Quizás de puro transgresor nomás, para desmarcarse de la algarabía continental suscitada con motivo del inicio en el ministerio petrino de Francisco, el presidente de la República Oriental del Uruguay, José Pepe Mujica, no asistió a la cita. Su esposa, primera dama y senadora nacional del vecino país, Lucía Topolanski, explicó las razones: “No somos creyentes y además el Uruguay es un país absolutamente laico”. Lo de no acudir a un acto de contenido religioso bajo la excusa de no ser personalmente creyente carece de racionalidad, máxime cuando se representa a millones de compatriotas, creyentes o no. Según esa lógica, Pepe y su señora tampoco concurrirían a un acontecimiento deportivo por no practicar tal o cual deporte. No se sostiene.
Pero esgrimir como coartada del faltazo que Uruguay es un Estado “absolutamente laico” invita a reflexionar sobre la laicidad del Estado como algo radicalmente distinto a un laicismo intolerante.
¿Siempre democrático?
El jurista Nicolás Lafferriere apunta que el laicismo intolerante, que se caracteriza por pretender relegar el hecho religioso al ámbito estrictamente privado de los creyentes a fin de no “contaminar” la esfera pública, “no tiene nada que ver con la laicidad, que es el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturares y caritativas de las comunidades de creyentes”.
El laicismo, que no tiene nada que ver con el principio de laicidad, considera a los creyentes como agentes contaminantes del prístino espacio público, quienes deberían, cual alimañas, volver a sus madrigueras y estar agradecidos de, al menos, ser tolerados como ciudadanos de segunda. Pero, convengamos, ese ámbito público que los laicistas pretenden prístino y puro no es garantía de que, ya liberado de visiones religiosas, no se cometan los peores atropellos contra la vida y la dignidad de millones de inocentes, de lo cual es fiel e irrefutable testigo el siglo pasado. En efecto, y como se sabe, dicho período no se caracterizó ni por su espiritualidad en auge ni por la sujeción del mundo político al religioso. Sin embargo, prohijó el surgimiento de regímenes totalitarios de inspiración materialista cuando no frontalmente atea, desde el nacionalsocialismo alemán al marxismo soviético, haciendo escala en el maoísmo de los jemeres rojos responsable del genocidio camboyano, los cuales tuvieron como común denominador el fenomenal desprecio por la vida de quienes no se adaptaban al ideal o cartabón revolucionario.
Superados esos totalitarismos groseramente desfachatados, ya entrados en el tercer milenio, es posible, no obstante, que una democracia se quede sólo en las formas pero que carezca de una base sólida en valores humanos objetivos y, por ende, no negociables, cayendo en aquellos mismos excesos, aunque con formas más disimuladas. Se generan así nuevas víctimas de un pensamiento que habiendo renunciado a una paternidad común del género humano es incapaz de ver en el prójimo un hermano, y termina viendo en él un potencial competidor.
Legítima laicidad del Estado
El principio de laicidad, que supone la correcta separación de dos esferas distintas como son, por un lado, la espiritual a cargo de las confesiones; y, por el otro, las realidades temporales a cargo del Estado, no propone renegar de las creencias religiosas de la gente, ni mucho menos exigir que éstas se vivan sólo en lo privado.
En 2011 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló en el caso “Lautsi vs. Italia” a favor del Estado italiano que sostenía que era perfectamente compatible con un Estado laico la presencia de un crucifijo en las escuelas públicas, rechazando la demanda iniciada por la madre de una alumna que en su condición de agnóstica se consideraba ofendida por la presencia de dicho crucifijo.
Al analizar el fallo, el jurista Rafael Navarro reflexiona diciendo que “parte del problema a ponderar era el siguiente: si los padres de un solo alumno quieren una educación sin crucifijo y los padres de los otros 29 alumnos de la clase la prefieren con crucifijo, ¿cómo tutelamos el derecho fundamental de los padres de recibir una enseñanza de acuerdo con sus propias convicciones religiosas y filosóficas? Coincido con el juez Bonillo (del T.E.D.H.) cuando, en su voto particular concordante con el fallo, sostiene que la primera sentencia discriminó a la mayoría de padres tutelando las preferencias de uno solo, sin que éste demostrara que sus hijos eran lesionados por la simple contemplación episódica de un símbolo religioso pasivo: ‘mantener un símbolo allí donde siempre ha estado no es un acto de intolerancia de los creyentes. Expulsarlo sería un acto de intolerancia de los agnósticos’”.
En síntesis, podría afirmarse que el principio de laicidad del Estado no puede equipararse con un Estado que niega el factor religioso ni las creencias de una mayoría popular, mucho menos si pretende ser un Estado democrático. Así se evitaría caer en dos extremos igualmente peligrosos: de un lado, un Estado clerical en el que se confundan ámbitos espirituales y civiles; del otro, un laicismo intolerante según el cual quienes posean creencias religiosas no podrían expresarlas en público para “no ofender” a quienes no las compartan.