Dos huracanes asolaron este domingo a Colombia. Uno, Matthew, que ejerció su influencia desde el Caribe y cuya cola generó lluvias copiosas e inundaciones. Otro, el que pegó más de lleno, fue el resultado de un referendo por la paz que fracasó de manera sorprendente, al punto de dejar gravemente herido al gobierno de Juan Manuel Santos y de obligar a los guerrilleros de las Farc a internarse nuevamente en la selva con sus armas…a no ser que se intente una negociación de segunda generación que logre salvar lo que anoche parecía perdido.
Una y otra inclemencia están vinculadas de algún modo. Las lluvias impidieron a muchos ciudadanos concurrir a las urnas, un dato importante cuando una votación se define por un margen tan estrecho. Sin embargo, sería un abuso adjudicar todas las culpas de la escasa participación a las tormentas. Si acudió menos del 40 por ciento del padrón, hay que recordar que hace poco más de dos años, cuando Juan Manuel Santos logró la reelección, la abstención había sido la mayor en 20 años. Si entonces habían concurrido a votar menos de 16 millones de colombianos, ahora lo hicieron algo menos de 13. Antecedentes había.
Puede decirse que el de anteayer no era, precisamente, el mejor día para la indiferencia. Sin embargo, la prescindencia no es más que otra forma de la decisión. En ese sentido, más de uno asegurará precipitadamente que una mayoría de los colombianos optó por la continuidad de la guerra civil. Parece más justo, con todo, afirmar que todos, los que votaron por el Sí y los que lo hicieron por el “No”, apostaron a la paz. Sólo que a una paz entendida de modos opuestos.
El voto por el No, finalmente triunfante, es uno por una paz no negociada, que debe llegar por decantación de una guerra que hace ya demasiado tiempo perdió cualquier razón de ser. Será, cuando acontezca, una paz nacida de la derrota militar de la guerrilla. No debe ser producto de una transacción ni de un reconocimiento.
Para esa mayoría relativa de los colombianos, había varios puntos inaceptables en lo negociado entre Santos y el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Rodrigo Londoño, alias Timochenko.
Uno, clave, es lo que muchos colombianos evidentemente entendieron como una consagración de la impunidad. El acuerdo, solemnemente firmado el 26 del mes pasado ante dignatarios de todo el mundo, establecía una justicia “pactada”, que establecía una amnistía amplia para los delitos de tipo político, como el de rebelión. Los de lesa humanidad, en cambio, no estaban contemplados en el perdón, pero la confesión y colaboración plena ante tribunales especiales permitían evitar la cárcel a cambio de purgar penas alternativas. Sólo los contumaces podrían recibir penas que irían de ocho a veinte años de reclusión.
Un segundo aspecto resistido fue el otorgamiento al partido político legal que debía surgir de las Farc de un piso de cinco bancas en cada una de las cámaras del Congreso por dos legislaturas. Una representación evidentemente módica y más una garantía contra eventuales persecuciones que una plataforma política de importancia real. Evidentemente, la lectura de muchos votantes fue otra.
Tercero, el establecimiento de subsidios para los ex guerrilleros de las Farc, de modo de facilitar su asimilación a la vida civil. ¿Por qué los contribuyentes deberían mantener a quienes hasta ayer mismo los atormentaban con secuestros, atentados y golpes militares?, preguntaban muchos.
Ni el pedido de perdón de las Farc a las víctimas de su violencia ni el compromiso de entregar al Estado todos sus recursos económicos para costear algún tipo de reparación fueron muy tenidos en cuenta.
¿Y ahora? En principio, Colombia volverá a su “normalidad”. Los guerrilleros, a internarse en la selva con las cien toneladas de armas que pensaban entregar para su destrucción a cuestas. El Estado, sin poder controlar amplias zonas del territorio, no al menos hasta que la insurrección sea aplastada. La producción de coca y cocaína seguirán teniendo protección de la guerrilla y sus “impuestos” seguirán financiando un conflicto que ya nadie sabe demasiado bien de qué se trata. Por último, el auge económico que prometía la paz, entre uno y dos puntos del PBI excedentes por año, será otra promesa incumplida.
Las decenas de presidentes y representantes extranjeros que acudieron hace una semana a Cartagena de Indias fueron el decorado de lo que, por ahora, no será. ¿Puede volver a serlo? Solamente si, como anteanoche sugerían el propio presidente y la guerrilla, tienen la voluntad suficiente para evitar un reinicio de los combates y renegociar aquellos y otros puntos que explican el fracaso.
Ese curso de acción es una obligación para Santos. Si no logra reabrir el pacto de modo de convencer al puñado de votantes capaz de darle –una incierta próxima vez– el triunfo, la guerra seguirá.
Aunque provoque desencanto, hay que reconocer que cuatro años de negociaciones arduas no han sido suficientes, lo mismo que el apoyo unánime de todos los gobiernos de la región, más allá de sus diferencias ideológicas. La paz en Colombia era una bandera que unía al castrismo, al chavismo, a la izquierda moderada y a la derecha liberal de toda América latina, y que contaba con la simpatía de los Estados Unidos, Europa y, claro, hasta del Vaticano. Lo que faltó fue la simpatía de la mayoría de los colombianos. Nada menos.
Fue más fuerte el odio a la guerrilla, a sus abusos y al camuflaje ideológico que le dio a negocios non sanctos. Quien mejor encarnó (¿creó?) ese sentimiento, fue el ex presidente Álvaro Uribe, el gran superviviente del huracán del domingo: él podía sonreír.
El actual jefe de Estado Santos, su delfín rebelde, el hombre que osó desafiarlo y hasta vencerlo, sangra, igual que Colombia. Pero promete volver a dar pelea tras esta derrota.