María Antonina Echevarría tenía 17 años cuando decidió casarse con su primo Vicente Anastasio de Echevarría, un abogado de 35. Era el 1800 y las mujeres debían contar con el permiso del padre para casarse. Así lo establecía la legislación de la corona española que por entonces gobernaba. Pero José Echevarría no aceptó el amor entre su hija y su sobrino. Pretendía como yerno a un hombre de “bien y bienes” que viniera de España, y para su sobrino le había destinado el sacerdocio. Lejos de la sumisión con que se mostraba a las mujeres en aquella época, los amantes iniciaron un juicio de disenso que duró tres años. La Justicia, representada por el Cabildo, les permitió casarse. Por el hecho de ser primos, debían sumar la autorización de la Iglesia. La decisión estaba en manos del obispo, padrino de María Antonina, a quien ella le había enviado numerosas cartas pidiéndole que intercediera. Pero la amistad con el padre de la joven pesó más y el obispo se negó. El pedido de matrimonio llegó hasta el Papa, quien dio el visto bueno a la alianza y los jóvenes, por fin, se casaron. María Antonina enfrentó las barreras que las normas de la época imponían a las mujeres y pudo decidir con quién contraer matrimonio. Como ella, otras pertenecientes a la élite, pero también al campo popular, lograron unirse, se atrevieron a cuestionar lo prohibido, a dialogar con el poder y a lograr conquistas feministas para la época.
“Todas las mujeres de familia compartían el estereotipo que venía de España, que marcaba la devoción al hogar, a las funciones domésticas, a la maternidad y a la asistencia al cónyuge, con algunas excepciones y algunos modos de la condición femenina que alteraron esa regla”, cuenta a La Cazadora Elsa Caula, docente de Historia de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), quien explica que, por el 1800, las mujeres eran piezas claves en las conformaciones familiares.
“Eran familias ampliadas y constituían un núcleo público, ya que no había división entre lo público y lo privado. Eran numerosas y junto con los esclavos comprendían a más de 30 personas. El patter de familia diseñaba una política familiar, donde las hijas eran reservadas para alianzas matrimoniales y se las casaba muy jóvenes. Para los varones invertía en carreras profesionales como abogado, o sacerdote para tener acceso a los préstamos de plata que por entonces daba la Iglesia. El yerno era quien reemplazaba a los patter familiares. Todo se modificó con la Revolución de Mayo”, señala Caula.
Una de las prohibiciones que tenían las mujeres en el siglo XIX era la de socializar en espacios públicos como los cafés o las pulperías. “Había un código moral que manejaba el Cabildo que imponía que las mujeres de familias distinguidas no fueran acompañadas por otras para circular por la calle. En el paisaje urbano sí había vendedoras ambulantes y lavanderas”, explica.
Sin embargo, para la historiadora, es importante desmitificar la idea de que las mujeres eran sumisas, obedientes y no protestaban. “Antes de la Revolución, las mujeres de sectores populares llevaban a sus parejas al Cabildo y reclamaban si habían sido abusadas, golpeadas, o no recibían la cuota alimentaria. El Cabildo las escuchaba y condenaba a las parejas”, destaca.
Caula explica que luego de la Revolución, las viudas o esposas de jefes de familias contrarevolucionarias que fueron desterrados, quedaron al frente de las empresas mercantiles y familiares. “Se presentaban a la Justicia frente a los abusos del gobierno revolucionario que tenía en la mira a estas familias. El Estado revolucionario las consideraba sujetos de derecho y las protegía porque habían quedado a cargo de las familias. Algunas incluso sirvieron al espionaje español”, relata.