Pasada hace rato la etapa de cuarentena dura adoptada como política pública al inicio de la pandemia de covid-19 en la Argentina, con el objetivo de preparar el sistema sanitario para dar respuesta a las inevitables infecciones, las cifras de contagios y muertes de las últimas semanas en todo el país encienden la luz roja sobre lo que viene en un escenario de creciente liberación de actividades y movilidad, pese a algunos retrocesos. ¿Por qué, después de tanto esfuerzo celebrado por todo el mundo, autoridades y profesionales están obligados a advertir sobre un posible y cercano colapso de instalaciones y equipos de salud? ¿Qué falló y qué falla?
Daniel Feierstein, doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet, además de profesor en la Universidad de Tres de Febrero (Untref), ensayó una hipótesis apoyado en sus estudios de catástrofes a lo largo de la historia contemporánea. Sostiene que en ellas se produce un efecto social de negación y proyección de sus duras consecuencias humanas, porque el dolor de reconocerlas es casi insoportable. Entonces, hay espacios para las conductas autodestructivas. En la Argentina de hoy, los llamados públicos y las marchas contra las medidas sanitarias. Esos comportamientos, dice, son un blindaje contra los insistentes reclamos de mayor responsabilidad individual y social. Una crítica a los mensajes oficiales basados en una racionalidad que choca contra corazas emocionales. Feierstein formula su planteo desde una mirada que admite extraña a la que se escucha habitualmente, y que abreva en experiencias como el nazismo y la última dictadura en la Argentina.
Lo que sigue es el hilo que el investigador publicó en su cuenta de Twitter:
¿Por qué fracasan las estrategias para frenar los contagios en la Argentina? La respuesta tiene muchas variables, pero la fundamental no es médica sino sociológica.
Vale escuchar a los ministros de Salud de la ciudad de Buenos Aires, Fernán Quiroz, y de la Nación, Ginés González García, para tratar de comprender el razonamiento detrás de las medidas más allá de la grieta. Al hacerlo, se encuentra una lógica común a ambos, que constituye una presunción errada sobre el comportamiento social.
Veámoslo.
El razonamiento es el siguiente: la gente no se banca más la cuarentena y la incumple igual. Por lo tanto, lo que debemos hacer para contener la ola de contagios es autorizar lo que de hecho ya se hace, pero solicitando que se cuide y apelando a la «responsabilidad ciudadana».
La premisa no es del todo incorrecta. La vuelta a fase 1 en julio (en territorio porteño) demostró (siguiendo la curva de contagios) que efectivamente muchos no la cumplieron y que insistir por el camino de la prohibición no permitiría resultados positivos sin una inviable e inadmisible represión.
Sin querer ponerme muy técnico, podríamos decir que lo que suponen los médicos sobre el comportamiento social en pandemia es lo que Max Weber llama «acción racional con arreglo a fines»: muchos calculan que el riesgo de contagiarse es preferible al de quedarse sin otras actividades.
Aunque eso podría sonar plausible –no sensato– para quien necesita trabajar, porque podría verse sometido al hambre o a la pérdida de bienes, en modo alguno explica el caso de quien sale a tomar una birra, hace el asadito con los amigos o visita a la tía, foco principal de los contagios.
El problema de fondo no es ése, sino que la población en una catástrofe no actúa según esa racionalidad ajustada a fines sino que se ve atravesada por acciones afectivas (tercer tipo en Weber) vinculadas a mecanismos de defensa psíquica como la negación y la proyección.
Eso explica también el odio en las respuestas anticuarentena. Por ejemplo: en casos en que sobrevivientes del genocidio nazi lograron escapar de la deportación, fueron golpeados y acusados de mentirosos en los pueblos donde intentaban contar lo que sabían o habían vivido.
Es desgarrador leer los testimonios, pero con una mirada más humana resulta comprensible: ¿quién podía aceptar que el destino de toda su aldea sería ser deportado y aniquilado en cámaras de gas? El enojo y el terror se proyectaban en el emisario, porque la verdad era inaceptable.
Del mismo modo, podemos entender cómo fue que en la Argentina, en 1978, muchos argentinos respondieran a las denuncias de desapariciones forzadas de personas sumándose a la propaganda oficial que las catalogaba como «campana antiargentina» y «mentiras internacionales».
Los dirigentes políticos se encuentran así en un dilema: deben decirle a la población lo que no quiere escuchar y se arriesgan a ser el foco del odio y la proyección, con lo que implica en pérdida de imagen y votos y el correlato de costo político.
Psicópatas como (el presidente estadounidense Donald) Trump o (su par brasileño Jair) Bolsonaro directamente se transforman en la fuente del proceso de negación: «Es una mentira demócrata», en el caso del primero, «Es una gripecinha», en el de su émulo del sur, entre otros tantos delirios.
Aquí los intensivistas nos gritan (como los sobrevivientes) que ya no pueden más, que no tienen cómo contener el nivel de casos diarios, pero les responden con el R de 1,0 –factor de contagio–, con la creencia mágica en que «ya llega el pico» o con la desesperanza de «no podemos hacer otra cosa».
Nada aporta suponer mala intención. No creo que nadie quiera que mueran argentinos. No sirve echarle la culpa a un político, al otro o a la población. Simplemente, no estamos comprendiendo lo que pasa, cuanto menos a nivel de los comportamientos sociales.
¿Por qué bajó el pico en Italia o España? El investigador del Conicet Roberto Etchenique lo identificó con precisión. Es la «inmunidad de cagazo»: el miedo de la gente pudo vencer al mecanismo de negación. Pero eso tampoco es permanente ni automático y los rebrotes lo demuestran.
La negación es persistente.
Y una forma de negación actual es pensar «tranquis, como en España bajó pero tienen un tanto por ciento de infectados, debe ser que el tanto por ciento es la inmunidad de rebaño, y apenas lleguemos a ese número va a bajar».
Ni aquí ni allí funciona así…
Les pido que vean los mensajes oficiales y los medios en esos países en ese tiempo. Alcaldes gritándole a la población que ya no sabían qué más hacer y que si no se quedaban de una buena vez en sus casas perderían a sus seres queridos.
Contrasten eso con los mensajes oficiales argentinos: «Estamos bien, la situación está controlada, ya pasamos lo peor, la semana que viene baja, el sistema de salud va a resistir, no habrá colapso, esto nos permite dar un nuevo paso». Ratificaciones de los sistemas de negación.
Agregar «No dejemos de cuidarnos» produce cero efecto ante lo previo. Esa parte ya no se escucha. Quienes saben nos informan que las cosas están mejor y abren actividades. Por lo tanto, incluso quienes no sucumbían a la negación lo hacen: «el intensivista debe ser un exagerado».
No estoy llamando a reproducir los gritos españoles e italianos, pero sí a comprender que nuestros principales enemigos son la negación y la proyección, como en toda catástrofe. Y que eso no se resuelve ni con camas ni con respiradores.