entender mejor lo que ocurre con los evangélicos y con los análisis entregados al goce irrestricto de la prepotencia con una condición que no siempre se acepta pero es irrecusable: todos los fenómenos sociales deben ser abordados con el mismo criterio no importa si nos gustan o no.
Debe subrayarse aquello que decía la antropóloga Lila Abu Lughod enfrentando el machismo de los antropólogos con los que compartía una empresa crítica: la antropología tiene más que aprender del feminismo que el feminismo de la antropología. No menos ayudan las críticas al privilegio que se le da a las taxonomías por encima de los procesos que, por ejemplo, enfatiza la teoría queer, que debe ser aplicada al conocimiento de la población evangélica.
La mayor parte de quienes asumen el proyecto de la crítica y se jacta de superar la historia de fechas, siglos y leyes positivistas se solaza en el caso de los evangélicos con tipologías, consideraciones externas, lombrosianismos y siglas. Todo este arsenal esta embutido en la decodificación y en la lectura que se da de la mano con la analogía más o menos implícita con lo que suponen que sucede en el caso brasileño: los evangélicos son una mafia para hacerse de dinero y luego de poder en combinaciones con la CIA y la derecha. La totalización derivada de una parcialidad, muchas veces mítica, llama un poco la atención: los evangélicos son pedófilos, mafiosos, estúpidos que se convencen en base a rituales repetitivos y ambiciosos y eyaculadores precoces.
La viga en el ojo propio
Lo que la serie recoge de lo que suele decirse de la relación entre evangélicos y política eleva el prejuicio a la categoría de competencia olímpica. Ya no diremos cómo lo venimos diciendo desde hace 20 años qué el voto evangélico es variable y que en Brasil los evangélicos votaron primero a la derecha y luego, cuatro elecciones seguidas, a los candidatos del PT, al que le dieron un vicepresidente durante los dos mandatos de Lula (José de Alencar). Luego de haber votado en forma mayoritaria pero no total a Bolsonaro en 2017 los evangélicos están votando hoy de forma mayoritaria pero no absoluta a Lula. En Brasil, donde todo estuvo y está dado como para qué la alianza evangélica con la derecha sea “eterna” no se sostiene tanto en el tiempo lo que se propone cómo analogía para Argentina en la hipótesis ficcional.
En vez de imaginar tanto debería sacarse una conclusión más profunda: la deriva política de los evangélicos depende de especificidades históricas y de lo que quieran hacer los bandos políticos en pugna con la presencia de ese sujeto. El progresismo no va a lograr ninguna ventaja con políticas de agresión ciega a un actor cuya presencia en los sectores populares a los que dice querer conducir es creciente partiendo de, mínimo, un 20 % de evangélicos en los niveles socio económicos más bajos de la población.
Mientras que en Brasil los partidos tienen electorados mucho más lábiles que los de Argentina en nuestro país la pregnancia de la matriz peronismo-antiperonismo hace difícil el surgimiento de un partido evangélico exitoso y exige que los evangélicos se relacionen con los partidos subordinando sus posiciones religiosas a las posiciones programáticas de los partidos.
Si la impericia, el descuido, y los prejuicios de nuestros políticos llevan al surgimiento de un partido evangélico que venga a “sanear la nación” instaurando un régimen autoritario y excluyente no nos olvidemos de las responsabilidades históricas que podrían ampliar las fuerzas para prevenirlo: menos Gramsci leído de aforismos y más diálogo real con el conurbano, menos glorificación impostada del chori y más atención a la diversidad social a los sentidos comunes realmente existentes.
Y en el caso específico de los evangélicos: más atención a los datos cuantitativos, a las dinámicas de conversión, a la hibridación activa de imaginarios políticos y religiosos y menos concesión al prejuicio catolicocéntrico que busca papados como los que no existieron en el mundo evangélico. Resulta extraño que la audiencia, que es gente tan conforme con su suspicacia, no se dé cuenta que también viven una captura: son una audiencia, una cuenta de Netflix y padecen la solicitación algorítmica, la extracción de dinero y formación acrítica de convicciones que denuncian en el resto de la humanidad. En temas de análisis cultural también está el problema de la viga en el ojo propio.