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“Neva”: con la excusa de Chéjov, un viaje al fondo más oscuro del mundo del teatro

La magistral pieza escrita por el chileno Guillermo Calderón tiene una atinada versión local que se presenta en La Orilla infinita, con dirección y puesta en escena de Gabriel Romanelli, y las actuaciones Claudia Capella, Nora Silva y Rodrigo Frías

Con los ecos de Chéjov, con la majestuosidad de su frondoso imaginario desbordado de personajes anhelantes aunque simples, cercanos y humanos en sus pretensiones y percepciones, en un entramado donde la realidad histórica y la ficción teatral tejen una trama tan poderosa como inquietante y filosa, un equipo rosarino comandado desde la dirección por el debutante en ese rol Gabriel Romanelli, presenta por estos días en La Orilla Infinita una atinada versión de Neva, la formidable pieza escrita y estrenada por el dramaturgo y director chileno Guillermo Calderón hace poco más de una década al frente de la compañía Teatro en el Blanco con la que recorrió los más importantes festivales del mundo.

Neva, como el río del mismo nombre, es un drama con algún atisbo irónico que podría entenderse como comedia, que transcurre en San Petersburgo, durante la tarde del domingo 9 de enero de 1905, en el temerario invierno boreal donde todo parece helarse y detenerse, mientras las tropas reprimen a los obreros que se manifiestan en las calles para mejorar sus condiciones de vida. Allí, dos actrices y un actor tratan de ensayar una nueva obra que es muchas obras en sí misma, con el fantasma de Chéjov latente dado que murió hace apenas seis meses, el 15 de julio de 1904, y donde todo, hasta el mismo sentido del teatro, parece estar en discusión en ese viaje a las profundidades.

En la trama de Neva, la viuda de Chejov, Olga Knipper (Claudia Capella), referencial actriz del Teatro de Artes de Moscú que dirigía por entonces Konstantin Stanislavky, se encuentra con dos actores más jóvenes, Masha (Nora Silva) y Aleko (Rodrigo Frías). Él de origen burgués y novel en el teatro, y ella una actriz de teatro involucrada en cuestiones sociales. Es decir: Calderón pone allí a tres representantes de ese debate social y político que se está dando en las calles, por entonces teñidas de rojo por la sangre derramada.

El ensayo se frustra, como tantas otras cosas, como el arte mismo, en la Rusia del Zar Nicolás II o en la Argentina de este presente con una derecha más a la derecha que la tradicional que está dispuesta a ocupar el sillón de Rivadavia.

A estos actores, el frío los lleva a beber y a decir, y en el decir de ese ensayo imposible se habilitan una serie de diálogos tan jugosos como polémicos donde la problemática del siempre complejo fenómeno teatral da lugar a la contingencia política: teatro y política son en Neva un par dialéctico marcado por la sutileza, la belleza y la ironía de las palabras, donde no faltan las feroces miradas acerca de los egos, el paso del tiempo, la idea del personaje soñado que pareciera que nunca va a llegar y un camino a la tragedia que no tiene retorno, porque Neva es, ante todo, un viaje al fondo más oscuro del mundo del teatro.

En esa crítica satírica al arte escénico, al mundo de los actores, a la falta de autocrítica en el arte contemporáneo, al “ombliguismo” que lo caracteriza, y a cierto vacío de sentido que ya se preanunciaba hace un siglo atrás aparece lo más interesante de este material que encuentra en su versión local un trabajo donde la minuciosidad y la atención en los detalles (acaso la clave del teatro, el lugar por el que hay que ir) son sus signos más potentes, con pasajes donde los tres intérpretes, cada uno a su tiempo, logra alcanzar una verdad escénica que trasciende el mero texto, muy complejo en su esencia, para abordar la idea de totalidad y conexión que requieren cada uno de estos personajes en sí mismos y con los demás.

Los actores están en un piso a partir del cual sumarán instancias que beneficiarán esos detalles que hacen a un todo pero, al mismo tiempo, los tres transitan un logrado e igualitario registro de actuación que juega con lo declamado de la época sin caer en la tentación de lo paródico, a partir de un atento trabajo desde la dirección.

Esta versión de Neva (las comparaciones, siempre odiosas, se vuelven inevitables), lejos de intentar como la original estar en cierto modo desafectada de todo artilugio teatral y al mismo tiempo de una teatralidad feroz cimentada sólo en la actuación, toma como primera e inteligente decisión homenajear al teatro, no renegar de él más allá de la crítica, y se vale de sus elementos basales como son, obviamente, la actuación puesta a punto frente a un texto desafiante, del mismo modo que edifica a esos personajes a partir de un cuidadísimo trabajo formal desde el vestuario, peinados y maquillaje, en un deslumbrante trabajo de diseño de Ramiro Sorrequieta que siempre parece superarse a sí mismo, con realización de vestuario de Cristian Ayala. Y a todo eso lo completa con un dispositivo escénico de una belleza infrecuente, con diseño y realización de escenografía de Lucía Palma y Rodrigo Frías.

Se trata de un pequeño escenario elevado que al mismo tiempo es homenaje y parodia, como un ring, con unos mínimos objetos escénicos de usos múltiples, de igual modo una bella metáfora de lo que el teatro representaba para Chéjov, algo elevado, iluminado como antaño con una línea de candilejas que hacen gala de su encanto, de lo tenue, de lo sepia, de un calor necesario, y que proponen no sólo la única luz de escena sino, y por fuera de ese pequeño espacio, otro más grandilocuente y casi fantasmal que se proyecta desde los cuerpos y juega con la rugosidad de las paredes de ladrillo de la sala, abriendo allí un peldaño más en otra de las tantas capas de lecturas acerca de esos cuerpos en el encierro buscando liberarse.

Es la luz, una propuesta del propio director, una de las claves de esta versión de Neva: hay un diálogo constante entre el texto dramático y el fenómeno que genera ese dispositivo lumínico, bello y cálido, que por momentos forma y deforma los rostros de los personajes transformando sus caras, sus rasgos, en máscaras perturbadoras.

La obra, que rondó en el imaginario del director (como de gran parte de la comunidad artística local y nacional) desde el momento en el que la vio en su paso por Rosario en 2009, se vuelve un desafío en el sentido de que el piso quedó muy alto a partir de la inolvidable versión original de Teatro en el Blanco, que además implicó el despegue de su autor como director.

Pero además, ese texto en esta puesta adquiere una vigencia inusitada frente a los debates del presente. Hay una serie de aparentes vacíos de sentido que se llenan de palabras, que habilitan un lugar para ese debate imprescindible, la conciencia real de esos seres perdidos, sin maestro a la vista (quizás por eso necesitan recrear su muerte una y otra vez), sin patriarca, donde la música para piano compuesta especialmente por Santiago Pozzi (que deja con ganas de más tiempo de escucha), potencia un clima que va del dolor a la nostalgia y de allí al deseo, la congoja y el hastío, y donde, precisamente, muchos de los pasajes más o menos conocidos de las obras de Chéjov, de su inabarcable mundo donde hace mella la matriz del naturalismo moderno, se vuelven presencia y ficción.

“Neva” en versión rosarina: una gran oportunidad para redescubrir el vasto universo chejoviano  

Pero si hasta allí el sentido de volver sobre esta obra está más que justificado, todo cierra aún más alto y mejor con el monólogo final en el que Masha, no casualmente de igual nombre que una de Las tres hermanas, se confiesa, donde deja de lado cierto coqueteo con la ficción para, vaya paradoja en este presente, anhelar ser hombre, ser «otre», ser más, ser dueña y tener un poder que desconoce. En un momento, Masha le dice a Olga (del mismo nombre que otra de Las tres hermanas), en cierto modo y por varios motivos su gran antagonista, dejando muda a la platea: “Afuera la gente se está muriendo de hambre en la calle y vos querés hacer una obra de teatro; la historia pasa como un fantasma, va haber una revolución. Quién puede ser tan imbécil para encerrarse en una sala de teatro para sufrir por amor y por la muerte. Me da vergüenza ser actriz; es tan egoísta, es una trampa burguesa, un basurero”.

Para agendar

Neva, de Guillermo Calderón, por La Sanata Equipo Escénico, se puede ver los viernes de septiembre, a las 21, en La Orilla Infinita (Colón 2148). Las entradas generales tienen un costo de 2 mil pesos. Las anticipadas se pueden comprar en https://laorillainfinita.com.ar/productos/neva/. IG – @nevateatro

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