El emperador francés Napoleón Bonaparte, considerado uno de los estrategas militares más brillantes de la historia fue, para algunos historiadores, un entusiasta “esclavista” decidido a ampliar el imperio colonial de su país, por lo que no escatimaba en la idea de que ese objetivo bien podría contener buena parte de África y hasta de América.
Ascendido a general en tiempo récord durante la Revolución Francesa –se dice que sus últimas jinetas fueron obtenidas a fuerza de imposición y no de acuerdo a lo que marcaba el escalafón militar de la época–, sus dotes de estratega, su particular visión sobre cómo debían ser entrenados los soldados y cómo debía organizarse la marcha en una batalla fueron decisivos para que los cuerpos de distintas armas se alinearan bajo su mando.
A partir de allí iniciaría una serie de reformas en el estamento militar que luego serían adoptadas por otros países europeos.
La empresa del “señor de la guerra”
No pocos historiadores coinciden en que Napoleón no descubrió nada nuevo en cuanto a estrategias sino que fue un gran conocedor de batallas europeas y de cada una extrajo aquellas tácticas que podrían serle útiles a sus propósitos, es decir, ganar todas las guerras.
Desde muy joven se aplicó a tales menesteres, entregado a un trabajo incesante con mapas y descripciones en libros de las grandes guerras –incluso la de la independencia de Estados Unidos– convirtiéndose en un gran compilador de batallas y dando sus propios fundamentos de por qué una contienda bélica había tenido determinado resultado.
“Lo que sé de la guerra lo aprendí en la primera batalla, la de los libros y los mapas”, decía Napoleón y aseguraba que lo fundamental para salir victorioso era procurarse un ejército lo más grande posible.
Cuando se lo comenzó a apodar como “señor de la guerra”, sobre todo entre los oficiales de su ejército, él respondía que el ejército era una empresa que buscaba abrir otras fronteras para ampliar su mercado y que para ello se necesitaban muchos soldados, cuantos más mejor.
De todos modos, la conformación de su conciencia de estratega quedaba cristalizada hasta en los uniformes, armas y el preciso detalle de las batallas que daría para ganar una guerra, que a veces duraban semanas al ir agregando escaramuzas a las que a veces describía como un poseso.
Una derrota trágica
En su biografía Napoleón Bonaparte, el historiador ruso Albert Manfred señala que quien luego sería nombrado emperador era un gran conocedor de todas las innovaciones de su tiempo pero al que solo algunas le resultaban prácticas para sus acciones de conquista, porque buscaba resultados inmediatos y se negaba a incorporar otras cuestiones que escaparan al diseño de su estrategia inicial.
Pero que en la guerra contra Rusia eso no había dado resultado y que el mismo Bonaparte lo reconoció poco antes de morir. “Fue uno de los más graves errores que cometí, fue fatal y con consecuencias trágicas”, dijo.
Cuando invadió Rusia, en 1812, Napoleón ya había conquistado la mayor parte de Europa, y tenía a su mando un ejército de 600 mil hombres, pero pese a lograr una victoria táctica en la batalla de Borodino, en una de las más sangrientas contiendas de las guerras napoleónicas –murieron un cuarto de millón de hombres–, la asonada terminaría en un fracaso, no solo por el frío inclemente sino por las dificultades del aprovisionamiento, lo que diezmó a las tropas, víctimas de diversas enfermedades y de una aguda desnutrición. Para él, un sagaz estratega de los pertrechos imprescindibles para soportar hasta las más arteras emboscadas, esta derrota resultaría trágica.
Un defensor ante la amenaza feudal
Antes, en 1805, Napoleón había vencido a Austria –en realidad, por segunda vez ya que también había resultado vencedor en la batalla de Marengo, que fue el inicio de las Guerras Napoleónicas y que le sirvió para proclamarse emperador–, cuyo ejército contaba con brigadas rusas. Fue en la batalla de Austerlitz –conocida como la batalla de “tres emperadores”– donde obtuvo su mayor victoria militar.
Años después de aquel resonante triunfo, una coalición de fuerzas aliadas lo derrotó en la batalla de Leipzig (1813), por lo que fue obligado a abdicar y a exiliarse en la isla de Elba. En 1815 regresaría nuevamente a Francia para armar un ejército formado casi en su totalidad por campesinos que, obnubilados con su figura de conquistador y estratega, veían en él un posible defensor contra cierta amenaza feudal que comenzaba a cernirse sobre el territorio galo.
El gran sueño colonial y un destino universal
Cuatro historiadores franceses, Marcel Dorigny, Bernard Gainot, Malick Ghachem y Frederic Regent coinciden en que el emperador francés actuaba sin afecto ni moral y permitió que en Francia se instale un régimen colonial y segregacionista, que su verdadero motor era la ampliación del imperio colonial y que no dudaba en que la esclavitud serviría también a sus fines de expansión.
“Tuvo un gran sueño colonial, tal vez alimentado por su creencia que tenía un destino universal basado en su genio militar, que podría servirle para sus ambiciones políticas y como herramienta para las conquistas”, apuntaron los académicos.
Un egocentrismo colosal lo hacía suponer que era el mejor en todo, lo que le valió para desarrollar una concepción centralizadora del poder. Desde el frente de batalla, rodeado de sus mariscales, era capaz supervisar el programa de la Comedia Francesa y de enviar órdenes de aprovisionamiento a sus residencias.
Napoleón comía con sus soldados tras las batallas, lo que le hizo ganarse una gran popularidad en un ejército en plena mutación, que había dejado de servir a un rey para ponerse al servicio de una nación fruto de la Revolución Francesa. Por esta razón, Francia contaba con más tropas que ningún otro país de Europa, una situación a la medida de sus ambiciones.
Los flancos débiles del emperador
Y, sobre todo, fue un estratega de gestos frente al pueblo francés. Vencedor de Austerlitz, se llevó los cañones enemigos y los fundió para levantar una columna en la plaza Vendôme en París, lo que fue festejado por varias semanas por el pueblo quienes sembraron la zona de ollas populares.
La oscura noche de Napoleón, tras la derrota en Rusia, vendría desde el lado de los británicos, que al tener claro que no podían enfrentarlo a campo abierto, habían intentado por todos los medios de llevarlo al terreno que mejor conocían: el mar.
Artillero de formación, Bonaparte nunca había dominado los rudimentos de la armada, pero tampoco supo cómo afrontar otros enemigos que no fueran un ejército regular, por eso no tuvo suerte con las guerrillas españolas o frente a la imprevisible helada rusa o las enfermedades.
Finalmente, el “gran” Napoleón Bonaparte, aunque no en el mar, sería vencido por los ingleses en la batalla de Waterloo y confinado a la isla de Santa Elena, donde moriría el 5 de mayo de 1821. Aún hoy, a 200 años de su muerte, es motivo de polémicas entre historiadores de todo el mundo que intentan desentrañar sus facetas para echar luz sobre una figura fundamental en el plano socio-político-militar en los albores de la edad contemporánea.