Ricardo Rapallo (*)
Sin duda una de las mayores injusticias de América latina y el Caribe es el hecho de que 42 millones de personas sufran hambre en una región rica en recursos naturales y humanos, que produce alimentos para 821 millones de personas.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), 2,1 millones de personas viven con hambre en la Argentina. Además, más del 30 por ciento de la población está en situación de inseguridad alimentaria moderada o grave, índice que creció 70% entre 2015 y 2018.
Esta realidad convive con otra: el sobrepeso y la obesidad. La crisis económica de los últimos años también hizo que muchas familias no tuvieran otra opción que comer peor. Sus ingresos alcanzaban apenas para adquirir un limitado número de productos con alto valor calórico, ricos en azúcar, sal y grasas, y de reducido valor nutricional.
Por eso es tan importante el plan impulsado por el presidente Alberto Fernández. Las personas que pasan hambre hoy no pueden esperar, y la Tarjeta Alimentar debe ser el primer paso para edificar un modelo de crecimiento inclusivo y una estrategia de seguridad alimentaria duradera.
Por esta razón, la FAO comprometió todas sus capacidades para acompañar al país en la construcción de un modelo sostenible que le permita poner fin al hambre y todas las formas de malnutrición, tras la reunión entre Alberto Fernández y el director general, Qu Dongyu, a comienzo de febrero en Roma.
La tarea no es fácil, pero el mensaje que dio el presidente en la apertura de las sesiones ordinarias 2020 ante la Asamblea Legislativa marca una ruta que permite albergar optimismo. En primer lugar, se necesita un liderazgo del más alto nivel para impulsar un esfuerzo que involucra no sólo a varios Ministerios sino también a los distintos niveles de Estado, y el compromiso de todos, públicos y privados. Sin ese liderazgo, mantenido en el tiempo, pueden diluirse los recursos en esfuerzos aislados, inconexos e ineficientes. Y lo que es peor, defraudarse la esperanza de muchas personas.
Otro elemento que resulta clave es la necesidad de complementar la protección de la alimentación de los más vulnerables con oportunidades de trabajo y producción. Los programas sociales y productivos se pueden vincular entre sí. Los comedores escolares se pueden abastecer con compras locales a la agricultura familiar. Los agricultores familiares y las cooperativas pueden aprovechar la «inyección» de los 70 mil millones de pesos anuales que contempla el plan, lo que podría significar un gran impulso para las economías locales. Paralelamente se necesitan acciones de política diferenciadas que den activos y recursos productivos a los agricultores familiares, y faciliten el desarrollo de cadenas de valor territoriales y de pequeñas y medianas empresas agrícolas y no agrícolas. También se requieren políticas para ofrecer oportunidades (incluido financiamiento, acceso a la innovación y nuevas tecnologías), para los productores de la economía solidaria, social y popular contemplada en el plan.
Pero todo lo anterior no será suficiente sino es acompañado de una gran reflexión y diálogo entre los actores, con un fuerte apoyo en evidencias sobre qué estrategia seguir para disponer de seguridad alimentaria y nutrición a futuro. Sin duda el diálogo tendrá que incluir un análisis riguroso sobre la cuestión de los precios de los alimentos, la estrategia comercial, y los nuevos marcos de política y regulatorios que se están impulsando en toda la región para favorecer entornos alimentarios saludables, que afectan no sólo al acceso físico y económico a los alimentos sino también a la calidad, información y publicidad. Incluyendo cambios en los comportamientos del consumidor.
Sólo así podremos garantizar el derecho a la alimentación en la Argentina. Cuenten con la FAO para apoyarles en este esfuerzo.
(*) Oficial principal de Políticas de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) para América Latina y el Caribe