Mía madre, reciente opus de Nanni Moretti, no escapa a cierto carácter doméstico que exhiben las películas de este realizador, entendido esto como la ausencia de cualquier aspaviento que rompa el medio tono, esa habitual letanía en la que el relato deviene forjando su propio cauce sin ser alterado, se trate de picos dramáticos (que los hay y muchos en Mia Madre) o de aquellos momentos más distendidos o llanamente volcados hacia el humor; hasta la actuación y la voz de Moretti, que aquí además de dirigir actúa (ya lo hizo como protagonista en Caro diario, en La habitación del hijo y hasta podría decirse que sus films le reservan inevitablemente un lugar, un poco al modo de Woody Allen en muchos de sus títulos), tienen ese registro, como si se tratara de manifestaciones corporales contenidas y atravesadas por pensamientos, por cavilaciones, que interrogan su lugar en ese (mundo) relato e intentan discernir algún claro en esa maraña de intereses contrapuestos.
Mía madre tiene este sello y además recrea una instancia donde, debidamente recortados uno y otro lado, la contraparte de la realidad de la ficción (de Mía madre) es el rodaje de un film; efectivamente, la protagonista, Margherita, es una directora de cine que vive singulares momentos a partir de la internación de su madre y de su paulatino deterioro. Otra vez aquí, como lo fue en La habitación del hijo, aparece como excluyente la muerte de un familiar, la descripción del proceso que lleva al desenlace irreversible y al que Moretti dota de bien jugadas intensidades, de pareceres, de incertidumbre.
Margherita rueda un film de corte político, una ficción sobre el ajuste, el achicamiento del plantel de obreros de una fábrica –la política y sus incidencias en lo social, otro tema caro a Moretti– para el que se contrató a un actor norteamericano que compone al nuevo dueño de esa fábrica al que los números le cierran con menos personal. En vez de un acierto, la elección de ese actor –un estereotipado John Turturro divagando en su quintaesencia de tics y gags, y que, a decir verdad, poco suma a la estructura narrativa– le traerá a la directora un problema tras otro dado el ego exasperado, la irritabilidad y el cerebro algo quemado que porta el personaje (insiste en contar que Stanley Kubrick lo llamó para ofrecerle un guión). La mujer se sentirá acosada en dos frentes: el de su madre enferma y en los inconvenientes que surgen e impiden la fluidez del rodaje; su hermano (encarnado por Moretti) aparece como el apoyo esencial aunque carezca de las certezas que Margherita pide acerca de la dolencia de su madre.
En este sentido, Mía madre ofrece un inquietante catálogo de sensaciones sobre las que Moretti se monta para discurrir en esa delgada línea que va del sueño a la vigilia y que una vez aposentada trastorna la cotidianidad generando zozobra, que no es otro el estado en el que Margherita se sumirá durante su aflicción. Y que tampoco es otro que el que Nanni Moretti asumió en varios de sus films anteriores, aquellos donde también ficción y realidad se encabalgaban –Caro diario, Aprile–, donde alguien ve su conciencia alterada ante una serie de acontecimientos imponderables que lo conducen por terreno incierto y a la vez lo dotan de una implacable lucidez.
Sólo que en Mía madre Margherita, además de adoptar cierto carácter “morettiano”, es al mismo tiempo otra, más sufrida y endeble, algo que expresa verbalmente como eco cuando, como directora, le pide a sus actores que sean el personaje que están actuando sin dejar de lado los actores que son. Algo que, claro, sus actores, los personajes, no entenderán demasiado, pero que deja entrever que Moretti hace sus soliloquios a “través” de Margherita y apunta desde su personaje de hermano la conciencia del malestar, un leve cambio de registro desde sus primeros films hasta este último, producto del devenir de su rol y de su mirada.
Mía madre es entonces un raconto de figuraciones sobre lo que atañe a una muerte cercana, en este caso la madre de los protagonistas, de ese dolor sordo que corroe ante lo inevitable y de ese derrumbe del pasado familiar que suele alumbrar sinuosidades, descubrimientos o ignorancias, sobre la verdad de las relaciones parentales.
La sutileza del tono aplicado a estos aconteceres, en donde el sueño y la vigilia se fusionan en acertadas escenas y encuadres lumínicos, dotan a la película de un aire de trance permanente donde fulgura la propia madre bajo los efectos de los medicamentos que alteran su memoria inmediata, la colocan en un paraje difuso y provocan tal desasosiego en Margherita que comienza a cuestionarse su propio rol de realizadora –cabalmente expresado en la secuencia en que mientras filman una escena de plano interior de auto ella enrostra a sus ayudantes lo malogrado de la misma por hacerle demasiado caso en sus indicaciones–, el de hija y madre –tiene una hija adolescente– y finalmente amante –romper con su pareja al inicio de la historia– pasando de la congoja a la ira, o de la estupefacción a la nostalgia, todos estados que Moretti enfoca con el tiempo y la presteza adecuadas, a ostensible distancia de cualquier golpe bajo, hasta desembocar en el efectivo final con ese abismo abierto a los pies de la protagonista ante el “mañana” que su madre esboza en el último aliento de un sueño.
Si se descuentan la inutilidad de la presencia de Turturro –o de lo que Moretti pudiera haberle pedido que actúe– y algunos pasajes que podrían haberse descontado –relacionados sobre todo con la película que la protagonista filma–, Mía madre expone con acierto las heridas y el desconcierto que se abren ante la partida de un particular ser querido que, como suele darse en el caso de una madre, es siempre un afecto cuyas proporciones son insondables.
Moretti y el pensamiento sobre la muerte
En La habitación del hijo Nanni Moretti ya había incursionado en el duelo como el estado sobrecogedor por excelencia y aquello que provoca profundos desajustes en la integridad de cada ser. Allí se trataba de la muerte de un hijo, ahora es la muerte de una madre. Acerca de qué lo llevó a volver sobre el espinoso y nada fácil tema del duelo, Moretti deslizó: “A medida que pasa el tiempo y por motivos casi biológicos, uno piensa más y más en la muerte. En la medida en que la muerte de la madre es una circunstancia importante en la vida de todo ser humano, me pareció que ameritaba dedicarle una película. Cuando filmé La habitación del hijo yo tenía un niño pequeño y ese film era un modo de exorcizar un miedo profundo. Mia madre surge en cambio de una experiencia personal concreta. Obviamente, ambas películas (y se podría incluir también a Caos calmo) son producto de la edad, el crecimiento. A los 20 o 30 años, jamás hubiera filmado ninguna de estas películas, la muerte no era un tema que me inquietara”, y agregó “esta película me resultó dolorosa sólo en una instancia preliminar, cuando revisé los diarios que había escrito durante la enfermedad de mi madre, buscando allí material para los diálogos entre madre e hija en la película”.