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Mujeres Indígenas por el Buen Vivir: una lucha antipatriarcal, antirracista y anticolonialista

Romina Naporichi pertenece a la comunidad Qom. Nació en Chaco, migró a Rosario y junto a hermanas de 36 naciones originarias integra un movimiento que se proclama en contra del extractivismo terricida. “Nuestra lucha es contra las violencias a las que someten a nuestros cuerpos y a los territorios”

El Movimiento de Mujeres y Diversidades Indígenas por el Buen Vivir está integrado por mujeres y diversidades de las 36 naciones originarias que habitan en el territorio argentino. Caminan juntas, se llaman “hermanas”, y se proclaman en contra del terricidio. Entienden que la lucha antipatriarcal está incompleta si no se plantea, además, como antirracista y anticolonialista.  Reivindican las cosmovisiones ancestrales de reciprocidad y armonía entre los territorios, los cuerpos y los pueblos. Proclaman el “Buen Vivir” frente a la matriz civilizatoria del capitalismo, que trae muerte. “Somos un movimiento que acompaña, abraza las luchas, a los territorios, recupera identidades, recupera cosmovisión y no tiene miedo a nada”, dice Romina Noelia Naporichi, que pertenece a la comunidad Qom y vive en Rosario. Fue en 2012 y en esta misma ciudad donde se forjó la organización que luego devino en el Movimiento: La Marcha Nacional de Mujeres Originarias.

Romina Noelia Naporichi pertenece a la nación Qom. Tiene 28 años, el pelo largo y lacio hasta la cintura. Nació en el Chaco, en Juan José Castelli y cuando tenía 13 años les dijo a sus abuelos que quería estudiar, ir a un secundario. “Sufrí mucho de racismo y discriminación. La ciudad de Castelli es habitada por gente de campo, gente con mucha plata. Era medio raro que una indígena llegara al secundario, y no había escuela pública para la comunidad, sólo se podía acceder al programa Yo Si Puedo, y siempre me daban lo mismo”, dice.

Entonces, con el esfuerzo de sus abuelos, Romina fue a la escuela privada. Privada y católica, reservada para los criollos. “Ahí empezó la tortura para mí. Que a veces agradezco, porque si no hubiese pasado por eso no sería la persona que soy ahora. Ahí me di cuenta de las diferencias que hacían hacia nuestras comunidades las personas que habitaban el lugar. Me cobraban el doble de lo que cobraban, me daban el doble de trabajo, me exponían el doble, era todo el doble, era tortura real”, cuenta.

El límite, dice, fue cuando le cortaron el pelo. “Para nuestras comunidades tener el cabello largo tiene su significado. Les pedí a mis abuelos que hagan algo, y me dijeron que mi mamá estaba en Rosario. Yo no la conocía”.

Así, en 2006 emprendieron la marcha. Dejaron el territorio y empezaron un camino fragmentado que los trajo hasta el sur de la provincia de Santa Fe. “Empezamos a venir de Chaco de a puchitos, hasta donde nos daba la plata. Mi abuela era artesana, hacía canastos y los vendíamos en los pueblos. Con lo que juntábamos de dinero, volvíamos de viajar. Así llegamos hasta (la ciudad de) Santa Fe. Vivíamos en unos vagones, donde vivía gente de la comunidad. Pasamos año nuevo ahí, y un tiempo después nos vinimos los tres para Rosario”.

Del territorio ancestral al territorio urbano

La historia de Romina se repite en miles de indígenas que se ven forzados a abandonar sus territorios por no tener garantizadas las condiciones de acceso a algo tan básico como la educación o la salud, o por el avance del extractivismo, que devasta los territorios y expulsa a las comunidades en pos de un mayor beneficio económico para pocos, sin generar puestos de trabajo y expulsando a las comunidades de sus territorios ancestrales. Esos mismos que la Constitución Nacional y varias leyes dicen que les pertenecen a los pueblos originarios. La historia indígena desde 1492 hasta el siglo XXI en Argentina parece repetirse una y otra vez.

“Este territorio de la ciudad no es mi territorio, porque yo vengo del campo, vengo del norte, del Chaco, una provincia que está castigada por el extractivismo, y ese debería ser mi territorio, yo debería estar allá”, reflexiona Romina, mientras espera para entrar a cursar en el Espacio Educativo Secundario Travesti, Trans y Disidente que empezó a funcionar el año pasado en el Centro Cultural La Toma, de Tucumán al 1300: quiere terminar la escuela para estudiar periodismo.

Cuando llegó a Rosario, Romina se instaló en la casa de su mamá, en el barrio Qom de Rouillón al 4300. Su mamá era pastora evangélica, y la invitó a ir a la iglesia, pero ella se negó. “Eso no era lo que me habían enseñado mis abuelos”: la espiritualidad indígena, las plantas medicinales, las ceremonias, los linajes, la unión con uno mismo y con los territorios.

Empezó a ir a la escuela enfrente de su casa y, cuenta, no hablaba con nadie. Toda su atención estaba puesta en entender lo que decían sus profesores, porque ella, en su territorio, hablaba un castellano mestizado con qom. “En mi comunidad de la zona oeste los chicos no hablan en qom y a mí me costaba hablar bien en castellano”, recuerda.

Por eso se sintió como en casa cuando, unos años después, fue a visitar a un amigo que “había bajado” del Chaco a otra comunidad de Rosario: “la villa Zapato, que está por Juan José Paso, en lo que era una fábrica de zapatos abandonada”. Ahí, una Romina de 16 años podía hablar en su lengua ancestral, y la entendían. Y fue justamente en ese barrio donde, sin saberlo, se puso en contacto por primera vez con una figura emblemática del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir: Moira Millán.

Moira Millán es una weychafe –guerrera– mapuche, activista, una de las líderes del movimiento de recuperación de tierras ancestrales y hoy integrante del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. “Estábamos ahí y mi amigo me contó que los referentes de la comunidad esperaban a una persona en la posta sanitaria”. Y la vieron. Moira bajaba de un auto ataviada con su vestimenta mapuche. “Llegamos a la entrada y nos cerraron la puerta en la cara. Entonces dimos toda una vuelta por unos pasillos para escuchar por una ventana: ella empezó a hablar sobre las fuerzas de las comunidades, la espiritualidad, lo importante que tenían que ser las mujeres dentro de las comunidades, los jóvenes, los niños, las decisiones”, recordó Romina.

“Me quedé fascinada con el discurso que ella había dado, todas las cosas que ella había laburado en los territorios y por qué había salido a caminar”. Antes de volver a su casa, habló con una referente de la comunidad y le pidió el teléfono de Moira, pero nunca se animó a llamarla. “Cuando tuve la oportunidad de encontrarme con Moira de vuelta, ya tenía 18 años. Hicieron la Marcha de Mujeres Originarias en Buenos Aires, y yo fui. Hablé por primera vez con ella y empecé a caminar”.

“Empezar a caminar es pertenecer al Movimiento de Mujeres, pararme como una líder en el medio de la nada, sentir que podía hacer cosas que nunca me imaginé hacer”.

Hoy Romina es una lideresa en el territorio urbano que habita. Su militancia empezó de muy chica, cuando todavía iba a la escuela y no entendía por qué lo único que hacían los pibes de su barrio era estar en las esquinas. Organizó mateadas, se ocupó de conocerlos, de entender sus vidas en la ciudad, de proponerles proyectos. El fútbol fue un punto de unión. Organizó torneos. Primero, trabajó con los varones, a los que considera más abandonados por la comunidad. Después se acercó también a las chicas. Hoy todas esas actividades terminaron de articularse en el Centro Cultural Por el Buen Vivir, que gestiona en su barrio.

Ser caminando, caminar para ser

“Somos un movimiento que acompaña, abraza las luchas, a los territorios, recupera identidades, recupera cosmovisión y no tiene miedo a nada”, dice Romina. “Es un movimiento donde estamos las 36 naciones indígenas del territorio de Argentina. Somos mujeres y diversidades que nos vemos como hermanas, nos amamos como hermanas”.

El Movimientos de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir hizo su primera aparición en el escenario político argentino en 2018, como organización plurinacional que buscaba visibilizar la triple opresión de la que son víctimas: étnica, de género y de clase. Así lo explica la socióloga Marina Mendoza en su artículo “El Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. Intersticios de una lucha feminista, antiextractivista y por la Plurinacionalidad”.

Pero la historia había comenzado unos años antes en 2012, en un centro cultural de la comunidad Qom, en Rosario. Allí, un grupo de mujeres de diversas nacionalidades y de distintos puntos del país propuso impulsar una marcha masiva hacia el Congreso de la Nación para hacer visible su existencia y la posibilidad de promover el Buen Vivir como un modelo de desarrollo posible. La Primera Marcha de Mujeres Originarias llevó a Buenos Aires un proyecto de ley para la creación de un Consejo de Mujeres Originarias por el Buen Vivir. No obtuvieron respuesta.

En palabras de Moira Millán: “El buen vivir es el derecho a una alimentación, a una territorialidad, a una plena espiritualidad. No es una forma de privilegio que merecen o crean los indígenas, sino que es un derecho para la humanidad.  Porque todos tenemos derecho a respirar un aire sin contaminación o disfrutar de un río. Y al mismo tiempo también el río tiene derecho a circular y seguir existiendo. El buen vivir terminó siendo una utopía que nos hace caminar todos los días, marchando hacia y por la concreción de eso”, dijo en 2018 a la revista Al Margen.

La Segunda Marcha fue en 2016, después de una reunión masiva en Lago Puelo. Desde allí exigieron la derogación del código minero y la denuncia de las actividades de sojización, deforestación y fracking en Argentina, cuya principal consecuencia son las crisis hídricas.

En 2017, la Marcha de Mujeres Originarias organizó en Bahía Blanca el Primer Foro de Pueblos Originarios, Genocidio y Argentinización. Participaron representantes de las 36 naciones originarias con el objetivo de establecer las bases para demandar al Estado por sus prácticas genocidas contra los pueblos originarios.

En 2018, 2019 y 2022, ya constituidas como Movimiento, realizaron el primer, segundo y tercer Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. El último se realizó en Chicoana, Salta. En el documento final, exigieron al Estado argentino “que se declare y tipifique el ‘chineo’ como crimen de odio” y que sea “imprescriptible”. El chineo es una práctica colonial, machista y racista de violencia sexual contra niñeces y mujeres indígenas. Es un abuso sistemático por parte de varones criollos que aún persiste, especialmente en el norte de Argentina.

“Yo me acerqué a las asambleas que organizaban el 8M acá en Rosario para visibilizar el chineo, para que se incluya en la proclama”, cuenta Romina, que este año fue una de las oradoras en el acto en el Parque Nacional a la Bandera. Desde el escenario, denunció el terricidio en nuestro país por el avance del extractivismo.

“Nuestra lucha es en contra de las violencias a las que someten a nuestros cuerpos y a los territorios. Queremos que los gobiernos y las empresas se hagan cargo de lo que están cometiendo, porque no entienden que el territorio tiene vida”, dijo a La Cazadora.

Desde el Movimiento, Romina lleva adelante una lucha antipatriarcal, antirracista y anticolonialista, pero no se dice feminista. El feminismo, considera, muchas veces no se detiene a escuchar las voces de las hermanas indígenas. Y esto, sin dudas, se evidencia en la creación, en 2019, de la Campaña Nos Queremos Plurinacional, que reclama que los Encuentros Nacionales de Mujeres que cada año se realizan en distintos puntos del país comiencen a llamarse Plurinacionales, y que incorporen a la comunidad LGTBIQ+. Sin embargo, este reclamo, que cada vez gana más fuerza, no fue oído por las organizadoras y, no sin tensiones, este año se realizarán dos Encuentros: uno Plurinacional y Disidente en octubre; y otro Nacional y de Mujeres en noviembre.

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