Una interesante pintura de momentos criminales es la que surge en conjunto de la lectura de El crimen perfecto, la compilación de trece relatos que hizo el narrador y ensayista Álvaro Abós, en la que hace convivir y hasta dialogar a escritores argentinos muy distintos, de generaciones y prácticas literarias diferentes. En la obra de algunos de ellos el policial o el thriller suele ser una constante; en otros un ejercicio donde pueden combinar sus imaginarios habituales con una trama en la que el misterio y el crimen despliegan su seducción. Para muchos escritores, lo siniestro o la intriga que prepara el camino hacia la muerte del otro, la posibilidad de evitar cualquier castigo, incluida la inculpación, es una fuente de posibilidades narrativas. En este libro, Abós rehuyó el cuento –o el autor– que se inscribe en el llamado “policial negro” y prefirió relatos que adhieren circunstancialmente a todo aquello que depara la venganza, el odio, la humillación, la sumisión, los dislates de quienes ejercen un poder sin contemplaciones que luego, como efecto bumerán, puede aplastarlos con el peso de lo ominoso. De este modo, en «Chicho Grande» David Viñas, da cuenta del mítico mafioso oriundo de Rosario cuando “abre franquicias” de sus negocios en una Buenos Aires ya copada por otras bandas rivales. Las imágenes producidas remiten a un relato de gangsters contado por un participante directo que lo cuenta, a su vez, al propio narrador. Este relato abre el camino para otras piezas de sutil inventiva en las que las esferas doméstica y social están atravesadas por las pasiones. Los mecanismos de corrupción e impunidad; los del azar y el espionaje, los de las bajezas y el despojo van articulando relatos como el poderoso “Las hamacas voladoras”, de Miguel Briante; “Willy”, del rosarino Roger Pla, dueño de un estilo cautivante, un relato casi desconocido y vigoroso que orilla el policial sin declamarlo; el lúdico –y no por lo que de juego de azar se sustancia en su título y su devenir– “Cuestión de dados”, de Isaac Aisemberg, donde se hace explícita la fragilidad humana; el casi fantástico y perverso “Piedra libre”, de Beatriz Guido, en el que el crimen se parece más a una entelequia; el cinematográfico “El misterioso señor Q”, de Germán Rozenmacher, una pieza en el que puede leerse un clima a lo Ray Bradbury revisitado por Godard con una eximia dosificación del suspenso; el magnífico relato testimonial “La muñeca”, del propio Abós, en el que una polifonía de voces y miradas reconstruye parte de la vida y muerte de Lourdes Di Natale, una secretaria de las altas esferas del poder menemista con secretos inconfesables cuya verdadera causa de muerte –aparentemente por suicidio como figuró en los expedientes– nunca pudo ser aclarada, o, entre otros, “El carnicero”, un austero y punzante relato del también rosarino Osvaldo Aguirre sobre la reducción y el menosprecio que caldean ciertos ámbitos marginales y humildes. Un breve prólogo del compilador abre El crimen perfecto y lo cierran notas bibliográficas sobre los autores y una descripción de las fuentes donde fueron publicados originalmente cada uno de los relatos.
En lo que sigue, Alvaro Abós cuenta, entre otras cosas, cómo pensó esta compilación, qué implicaría un crimen perfecto y cómo funciona su fascinante atractivo.
—Ignoro si es por encargo, pero si no fuera así, y ya hizo algunas otras, ¿qué lo activa a armar una compilación?
—El crimen perfecto es una selección de cuentos argentinos sobre crímenes. No es antología porque no son los “mejores” sino algunos de los miles de cuentos que pueden recolectarse alrededor del tema. Esta selección, como otras que he publicado, son propuestas que hago a los editores. Buscar textos, ya sea que provengan de otros libros, o como algunos cuentos de El crimen perfecto, de antiguas revistas o agotadas compilaciones, y con ellos armar un nuevo libro, es una tarea grata. Es compartir mi placer de lector, mientras escribo mis propios libros.
—En una compilación de estas características es inevitable preguntar ¿cuál fue el criterio que guió la selección, donde conviven escritores más avezados junto a otros más nóveles y hace que los registros sean muy diferentes?
—El criterio fue elegir buenos cuentos que compartieron un eje temático. La diversidad del material –escritores de distintas generaciones y estilos– busca multiplicar el encanto del libro, que quiere ser regalo de un voraz lector de policiales (y de buenos cuentos) a cómplices lectores.
—¿Qué implica para usted el crimen perfecto?
—La expresión “crimen perfecto” es una construcción lingüística. En el prólogo digo: “Todo asesino ambiciona cometer el crimen perfecto. Como todo escritor ambiciona escribir un cuento perfecto”. El libro es un juego entre ambos conceptos: crimen/cuento perfecto. Como ser humano, la expresión “crimen perfecto” me resulta inaceptable: no puede adornarse con el adjetivo perfecto la privación del más grande don, la vida. Pero la literatura no se hace con buenos sentimientos. Se hace amasando ese pan amargo, el mal.
—Hay un relato poco revisitado como el “Misterioso señor Q”, de Rozenmacher, y puso también uno de los mejores relatos de Briante, “Las hamacas voladoras”; en el primero, decididamente absurdo, el crimen es perfecto, en el segundo, más que el crimen, lo que parece ser perfecto es la venganza…
—En algunos cuentos el crimen se comete al principio, en otros, como en el de Briante, al final. En otros, como en el de Beatriz Guido, el crimen parece no existir. Pero en una segunda lectura, más atenta, el crimen aparece como en una fotografía donde se entiende lo que pasó sólo al terminar de revelarla.
—La narrativa policial o criminal atraviesa todas las épocas, ¿qué diría que hace tan apasionante los relatos que exponen la posibilidad de un crimen perfecto?
—Narrar un crimen es el corazón de cualquier historia, desde que en las Escrituras se narró el primer minicuento policial: “Caín mató a Abel”. Nos apasiona el relato de un crimen porque uno de los grandes misterios de la vida es que exista alguien capaz de privar de la vida a otro.
—¿Está atento a la verosimilitud de los relatos por sobre cualquier otra cuestión?
Sí, pero ojo, se trata de la verosimilitud literaria. Lo que importa es que un cuento funcione como tal. Que hechice al lector.
—Su relato “El muñeco” fue publicado originalmente en 2015, ¿cuándo lo escribió teniendo en cuenta que la muerte de Lourdes Di Natale fue en 2003 y por qué ahora se llama “La muñeca”?
—Revisando mi cuento para incluirlo en El crimen perfecto me pareció que era mejor llamar “muñeca” al engendro (un cuerpo armado con estopa) que durante la reconstrucción de ese crimen fue arrojado por la ventana e, imitando el trayecto de la señora Di Natale, fue a caer exactamente igual que el cuerpo. Pero la pregunta me ha hecho reflexionar. Quizás en ese cambio se oculte algo más que una mejora de léxico. Quizás el cambio de género del engendro era necesario para remarcar lo que en definitiva fue el crimen de Lourdes: un (otro) femicidio argentino.
—En este relato, la polifonía de voces que va construyendo la vida y el momento de la muerte de esta mujer lo acerca a una crónica de non fiction, ¿le pareció que era lo más acertado para un relato de esta naturaleza?
—Se podría haber escrito de otra manera, pero lo mismo puede decir el autor de cualquier cuento. Todo puede contarse de una forma o de otra o de otra. En eso consiste el desafío de la literatura.