En la Argentina de fines del siglo XIX y, más claramente, desde los inicios del XX, la situación de la mujer trabajadora se fue convirtiendo en un tema importante, mencionado con frecuencia en los debates que se produjeron en torno al surgimiento de la “cuestión social”, tanto por parte de los sectores gobernantes como del movimiento obrero de la época, aunque desde posturas ideológicas diferenciadas. Los profundos cambios producidos en las últimas décadas del siglo XIX, a partir de la vigencia plena de un proceso de expansión de la economía agroexportadora ligado al fenómeno de la inmigración masiva, también tuvo su impacto en el funcionamiento del mercado de trabajo. Tal como se ha sostenido en numerosas investigaciones, la creciente participación registrada en el mercado de trabajo tuvo una integración diferencial por sexos, que se expresó en una situación de subordinación para las mujeres que se incorporaban a la esfera productiva. La división sexual del trabajo (reparto social de tareas en función del sexo), históricamente supuso una concentración de mujeres en las tareas del hogar, reproductivas y de cuidado, condicionando sus posibilidades de acceso y permanencia en el mercado laboral.
Preservar la función reproductiva y la moralidad
Prevalecía en la época una visión que defendía la maternidad y la conservación de la unidad familiar como un rol prioritario para la mujer, conforme al orden “natural” y “moral” que debía preservarse, aunque algunas referentes del movimiento de mujeres y feminista mostraban una mirada más matizada. Cuando las mujeres, en especial aquellas que pertenecían a la clase trabajadora, tenían la necesidad de salir a trabajar, el Estado debía “protegerlas”, principalmente a través de la legislación laboral, atendiendo a su enorme gravitación en la reproducción y el cuidado de la futura fuerza de trabajo, en estrecha vinculación con el ideal de Nación. En la práctica habitual, era mucho más frecuente el acceso al trabajo productivo por parte de las mujeres solteras. La especial atención prestada por el poder político a la cuestión de la mujer trabajadora, se plasmó algunos años más tarde en la sanción de la primera ley reglamentaria del trabajo de mujeres y menores. Fue el entonces diputado por el socialismo, Alfredo L. Palacios, quien presentó en 1906 un proyecto para su discusión en el Congreso Nacional, que logró ser sancionado como Ley Nº 5291 al año siguiente, aunque con importantes modificaciones. Esta iniciativa se había inspirado en un proyecto anterior, elaborado por otra destacada militante socialista, Gabriela Laperrière de Coni, quien se había desempeñado en 1901, como Inspectora ad honorem de la ciudad de Buenos Aires. Desde esa función, realizó una exhaustiva investigación sobre las condiciones en que las trabajadoras y los menores desarrollaban sus tareas en las diferentes fábricas y talleres de la ciudad. De acuerdo con la visión prevaleciente en la época, en el proyecto se equiparaba la situación de la mujer adulta con la de los menores. Se colocaba el acento en la necesidad de “protección”, por tratarse de seres más “frágiles” y “minusválidos” que el resto de la población obrera. La mujer perteneciente a la clase trabajadora, debía en lo posible “abstenerse” de trabajar, salvo en casos de “extrema necesidad”, como un modo de preservar su función reproductiva y su moralidad.
Mayor oportunidad de empleo
En cuanto a la participación femenina en el mercado laboral, desde sus inicios tendió a concentrarse en algunas actividades que constituían una especie de “extensión” de su función “natural”, como la prestación de ciertos servicios: empleo doméstico, tareas de cuidado de personas, costura, elaboración de alimentos, trabajo a domicilio, enfermería, docencia en escuelas primarias; aunque en menor medida, también mostró cierta diversificación a través de la temprana incorporación en fábricas y talleres. Con el paso de las décadas, se registrará un mayor grado de educación formal en las mujeres que accedían al trabajo asalariado, aunque fue más frecuente en el caso de las que pertenecían a los sectores más acomodados de la sociedad. A partir de los años treinta y durante el desarrollo del Estado peronista, aumentaron las oportunidades de empleo para las mujeres en un mercado de trabajo cada vez más diversificado, reflejo de la mayor complejidad que irá adquiriendo la economía y la estructura productiva vinculada en forma creciente al desarrollo del mercado interno y de la industria sustitutiva de importaciones. Sin embargo, a pesar de los enormes cambios registrados, el sector servicios continuó siendo el principal bolsón del empleo femenino, con una preponderancia en tareas de menor productividad y salarios. Como ha sido analizado en importantes investigaciones, el enorme protagonismo de las mujeres en la etapa que coincidió con la ampliación de la idea de bienestar registrada durante el peronismo, marcó un punto de inflexión en su experiencia laboral y política, aunque la visión dominante de la época, también presente en la misma figura de Eva Perón, continuó atravesada por los tradicionales sesgos de género que reforzaban los mandatos.
Foco sobre una división tajante: mundo doméstico y trabajo productivo
Durante los años 80 y, sobre todo, a partir de los 90, en plena etapa menemista, se produjo un crecimiento generalizado de la desocupación, alcanzando niveles inéditos en la historia argentina. Las mujeres debieron salir a buscar empleo, expandiendo de manera significativa su participación en el mercado. Esta nueva realidad atravesó los distintos estratos sociales, aunque fue más frecuente en aquellas que pertenecían a los sectores más desfavorecidos. El incremento de la inserción femenina en el trabajo productivo, se dio especialmente en empleos más precarios e inestables y con salarios inferiores a los percibidos por los varones. En las últimas décadas, desde la historia de las mujeres y los estudios de género, se han realizado notables aportes que pusieron en foco y problematizaron la división tan tajante entre mundo doméstico y trabajo productivo, y apuntaron a revisar críticamente los estereotipos de género construidos a lo largo de la historia. A pesar de los notables avances registrados en los últimos años en términos de “visibilización” e incorporación en la agenda política, de los principales reclamos del movimiento de mujeres y feminista, todavía queda un largo camino por recorrer en términos de vigencia efectiva de derechos. En particular, las exclusiones y segregaciones que padecen las mujeres cuando acceden al mercado de trabajo, continúa siendo un problema acuciante y no parece encontrar un abordaje específico por parte del Estado, como sí ya viene ocurriendo en otros países. Esta realidad es todavía más evidente en el actual esquema económico, ya que presenta ciertas características propias, que se asocian a una mayor informalidad laboral, un incremento del desempleo, la pobreza y la indigencia, que golpean mucho más fuerte a las mujeres. En síntesis, su participación en condiciones de equidad en el mercado laboral, constituye todavía una asignatura pendiente. También supone un enorme desafío para nuestra democracia, en tanto persiga alcanzar como destino una sociedad más inclusiva e igualitaria.
*Docente e Investigadora. Directora del Centro Interdisciplinario sobre Historia de Mujeres y Estudios de Género. Facultad de Ciencia Política y RR.II. U.N.R.