Aunque en el exterior la noticia copa los diarios, en México la población parece no mutarse ante los centenares de cadáveres hallados en decenas de fosas clandestinas de los estados de Tamaulipas y Durango. Hasta el jueves eran más de 400 los muertos desenterrados de los pozos, en lo que aparece como una nueva modalidad de los carteles del narcotráfico para deshacerse de sus víctimas. Ya son corrientes los episodios de personas disueltas en barriles de ácido y de cuerpos descuartizados con advertencias incluidas, pero no había antecedentes de violencia de esta magnitud.
De acuerdo con la Fiscalía General, la mayoría de las víctimas de Tamaulipas eran pasajeros de colectivos secuestrados por miembros del poderoso grupo de Los Zetas para extorsionarlos o reclutarlos –hasta el momento hay 74 detenidos por eso, incluidos policías e integrantes del gobierno–. Mientras tanto, en Durango aún se desconocían las causas de tales atrocidades.
Además del tráfico de estupefacientes, las bandas criminales lucran ahora con los inmigrantes que se dirigen a Estados Unidos. Para cumplir con su objetivo cuentan con la indispensable ayuda de las fuerzas de seguridad y, contradictoriamente, el respaldo de algunos de los empleados del Instituto Nacional de Migración. De acuerdo con las informaciones publicadas en el diario La Jornada, los funcionarios reciben más de 400 dólares por cada persona que entregan al grupo. Luego las opciones de las víctimas son dos: o colaboran con los narcos o son fusilados.
Esta modalidad tomó conocimiento público en agosto del año pasado, cuando más 72 personas fueron masacradas a tiros en el estado de San Fernando por sicarios. Las víctimas estaban ordenadas en fila contra una pared, maniatadas y sin sus objetos personales. El terror fue relatado en primera persona por un joven ecuatoriano de 18 años, Fredy Lala, quien luego de ser herido de bala logró hacerse pasar por muerto y huir, hasta que consiguió ayuda. “Nos dispararon a todos, pese a las súplicas y lamentos de algunos de los que estaban ahí”, contó poco después.
Su testimonio no es único, y hasta el momento ya son más de 120 los testigos que cotidianamente añaden información a estos casos. Sus declaraciones revelan una contaminación institucional a gran escala, que amenaza con alcanzar a hombres de alto rango.
Según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), desde 2006 se han registrado más de 5.000 denuncias de desapariciones forzadas, una cifra presumiblemente menor a la real, debido a que la mayoría de los casos nunca llega a la Justicia. Movilizados por la noticia, muchos familiares se acercaron al epicentro de los hechos a la espera que los análisis de ADN termine con su búsqueda.
En Tamaulipas hasta el momento sólo habían sido identificados una decena de cuerpos de 189, y en Durango el panorama era mucho más desalentador. De los 218 cadáveres, 111 volverán a la fosa común debido a que durante la exhumación se utilizaron maquinarias pesadas y los dejaron irreconocibles. “Hay pedacería de restos humanos, lo que hace muy difícil de establecer la identidad. Es un rompecabezas difícil de armar”, afirmaron desde la Procuraduría General de la República (PGR).
La violencia a causa del narcotráfico ya arrastra 37.000 muertes, no sólo de sicarios, políticos o fuerzas de seguridad corruptas. El derramamiento de sangre también alcanza a cualquiera que se cruce en el camino del narcotráfico.