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Molina Campos, el de los almanaques

Se cumplieron 58 años de la muerte del notable dibujante y pintor que inmortalizó escenas de la vida rural.

“Vengo de arar la tierra, y con mis manos encallecidas, tomaré mis frágiles pinceles. No sabría decir qué me apasiona más, si transformar la tierra en vida o mostrar la vida de mi tierra”. La cita es del dibujante y pintor costumbrista argentino Florencio Molina Campos, de cuyo fallecimiento se cumplieron 58 años.

Popularizado como “el pintor de los almanaques”, Molina Campos fue un incomparable creador que popularizó con sus personajes las más variadas facetas de la vida rural. Reflejó en sus obras temas del campo argentino y la vida de gauchos y paisanos, género que cultivó en el terreno de la pintura, el dibujo, la ilustración y la caricatura.

En 1930 el contrato que firmó con la firma Alpargatas para ilustrar sus almanaques hizo que crease 200 escenas campestres apreciadas tanto por el común de la gente como por los críticos y coleccionistas. Esos almanaques llegaron a todos los negocios que vendían los productos Alpargatas, los que a su vez los distribuyeron entre sus clientes que los colgaron en gran parte de los hogares argentinos.

En 1931 Molina Campos expuso en París y vendió todos sus cuadros. Seis años después el gobierno argentino lo becó para estudiar la técnica del dibujo animado en Estados Unidos y terminó contratado por los estudios de Walt Disney, donde realizó algunas películas con personajes vestidos a la usanza gaucha.

El estanciero

Hijo de Florencio Molina Salas y Josefina del Corazón de Jesús Campos y Campos, el artista había nacido en Buenos Aires el viernes 21 de agosto de 1891. Los Molina Campos pertenecían a una aristocrática familia porteña entroncada con los más importantes personajes de la colonia y la historia nacional.

El 3 de octubre de 1891 fue bautizado en la iglesia porteña de San Nicolás de Bari como Florencio de los Ángeles. De niño asistió a los colegios de Lasalle, del Salvador y Nacional Buenos Aires, pero en las vacaciones visitaba la estancia paterna de “Los Ángeles” en el pago del Tuyú, hoy General Madariaga.

Allí Florencio aprendió a querer y a conocer profundamente a los hombres de campo y a enamorarse de los paisajes pampeanos que infinitas veces recreará en sus cuadros. En esa estancia nació su vocación.

Bendita lluvia

Según su testimonio, allá por 1900, las torrenciales lluvias inundaron los campos en las zonas bajas próximas al Atlántico donde su padre tenía una estancia. “Ese invierno quedamos rodeados por las aguas. Las jornadas interminables de persistentes lluvias, nos tenían encerrados. Nuestros padres alternaban sus quehaceres dándonos lecciones preparatorias para nuestro futuro escolar. Así, de nuestras distracciones tan simples y el cúmulo de escenas de que fuimos testigos del diario trajinar de los peones, saqué la impulsión incipiente a traducir en nuestros juegos, al imitar su lenguaje, sus ademanes, su indumentaria y la inacabable variación de los peligros de sus faenas”, contó.

“Recuerdo que luego, en la mesa del comedor, formaba estancias con los más minuciosos detalles y con láminas de plomo de los envases de té recordaba los elementos que las poblaban. Ahí empezaron a moverse mis primeros gauchos, cuando cumplía 9 años”, agregó. “De tarde en tarde, tal vez borroneé algún dibujo y tracé las pretensiones de algún cuento, siempre con cierta inclinación humorística. Los estudios y luego el trabajo, no me permitieron avanzar en aquello. Tuve que sufrir alguna pena honda, ya hombre para reencontrar en la ejercitación de aquellas intentonas una especie de refugio espiritual. Corriendo el tiempo, ya fue el afán incansable de todos los días”, indicó el artista.

Crecer de golpe

De la estancia del Tuyú, los Molina Campos pasan en 1905 a “La Matilde”, en Concordia, Entre Ríos, frente al río Uruguay. Allí se prolongaron los días felices de la niñez. Tenían casa en el pueblo para la familia, pero las delicias de los varones era permanecer en el campo, entre la peonada, visitando puestos, ayudando, para aprender el ancestral arte de los estancieros. Pero ese mundo feliz se quebró abruptamente el 26 de marzo de 1907 en Concordia, cuando murió repentinamente Florencio Molina Salas, su padre. De allí en más todo será diferente.

Se mudó a Buenos Aires junto con su madre Josefina y sus hermanos. Pero comenzó a sentir nostalgia por el mundo perdido y a volcar en cartones las escenas camperas que lo harían famoso. Ingresó al Correo, más tarde al Ministerio de Obras públicas y luego a la Sociedad Rural. El 31 de julio de 1920 se casó con María Hortensia Palacios Avellaneda y se dedicó a la venta de hacienda. Al año siguiente nació su hija Hortensia María (Pelusa) y en diciembre dejó la venta de hacienda por problemas con su socio. Al año siguiente, se fue con su hermano Carmelo a trabajar en un obraje del Chaco santiagueño.

De vuelta a los pinceles

Fracasada la experiencia del Chaco y divorciado de su esposa, retornó a Capital Federal a comenzar una nueva vida. Retomó los pinceles con nuevas fuerzas. A fines de 1924, Emilio J. Saporiti lo presentó al diario La Prensa. El 21 de agosto de 1926 realizó la primera exposición de sus obras en la Sociedad Rural de Palermo.

El público quedó sorprendido por la gracia de las obras y encontró parecidos entre sus conocidos. Aún los personajes distaban mucho de ser los de las épocas clásicas.

El presidente de la Nación, el radical Marcelo Torcuato de Alvear, visitó la muestra y se convirtió en un admirador de Florencio.

Los almanaques de Alpargatas

En 1928, Molina Campos publicó en el vespertino La Razón las series de “Picapiedras criollos”. En 1929 el Ministerio de Agricultura le solicitó su cooperación artística para el Almanaque que editaría en 1930. Pero el gran día llegó el 14 de marzo de 1930, cuando desde la Sociedad Anónima Argentina de Alpargatas le dijeron que aceptaban pagarle 6.000 pesos por la confección del almanaque de la empresa para 1931, que consistía en 12 originales. Por este medio, la obra de Molina Campos alcanzará por años todos los rincones del país y ganará fama en el exterior.

Cada uno de los “meses” de aquellos almanaques adquirirá valor de por sí. Serán piezas de colección y parte única de la única pinacoteca que tuvo en sus casas, almacenes y ranchos el pueblo argentino.

Molina Campos dejó en sus obras una visión novedosa del campo y de sus paisanos, un poco caricaturesca y otro poco melancólica, pero de gran realismo. Sus trabajos fueron expuestos en París, Nueva York y Los Ángeles.

Fue periodista, conferencista, cuentista, crítico de arte y colaboró en revistas y diarios. Su segunda esposa, María Elvira Ponce Aguirre, y sus amigos crearon la Fundación que lleva su nombre en 1969 y el Museo en el partido de Moreno en 1979.

Tras una vida intensa, “el pintor de los almanaques” pasó los últimos años de su vida en Moreno, provincia de Buenos Aires, donde construyó él mismo su casa. Durante el día trabajaba la tierra, y cuidaba sus animales; durante la noche pintaba mientras escuchaba música clásica. En 1955 edificó allí una escuela rural para los niños de la zona, que hoy lleva su nombre. El día de la inauguración, emocionado, Molina Campos expresó: “Este es el mejor cuadro que he pintado en mi vida”.

Florencio Molina Campos murió en Capital Federal cuando las láminas de sus célebres almanaques marcaban la hoja correspondiente al lunes 16 de noviembre de 1959. El notable artista se fue de este mundo a los 68 años.

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