Diego Mauro / Especial para El Ciudadano
Charles Montgomery Burns es uno de mis personajes preferidos de Los Simpson. Encarna el prototipo del empresario inescrupuloso que se niega a invertir en su empresa, evade impuestos a granel y esconde sus ganancias del fisco de todas las maneras imaginables (como se ve en el capítulo sobre el billete del trillón de dólares).
Mientras su planta nuclear está siempre al borde del colapso, su enorme mansión está llena de lujos ridículos y excentricidades. En las últimas semanas, el debate sobre la posibilidad de sancionar un impuesto de emergencia a las grandes fortunas para amortiguar las consecuencias de la pandemia me recordó al Señor Burns.
Un personaje que, lamentablemente, está lejos de ser una exageración.
El impuesto en cuestión
Tal como están planteados los proyectos en danza, el tributo afectaría solo a una porción ínfima de la población. Aun así, las voces críticas denunciando su carácter “confiscatorio” no tardaron en poblar los portales.
Bastó que se planteara la discusión para que la relativa cohesión mostrada por la clase política frente a la crisis llegara a su fin. La singular marcha contra el comunismo organizada desde las redes sociales fue una de las réplicas del pequeño sismo generado en torno al impuesto.
Aun cuando la marcha anticomunista fracasó y los cacerolazos contra la realidad paralela descripta por las fakes news parecen haber amainado, hay que considerarlos llamados de atención sobre lo que puede acontecer.
¿Qué pasaría, por ejemplo, si en lugar de hablar de un impuesto extraordinario, por única vez, se planteara una reforma tributaria? Algo indispensable para un Estado cuya principal fuente de recaudación sigue siendo el famoso IVA, que pagan todos por igual.
Ahora el gobierno goza de niveles considerablemente altos de aceptación gracias a su intervención para contener al virus pero los desafíos que deberá enfrentar en materia social y económica son enormes.
Para ello, necesitará fortalecer al Estado con herramientas e instrumentos de las que hoy carece y no será fácil. La negociación de la deuda es un primer escollo a superar, pero aun así no parece prudente demorarse demasiado a la hora de encarar las reformas tributarias, financieras y comerciales necesarias.
Un debate que atrasa cien años
En las décadas de 1920 y 1930, el grueso de los economistas del país, desde Alejandro Bunge a Raúl Prebisch, pasando por Federico Pinedo, estaban convencidos de que había que modernizar el sistema tributario.
La recaudación del Estado se basaba en el consumo y el comercio exterior. Eso planteaba dos problemas: se trataba de un sistema poco elástico, ya que caía doblemente en los momentos de crisis, y resultaba totalmente regresivo.
El debate había llevado a que en Estados Unidos se introdujera el impuesto a la renta en 1913, al igual que en varios países europeos. Fueron las décadas en que los impuestos dejaron de ser considerados como en el siglo XIX, el pago por determinados servicios estatales (educación, justicia, policía), para ser pensados como instrumentos de política económica.
Herramientas para atenuar la desigualdad que generaba el capitalismo y amortiguar el impacto de las crisis económicas. Un instrumento importante para fortalecer la demanda y poner en marcha la producción y el empleo.
Las ideas que sistematizaría y ampliaría John Maynard Keynes en Inglaterra y difundiría, entre otros, Walter Lippman en Estados Unidos. El famoso “paradigma keynesiano” que permitiría amortiguar los efectos de la gran depresión y salvar al capitalismo de la bancarrota.
Enfrentar a Friedman leyendo a Friedman
Tener que volver a dar hoy debates que tienen cien años habla de lo mucho que se ha retrocedido desde los años 70 en términos de justicia tributaria.
Los números son más que elocuentes: en Argentina, en sintonía con las tendencias globales, el uno por mil de mayores ingresos pasó de recibir el 7,4 por ciento del PBI en 1974 al 16,8 en el 2002.
Un retroceso en el que la labor de los economistas neoliberales a escala global jugó un rol significativo. Su éxito, sin embargo, no fue automático. A la salida de la Segunda Guerra Mundial, las ideas keynesianas eran el paradigma dominante.
Europa, devastada por la guerra, se aferró a ellas para reconstruir su economía, dando paso al período de los llamados “milagros económicos” encabezados por Alemania e Italia.
En la difusión de las ideas keynesianas jugó un rol importante Estados Unidos, preocupado por frenar la expansión comunista. En ese contexto, el neoliberalismo que desde 1938 alentaban los economistas austríacos Ludwig von Misses y Friedrich Hayek parecía una quimera.
Más que asesores respetados de los gobiernos, los neoliberales eran por entonces unos verdaderos parias. Sin embargo, desarrollaron sus ideas desde universidades y fundaciones hasta dar forma a lo que hoy conocemos como el paradigma neoliberal, que se impuso en buena parte del mundo a partir de los años 70 y 80 del siglo pasado.
Milton Friedman, de la Escuela de Chicago, probablemente el más conocido de esta tendencia, escribió sobre teoría monetaria pero también sobre teoría política y, en ese marco, sobre la importancia de las crisis para la aplicación de nuevas orientaciones económicas.
En el prólogo de 1982 para la reedición de Capitalismo y libertad, Friedman lo planteó con particular claridad: “Sólo las crisis –reales o percibidas– producen un cambio verdadero. Cuando hay crisis, las medidas que se tomen dependen de las ideas que están en el ambiente”.
La cita en cuestión, popularizada por Naomi Klein en La Doctrina del Shock, plantea un verdadero plan estratégico. Si lo que se quiere es dar un vuelco de timón en términos económicos hay que esperar la coyuntura apropiada.
Las crisis, al poner en cuestión la legitimidad de las élites gobernantes, permiten ampliar los horizontes de lo que puede ser dicho y pensado y son escenarios privilegiados para imaginar otros futuros e intentar cambiar el rumbo de los acontecimientos.
¿Cambió algo en Argentina con la crisis?
Un impuesto extraordinario a los Monty Burns como el que se está discutiendo puede parecer una medida moderada y poco imaginativa, pero, mirando el vaso medio lleno, si pensamos que dos años atrás la discusión giraba en torno a la eliminación del Impuesto a los Bienes Personales, el umbral del debate político se ha corrido afortunadamente a la izquierda.
En este sentido, seguir el consejo de Friedman puede ser útil para ayudarnos a combatir sus ideas. Ahora que muchos descubren la importancia de la salud pública, de las bondades de la inversión en ciencia y tecnología parece un buen momento para esbozar una agenda de reformas de mayor calado.
En esa agenda no sólo debería incluirse un modelo tributario mucho más progresivo, sino también la creación de resortes jurídicos que permitan nacionalizar al menos una parte del comercio exterior.
Sin este mecanismo, transitar la denominada “restricción externa” se hará extremadamente complicado. La presión de los especuladores sobre el dólar las últimas semanas es una prueba de que el superávit comercial no alcanza para mantener bajo control el tipo de cambio.
Además, el Estado va a necesitar las divisas del comercio exterior para sobrevivir. Sin nuevos instrumentos de política económica va ser muy difícil sortear las consecuencias de la crisis ni sostener planes de reactivación económica.
A esta agenda de reformas debería sumársele una discusión profunda sobre las consecuencias del extractivismo y el modelo dominante en la producción agroindustrial. Incluso cabría comenzar a considerar los planteos de las denominadas teorías del decrecimiento económico.
Una discusión que excede las posibilidades reales de un país periférico como Argentina, pero que parece necesario comenzar a contemplar. Creo que es el momento de intervenir y proponer para que, como dice Friedman, sean nuestras ideas y no las de de los Monty Burns del momento, las que estén en el ambiente cuando se ensayen salidas a la crisis.