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Murió el gran retratista de un bestiario donde destacan marginales, canallas y criminales

Considerado uno de los mejores narradores latinoamericanos, el brasileño Rubem Fonseca falleció a los 94 años. Fue un agudo crítico social de la decadencia de su país a través de ficciones en las que plasmó buena parte de sus experiencias como abogado y policía y conocedor del bajo mundo carioca

Los cuentos de Rubem Fonseca, que son muchos y están entre lo mejor de la llamada serie negra, o hard-boiled, como la bautizó Raymond Chandler, funcionan como una suerte de recorrido por todos los vericuetos –legales, ilegales, invisibles– por donde los crímenes, en sus formas de venganza, atracos, abusos, componen una trama que aparece como irresoluble pero que más tarde irá abriendo puertas a las más impensadas motivaciones.

Los suyos no eran policiales cerebrales, al modo de aquellos que postulan el razonamiento deductivo, sino viscerales, con personajes de conductas variopintas pero siempre en el límite de la acción y la locura, aunque se pudieran leer –si se trataba de una novela– las primeras cincuenta páginas sin que nada de esto último se tornara evidente.

Pero una vez desatadas las líneas narrativas que situaban a los protagonistas en determinados hechos flagrantes, no había vuelta atrás.

Podría decirse que Fonseca se inscribe en cierta tradición de escritores de policial negro con sus particularidades geográficas e imaginativas; sin embargo hay en el brasileño otras variantes que deben tenerse en cuenta cuando se lo menciona como uno de los más singulares entre sus pares.

Se trata sin dudas de los atributos que suelen portar sus personajes y que son la excusa para que Fonseca atraviese los relatos con sus pareceres acerca del crimen como necesidad humana, con todo lo despreciable y reñida con alguna moral que pudiera resultar la observación.

Hay un acento puesto por Fonseca para que ese tipo de acciones se encuadren en el modo social en que los hombres eligen relacionarse. Tal vez buena parte de este aspecto crucial de su narrativa tenga que ver con sus profesiones anteriores a la de escritor.

Abogado y policía

Fonseca fue abogado penalista primero aunque por un corto tiempo; también ofició como comisario en la ya tumultuosa Río de Janeiro de los años cincuenta.

Esa metrópolis funcionaba como escenario principal de sucesos policiales que iban desde asaltos hasta secuestros, desde robos de guante blanco hasta una corruptela generalizada en las mismas fuerzas de seguridad.

Fonseca trabajó en uno de los distritos con más crímenes por habitante, el número 16, conocido como São Cristóvão, y allí vio, según contaría después, “desde policías que avisaban a los amantes de mujeres casadas de la llegada de sus maridos, pasando por los que cobraban por protección en barrios y favelas hasta los que ejercían de cafishios y regenteaban grandes prostíbulos donde se vendía cocaína”.

Cualquiera podría preguntarse por qué Fonseca tuvo esos oficios si se le daba tan bien la escritura. Primero habría que decir que el brasileño –nacido en la localidad de Juiz de Fora, en el estado de Minas Gerais– comenzó a escribir tarde en su vida.

Lo hizo cerca de los 40 años y cuando ya tenía un bagaje de experiencias suficientes para no abandonar más ese nuevo oficio. Y por otro lado, como él mismo admitió, había sido abogado penalista y policía porque fue un idealista de la justicia, porque creyó que eran lugares desde donde se podían mejorar cuestiones que hacen a la peor parte de la condición humana.

“Yo creí que siendo abogado y preocupándome por entender ciertas conductas podía modificar, por ejemplo, el sistema carcelario, porque hay delincuentes de distinto tipo y hay quienes merecen otra oportunidad. La cárcel, tal como está planteada, no sirve para nada”, había dicho una vez.

Algo de esto también lo debe haber hecho pasar por la policía, donde se encontraría con situaciones aún más crudas e irresolubles. En febrero de 1958, Fonseca sería exonerado de la policía con excusas poco comprobables o por comportamientos contrarios a los intereses de la cúpula de ese momento, entre otras cosas por “proteger a jóvenes delincuentes” de las favelas de la misma policía a la que pertenecía.

Él lo contaría así: “Me di cuenta que el destacamento en el que yo revistaba había organizado una red de jóvenes para que delinquieran bajo las órdenes de la cúpula policial, fue más de lo que pude soportar e intenté impedirlo pero sólo logré que me echaran”.

La justicia: una quimera

Fonseca fue el autor de Agosto, una novela en la que hacía hincapié en las conspiraciones que resultaron en el sospechoso suicidio de Getúlio Vargas.

Al mismo tiempo, en sintonía con otros escritores que tuvieron o tienen un mismo protagonista en títulos que componen una saga, Fonseca dio vida al abogado Mandrake, un experto en el universo delincuencial carioca, buceador incansable de los sitios más turbulentos con tal de encontrar lo que buscaba.

Libros como Los prisioneros, Diario de un libertino, El caso Morel, Grandes emociones y pensamientos imperfectos, El collar del perro, Mandrake: la biblia y el bastón, El gran arte, El seminarista, entre otros, fueron un perfecto bestiario donde pueden verse las hendiduras de una sociedad fragmentada; allí fluctúan policías desalmados, jueces incompetentes, verdugos por amor, tránsfugas de toda laya, la mayoría ocupando lugares encumbrados como abogados venales y caranchos, narcos protectores, todos empeñados en pisotear cualquier ética, leyes y hábitos solidarios.

Además de Mandrake, también tuvo a Gustavo Flavio, otro protagonista de “un pasado negro”, como él mismo explica –nombre también de una de sus más conocidas novelas– que un día descubre el amor y la literatura y se convierte en un novelista famoso embarcado en una trama policial (cualquier parecido con la realidad de Fonseca corre por cuenta del lector).

En las narraciones del brasileño se destacan un sutil humor corrosivo, vastas dosis de parodia y ambigüedad; fragmentos donde priman el grotesco y lo patético e, inocultablemente, un roce permanente entre sexo y muerte.

La crítica señaló que sus narraciones registran una memoria de hechos que parecieran sacados de expedientes policiales y judiciales pero a la vez están imbuidos de motivos populares, seguramente a partir de experiencias vividas con todo tipo de sectores marginales, y que le servían para reafirmar la decadencia de la sociedad brasileña, mezcla de autoritarismo, opulencia y miseria en partes iguales.

En sus textos campean la ley de quienes creen que están un peldaño más arriba que el resto de los mortales. Y probablemente contra ellos escribió Fonseca, internándose en los submundos y en crímenes terribles y con personajes que se movían más cómodamente en esas sendas que en las que marcaba lo políticamente correcto.

Cuando en 2017 anunció que estaba escribiendo una nueva novela, Fonseca –que en 2003 había sido distinguido con el Premio Camões, el más prestigioso en lengua portuguesa– fue descripto como el escritor que mejor había esgrimido la crítica social a través de sus ficciones.

Y también que era “portavoz de los marginados, de los que viven en las calles, observador de un paisaje lleno de ignominia,; de las prostitutas que reciben a los desesperados; de los drogadictos para quienes las esperanzas son solo mitos y de la justicia, una quimera que nadie jamás ha visto a los ojos”.

Considerado uno de los más grandes narradores latinoamericanos, este miércoles, Rubem Fonseca murió de un paro cardíaco en Río de Janeiro a los 94 años.

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