Julio Cortázar decía que la inquietud surge en un plano que él clasificaba de ordinario. Lo decía intentando clarificar un poco ese mote de fantásticos o sobrenaturales que se daba a sus relatos e insistiendo en que había zonas de la realidad que se preferían “ignorar o relegar”. También aseguraba que la situación fantástica suele presentarse de manera “intersticial” entre dos instancias racionales, es decir, cuando aparece la posibilidad de estirar los límites de lo real como para que aparezca lo insólito en un contexto trivial, familiar (por conocido), en donde de a poco se irán filtrando elementos de cierta inquietud que terminarán diluyendo esa “realidad” para crear una nueva, esencialmente diferente y desprendida de aquélla. Caminos que se abren, relaciones insospechadas, hábitos alterados, acciones inesperadas van rasgando los contornos de esa realidad, desordenando lo “normalizado” o lo que por ello se entiende.
Una prosa aguda y nerviosa que talla sobre cualquier lógica
El reciente libro de la rosarina Alisa Lein, titulado ¿Nunca miraste a un león a los ojos? (editado por UNR editora), integrado por catorce cuentos cortos –diez páginas promedio–, hace una irrupción clara y resuelta en esa modalidad genérica a partir de un uso original y distinto de lo inverosímil. Y es en el lenguaje donde Lein despunta para el desarrollo de las historias que pone en juego, en la búsqueda de un ritmo o cadencia que escapa a cualquier sintaxis esperable y determina sus propios rasgos estilísticos, los que le dan una admirable potencia.
En el prólogo, la escritora Betina González dice de estos cuentos que “…experimentamos en ellos la magia de la forma narrativa, su alegría de ir siempre hacia adelante. Incluso cuando los temas son los de la vieja literatura fantástica –el doble, el pasaje a otro plano de la realidad–, Lein sabe llevarlos a su propio territorio”.
Los relatos son muy disímiles entre sí y parte del atractivo reside en que cuando se ha leído un par, se despierta la curiosidad por ver qué tramas tienen los siguientes. Las frases son cortas y contundentes y abren puertas que conducen a lo ajeno dentro de lo cotidiano; hay incluso una mirada extrañada sobre lo emocional como en “Abajo es otra cosa”, donde ocurre una transformación tan sutil que hasta podría pasar inadvertida; o un perfecto día de picnic en el que los objetos cotidianos se tiñen con una pátina amenazante y el desplazamiento de la historia, y hasta de la protagonista, deriva hacia una zona de zozobra que inunda todo en unas pocas páginas.
El relato de donde sale la frase que da título al libro es, si puede decirse así, perfectamente delirante, tanto en lo descriptivo como en lo social, donde en un túnel en la frontera entre Egipto e Israel se produce una singular operación de compra-venta con un león y un traslado que, a la vez, es toda una forma de percibir el mundo, particularmente ese mundo tan al rojo vivo de Medio Oriente.
La de Lein es una prosa aguda y nerviosa, que talla sobre cualquier lógica para acercarse a eso que siempre acecha entre los pliegues de la cotidianidad, de un abismo que puede abrirse entre los vínculos familiares o en la formateada manera de percibir la realidad o el tiempo; después de cada línea puede venir otra en la que el lector quedará a merced de un impulso atormentado o surreal que cambiará las cosas para siempre.
Mundos que acechan y sorprenden
Y en las diferentes instancias de ¿Nunca miraste a un león a los ojos?, como en un muestrario de calamidades, la crueldad, la falta de escrúpulos, la hipocresía, lo falsamente pudoroso afloran en una cadena de verosimilitudes hasta encontrar su opuesto o darse de pronto con una oscura motivación humana capaz de arrasar con cualquier naturaleza amable de los hechos. No de otra cosa que de ese pendular entre esos espacios reflejos están hechos esto relatos, afianzados en los resortes del género para introducirse en una escena traumática, reprimida o insoportable, haciendo ostensible que por debajo de la acción manifiesta opera una desviación sutil y eficaz.
“…La risa de ella es aguda y cantada. Ella se hace un rodete atado con su propio pelo. Mi hermana canta en un coro, dice él. Es evangelista, agrega. Quiebra las alas, saca la carcasa. Lo abre. Lo toca. Después busca en la bolsa el tupper con el ungüento que había preparado horas atrás. Sumerge las manos en el ungüento, masajea al pollo. Por fuera. Toda la piel. Después por dentro. No deja un centímetro de piel sin lubricar. Ella se mueve en la silla incómoda. Tiene la boca apenas abierta. Las piernas apenas abiertas. Las manos apenas cerradas. Entonces él agarra la cuchilla grande. Se saca la camisa. Ella se agarra de la silla y cierra las piernas. Es de mi primo, dice, prefiero no mancharla”, puede leerse en “Dieciocho sillas de bar”, donde quedan claras la ambigüedad y la incertidumbre que apuntaba (Svetan) Todorov como tópicos del fantástico; tópicos que en los relatos de Lein yacen recostados en una suerte de punto ciego que afecta la percepción de los objetos y de los otros.
Tal vez uno de los cuentos más representativos de su estilo sea “Carnicería china”, donde una mujer atribulada y desaliñada entra de compras a un súper chino en pleno duelo por una separación y va a encontrar –o a imaginarse, da lo mismo– a su expareja en situaciones absolutamente “normales”, demostrando que bajo toda certeza aparente, palpita un desconcierto que hace tambalear las leyes naturales de un paseo inocente.
En estos relatos entonces, no existen mundos alternativos ni distópicos, sino aquellos que acechan y sorprenden perturbando la lógica cotidiana con apenas un desplazamiento del lenguaje –donde abunda el humor punzante– irrumpiendo como una incongruencia que cambia la vida de los involucrados. Un tiempo que se deforma o se rompe ante la presencia de un fenómeno singular sin apartarse de un territorio palpable, casi como mirar un león a los ojos.