Pocas veces a lo largo de mi vida, no más de tres o cuatro, lo vi a mi viejo realmente enojado. Una de esas ocasiones fue la tarde del 24 de junio de 1978 cuando Argentina ganó el Mundial. Yo entonces tenía 8 años, así que podría decirse que fue mi primer Mundial, del que tengo recuerdos muy nítidos que hoy se asentaron, no sin dolor, pero que por mucho tiempo dieron vueltas en mi cabeza. Hasta pude desarmarlos, rearmarlos y comprenderlos, del mismo modo que a los años de plomo en el país.
En casa no había televisión, por decisión de mi viejo, claro, que siempre nos decía que era una pérdida de tiempo y que “a cambio de una caja boba”, los libros nos iban a dar una “mejor independencia intelectual”.
Para mí eso era lo normal hasta que repetía esas palabras en el recreo en el colegio o en el club y me sentía un bicho raro cuando se reían y preguntaban: “¿No hay televisor en tu casa?”. No. No había.
La tarde en que Argentina le ganó a Holanda la gente empezó a salir como ganado a la calle. Les pedí a mis viejos que me llevaran a festejar a la esquina de Corrientes y Córdoba, frente a la Bolsa de Comercio, lugar que muchos habían elegido como punto de encuentro. Yo insistía que me llevaran, quedaba a dos cuadras de casa y el frío no era impedimento, pero no había caso. La cosa se puso más espesa cuando les dije que me compraran una bandera, porque yo veía por la ventana del departamento que todos los que pasaban festejando tenían una. Todo parecía que no iba a tener ni bandera ni festejo, pero tanto fue lo que insistí, con berrinche de por medio, que al final me llevaron a Corrientes y Córdoba. Sin bandera, eso sí.
Cuando intenté esbozar la marcha del mundial (que como la de Central a esa altura me la sabía de memoria), mi viejo me miró muy serio y me dijo: “No cantes que no hay nada que festejar”. Mensaje contradictorio si los hubo esa tarde. Yo veía y escuchaba que cientos de personas entonaban: “Veinticinco millones de argentinos jugaremos el mundial (…)”. No canté, pero cada vez que intentaba hacerlo, de los ojos verdes de mi viejo salían llamas amarillas. Y no exagero.
Al día siguiente, en el patio del colegio, una de mis compañeras de segundo grado llevó una réplica de la Copa y la levantaba como el Matador en el Monumental. Las pibas de todas las divisiones del primario corrían atrás cantando “¡Holanda, la copa, se mira y no se toca!”
Tuve el impulso de ir corriendo atrás y desquitarme por lo que no había podido hacer el domingo frente a la Bolsa de Comercio. Ahí estaba mi oportunidad, en ese patio con piso de baldosas negras y blancas en el que pasé los momentos más libres de mi infancia.
Justo en el momento en que me iba sumar a la manada vi a dos de mis maestras apoyadas sobre la pared. Las vi cómo cruzaron miradas con una mezcla de tristeza y resignación. Pude sentirlo: tenían en la cara la misma expresión que mi viejo el día anterior. Entonces me apoyé en la pared, al lado de ellas, y me limité a mirar como mis compañeras seguían cantando hasta que sonó la campana. Claro, con los años comprendí el porqué del “No cantes, que no hay nada que festejar”.
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