Por Miguel Passarini.
El tiempo no pasó, el tiempo parece haberse detenido hace quince años atrás cuando Norma Aleandro intentaba despedirse definitivamente de uno de los éxitos teatrales más importantes de su carrera, Master Class, del norteamericano Terrence McNally, con dirección de Agustín Alezzo que, tras su reposición porteña, se presentó el fin de semana pasado con tres funciones en El Círculo.
Pocas veces una actriz logra entramar con sus propias herramientas y sin el más mínimo atisbo de imitación, lo que el imaginario popular ha construido alrededor de un mito de todos los tiempos como la cantante lírica María Callas, apodada La Divina. Pareciera que para el público argentino (también de otras latitudes e incluso para el mismísimo McNally) Aleandro es Callas en escena, una tarea compleja que desde mediados de los años 90 lleva adelante con su conocido talento para cargarse personajes enmarañados, aunque en este caso, quizás se trate del más complejo y enrevesado de los que se haya propuesto a lo largo de su carrera teatral de más de 50 años.
“Esta no es una función, es una clase magistral”, dice al público Aleandro como Callas al comienzo de este viaje en el que no sólo despliega pasajes de la vida de la malograda cantante en medio del relato y a través de dos conmovedores monólogos introspectivos (extraordinario, por lo minucioso y revisionista el texto de McNally), sino que deja un mensaje acerca de lo que debe ser el “fuego del arte”, de lo que representa, o al menos, de lo que debería representar sobre todo desde la mirada de una mujer que le entregó su vida a su gran pasión con “disciplina y coraje”, tal como asegura.
Serán sus “víctimas” a lo largo de la clase magistral con intervalo, aspirantes a cantantes líricos que buscarán esa mirada innoble pero elocuente acerca de sus posibilidades de triunfar o fracasar en el mundo del bel canto, pasajes en los que se luce el tenor Marcelo Eduardo Gómez como Anthony Candolino.
La que se muestra en la pieza es una Callas casi en el ocaso, son los años 70, y ella muere en París en septiembre de 1977. Ya fue abandonada por Aristóteles Onassis, el gran amor de su vida y por quien dejó a su marido, ya perdió a su hijo de una manera atroz, ya perdió su voz, ya no podrá cantar ni ser la mejor “Norma” de todos los tiempos, y hasta quizás haya sido una mala idea ofrecer sus “clases magistrales”.
En el medio del relato aparecen sus anécdotas de set con Franco Zeffirelli o Luchino Visconti, sus caprichos de mujer que se rehizo a sí misma, su odio visceral por un pasado en el que la gordura y unos lentes de vidrio grueso no dejaban ver el cisne escondido en su cuerpo y por lo cual bajó más de treinta kilos, pero sobre todo sus mensajes incandescentes acerca de un arte en el que “importan los detalles”, que conoció desde pequeña, donde el trabajo y la voluntad la llevaron a convertirse en la mejor cantante lírica de todos los tiempos.
Más allá de la malicia y el ego que parecen guiar esos últimos pasos de Callas, el texto está plagado de mensajes geniales, sobre todo para aquellos que, por el motivo que sea, sueñen alguna vez con pisar un escenario. Y todo pasa a la vista, gracias a la extraordinaria interpretación de Aleandro para quien el tiempo, al menos en escena, parece no haber pasado.