Por Mariela Mulhall
La Masacre de Trelew marcó a fuego a la Argentina. Hirió de muerte a sus protagonistas fusilados, estigmatizó a una ciudad, dejó una herida que todavía no cierra en los sobrevivientes de esa generación y nos laceró como sociedad. Es que conscientes o no de lo ocurrido en aquella madrugada del 22 de agosto de 1972, hoy seguimos sufriendo las consecuencias de un hecho que fue antesala de la dictadura más sangrienta que tuvo nuestro país.
Mi primer registro de los fusilamientos fue cuando era apenas una niña, a través de la tele recién estrenada o las tapas de los diarios que, cada tanto, se compraban en casa; aunque en la dictadura de Alejandro Lanusse, la falsedad fuera una marca de los medios oficiales. La imagen en monocromo del grupo de 19 militantes que se entregaba pidiendo garantías de vida ante la prensa y la Justicia, se imprimió en mi retina infantil y todavía me acompaña. La icónica fotografía del rendimiento que circula en cada efeméride revela rostros de jóvenes envejecidos, cuerpos castigados por el confinamiento y la inclemencia del frío patagónico, con las armas delante y las puertas del viejo aeropuerto, detrás. Lo que ocurrió luego es historia ya conocida: las promesas finalmente no se cumplieron y una semana después, los guerrilleros que luchaban contra la dictadura, fueron fusilados en sus celdas de la base aeronaval Almirante Zar de Trelew. De la masacre, solo tres sobrevivieron, al menos en esa instancia, porque luego serían devorados por el terror de la siguiente tiranía, la peor de todas, la de Jorge Rafael Videla.
Al abrirse el período democrático de 1983, la información censurada empezó a circular, la memoria se activó, y el temor a revelar historias empezó a diluirse, aún con un doloroso costo para sus protagonistas. En los tiempos de los Juicios a las Juntas, la publicación del “Nunca más”, las marchas de la sociedad civil que reclamaba por Verdad y Justicia, el fervor militante y los debates apasionados, se reimprimió “Trelew, la Patria fusilada”, escrito por el también desaparecido Paco Urondo y en base a las entrevistas que realizó en la cárcel de Devoto a los sobrevivientes María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo Haidar. Se trata de una fuente única, de primera mano e irremplazable, aunque en la actualidad, la bibliografía y las investigaciones periodísticas sobre la masacre se multiplican y captan la atención de las nuevas generaciones.
Año tras año, late el deseo por llegar a una verdad más completa, porque ante la imposibilidad de conocer los relatos que quedaron truncos por la desaparición y la muerte, la memoria se manifiesta con su costado más empecinado. A veces, pareciera ser ella misma la que teje con hilachas el pasado, aunque en realidad se construya a pura voluntad de los supervivientes. Los últimos juzgamientos a los autores de la masacre –en otro momento impensados– revelan esa persistencia.
Como generación posterior, el proceso colectivo también me atravesó y se reforzó por vivencias particulares como haber vivido en Trelew, ciudad que me cobijó siendo muy joven, durante un breve e intenso tiempo. Entre mediados y fines de los ochenta, en la ciudad todavía se respiraba cierto tufillo militar. A salvo de la intemperie, en la casa de mis hermanos patagónicos Noemí Caminoa y Mingo Suárez, escuchábamos diversas voces que empezaban a amplificarse sobre aquellos acontecimientos ocurridos en la década anterior. Entre los relatos, circulaba el de la rebelión popular que protagonizó la ciudad en octubre de 1972, luego del arresto de 16 hombres y mujeres de la sociedad civil. El operativo, que había sido ordenado por el gobierno militar a modo de escarmiento por la fuga de los presos políticos de Rawson, incluyó numerosos allanamientos en viviendas de la región y el traslado de los detenidos en un avión Hércules hacia Buenos Aires. Pero en ese caso, el globo de ensayo les salió mal a los milicos, porque toda la ciudad se levantó en una pueblada fenomenal en la que llegó a autogobernarse y nadie durmió hasta que el último detenido fue liberado y devuelto a Trelew.
Luego, entre la polifonía de voces sobre los hechos de Rawson y Trelew, pude escuchar el testimonio de un sobreviviente clave. Fue cuando el periodista rosarino Luis Ortolani Saavedra, ex militante del PRT-ERP, aceptó publicar por primera vez cómo lideró la rendición de más de un centenar de presos. Eran los que no habían podido escapar, luego de salir los primeros 25, entre ellos los seis dirigentes que lograron alcanzar el vuelo de Austral y los 19 que debieron rendirse al quedar rezagados en el aeropuerto, posteriormente fusilados. El “Nono”, como lo conocían sus compañeros y amigos, fue el “número 26”, es decir, el primero en la lista de los que se quedaron. Recuerdo cuando en 2007 lo entrevisté para El Ciudadano. Además de desembuchar parte de su versión que luego amplió en el Juicio de la Masacre, recordó con amargura la delgada línea que lo separó de su cuñado Mario Delfino, el número 25, a quien aquel 15 de agosto saludó con alegría por su posibilidad de escapar, y quien paradójicamente, días después fue asesinado en la base aeronaval.
Como otros sobrevivientes, Luis Ortolani falleció antes de ver los resultados de los juzgamientos, entre ellos, el fallo histórico de un tribunal de Estados Unidos que, en julio de 2022, condenó al ex oficial naval Roberto Guillermo Bravo como responsable de tres de los fusilamientos.
A medio siglo de la masacre que dio inicio a un proceso de terror sin precedentes en nuestra región, la memoria sigue tejiendo con sus hilos y bordando sobre retazos de recuerdos para conjurar al olvido. A pesar del tiempo transcurrido, hay testimonios silenciados que todavía pueden ser revelados, documentos por descubrir, historias por contar.