Por Noelia Figueroa*
Este artículo fue publicado en 2018 el libro «La cuarta ola feminista», editado por Oleada y Mala Junta
Quienes formamos parte de colectivos feministas, organizaciones, áreas de género de sindicatos, dispositivos de acompañamiento; quienes participamos de las gestas colectivas y le ponemos el cuerpo hace años a esta lucha por transformarlo todo; sabemos que estamos viviendo un momento político histórico y sin precedentes para los feminismos en nuestro país y en la región. Nos interesa aquí compartir algunos análisis y problematizar la lucha contra todas las formas de violencia machista, que se visibilizó con fuerza en el grito de “Ni Una Menos”, pero que está sostenida por una genealogía de décadas de lucha, para centrarnos en los desafíos y proyecciones a futuro.
Para comenzar, es importante señalar que estamos inmersas en la construcción de un movimiento claramente contra-hegemónico, que avanza en pasos certeros en el cuestionamiento cotidiano de lo que hasta ayer resultaba natural. Es un proceso político que disputa sentidos. Somos parte de una revolución feminista en marcha a nivel mundial y Argentina es punto de referencia y usina de ideas en el marco de este proceso.
El punto de referencia más claro y evidente es la primera movilización convocada bajo la consigna “#NiUnaMenos” (NUM) en 2015, tras el femicidio en la provincia de Santa Fe de la adolescente Chiara Páez. Este acontecimiento político, que irrumpe con fuerza en la escena pública a nivel nacional, tuvo una cuota de espontaneidad ante la desesperación, pero también fue posible gracias a décadas de lucha y organización del movimiento de mujeres y a las redes que ya teníamos. Sin dudas, para muchas generaciones de feministas argentinxs, hay un antes y un después del primer NUM. Pero también hay años de experiencia organizada, paciente, insistente, que lo acogieron.
La lucha contra la violencia machista en Argentina tiene un recorrido largo y muy importante: desde principios del siglo XX existieron agrupamientos dentro de los espacios políticos revolucionarios que cuestionaron la desigualdad y las diferentes formas de discriminación y violencia. Es una batalla que cobra relevancia en los años 80, con un hito público como fue el femicidio de Alicia Muñiz en las manos del afamado Carlos Monzón. Nuestras compañeras históricas, las que nos anteceden en el movimiento, pelearon mucho por instalar la idea de que eso que sucedió allí no era algo normal, ni de índole privada, ni resultaba de conflictos que deben permanecer en el plano íntimo, sino que responde a un entramado social de dominación y violencias que es norma.
Los antecedentes de la lucha contra las violencias machistas son fáciles de rastrear en el reclamo de cada Encuentro Nacional de Mujeres (ENM), que desde 1986 y durante 33 años, reunió a miles de mujeres e identidades feminizadas de todas las edades, clases sociales, etnias y orientaciones sexuales, para denunciar los abusos, la violencia en sus distintas modalidades y manifestaciones. Históricamente, los talleres sobre violencia de distintos tipos fueron de los más concurridos en los ENM, y constituyeron el espacio donde nos encontramos compartiendo experiencias de distinta índole, muy fuertes y conmovedoras. Esos espacios de autoconciencia, de escucha y resonancia, nos siguen enfrentando con una realidad: la violencia machista no es algo que sufrimos algunas pocas, dependiendo de nuestro recorrido, de nuestras elecciones, de la familia en que nacimos o la pareja que construimos, sino que es un fenómeno social que atraviesa todos los espacios de la vida en comunidad.
Por eso, el 3 de junio de 2015, el entramado de ese grito masivo (defensivo) ante los femicidios con una historia de luchas de tantos años, generó las condiciones de posibilidad para la construcción de un movimiento social enorme, polifacético, lleno de complejidad, que está atravesando a toda la sociedad y cuestionando sus pilares. Un movimiento que fue capaz, en sólo 3 años, de desplazarse de una serie de reclamos centrados en los femicidios y las violencias machistas más evidentes, a un paro nacional y dos paros internacionales, dando lugar así a una agenda feminista que hoy se propone discutirlo todo: la economía de cuidados, la política, la forma de los vínculos sexo-afectivos, la educación, las características de los espacios donde habitamos, entre otras cosas
¿Cómo ocurrió tan rápidamente esta transformación hacia una mirada amplia de la sociedad por parte de los feminismos? Porque basadas en muchos años de acompañamientos, de dispositivos que funcionaron algunos mejor que otros, de reclamar políticas públicas y legislaciones que puedan estar a la altura de la magnitud de la problemática que señalamos, muchas de las feministas argentinas aprendimos que la violencia machista no se resuelve en el caso a caso, ni mejorando solamente las políticas de atención, ni tampoco aumentando las penas a los femicidas.
¿Por qué no se resuelve así? Porque vivimos dentro de un sistema social complejo, llamado patriarcado, donde todo lo vinculado a lo femenino está subordinado a lo masculino y donde el sistema de vínculos se organiza jerárquicamente. La violencia machista es el mecanismo que sostiene en última instancia a todo ese sistema patriarcal, a ese ordenamiento general de los vínculos entre las personas. La violencia machista más visible y evidente es la más cruenta: los golpes, las violaciones o los femicidios[1]. Pero estas situaciones extremas son sólo la punta de un iceberg enorme. Una vez que empezamos a dimensionar la magnitud de este fenómeno, no podemos creer que las violencias machistas tengan tantas maneras y que las tengamos tan naturalizadas.
La violencia machista es el mecanismo básico, estructural, que permite defender y sostener un sistema de dominación social basado en la desigualdad, como es el patriarcado. La violencia machista en sus distintas formas es el reaseguro que permite que los varones sigan apropiándose de nuestros cuerpos, de nuestro tiempo de trabajo, del producto de nuestros cuerpos, de nuestras vidas. Es a la vez la amenaza que pende sobre nuestras cabezas si nos corremos de los libretos establecidos para nuestro género y la garantía de que las cosas deben seguir funcionando tal como las aprendimos.
Hace mucho que sabemos que la violencia machista no es algo aislado, casual, ni algo que afecta a ciertas mujeres con algunas características específicas. No existe un estereotipo de “víctima”, ni tampoco de agresor. Toda la vida de las mujeres y de las identidades feminizadas está atravesada por un continuado de violencias, desde que somos muy chicas y no nos dejan jugar a ciertos deportes, nos obligan a vestirnos de cierta manera, a ser respetuosas, a hablar bajo y ocupar poco espacio. La violencia machista es la amenaza permanente que cualquier mujer o identidad disidente vive si se sale de la norma: si camina de noche, si se pone tal o cual ropa, si invita a su casa a un varón, si se emborracha, si hace dedo en la ruta, si desafía los celos posesivos del marido, si asciende rápido en el trabajo, si empieza a sobresalir en su espacio político. La violencia habita en la exclusión, en el exilio permanente en que vivimos: desde que nacemos y nos excluyen hasta del lenguaje, cuando los genéricos se nombran todos en masculino. Hasta hace pocos años, nos excluían también del sistema político, y era imposible contar con nuestro propio patrimonio. En Argentina, hasta hace 70 años nosotras no podíamos votar; y hace 40 años no nos podíamos divorciar aunque nos cagaran a palos. Así las cosas, podemos decir que la violencia machista es esa amenaza, pero también un recurso corriente y al alcance de la mano para quienes defienden el patriarcado porque son sus principales privilegiados.
Es necesario entender que las condiciones de desigualdad que permiten que la violencia crezca son muy complejas. Esas condiciones son las que tenemos que transformar, tarea para nada fácil, sobre todo en tiempos de ajuste, empobrecimiento y recorte de las políticas públicas como los que vivimos. Porque la violencia machista no se mide solamente en cantidad de golpes, en las formas de hostigamiento que siguen habitando en cada lugar de trabajo, en el nivel de acoso callejero (mal llamado piropos). Se mide también en cifras que son las de la economía, y sobre todo en la cantidad de horas que varones y mujeres destinamos a los trabajos de cuidado.
En nuestro país las mujeres realizan la mayor parte del trabajo reproductivo en los hogares, dedicando casi cuatro horas diarias más que los varones a las mismas. Por trabajo reproductivo se entienden las tareas domésticas asociadas al sostenimiento del hogar (lavar, cocinar, planchar, las tareas de cuidado de lxs hijxs, parientes enfermxs, adultxs mayores y la propia pareja). En Argentina, según la Encuesta sobre Trabajo No Remunerado y Uso del Tiempo del INDEC, en promedio, las mujeres destinamos cerca de 6 horas diarias al trabajo reproductivo, mientras que los varones destinan sólo 2 horas por día a las mismas tareas.
A esa desigualdad en el trabajo reproductivo, en la esfera de los cuidados, tenemos que sumarle las desigualdades en la inserción en el mercado laboral formal, donde nos desempeñamos mayormente en profesiones asociadas también al cuidado. Somos las docentes, enfermeras, cuidadoras, trabajadoras domésticas, haciendo lo que nadie quiere hacer, sosteniendo los trabajos menos jerarquizados socialmente y cobrando muy poco por ese tipo de trabajo. Seguimos sin acceder a los mejores segmentos laborales, ni a los puestos de trabajo más reconocidos y mejor remunerados. Pero además, somos las que nos hacemos cargo de nuestros hogares y por eso sentimos con tanta fuerza las políticas de ajuste y la recesión. En 2018, según un informe del CEPA de marzo de este año, el 27% de los hogares argentinos con menores son monoparentales (es decir, tiene sólo unx de los progenitores a cargo). Dentro de ese altísimo porcentaje, el 83% de esos hogares tiene jefatura femenina. Hablamos aquí de un sistema de cuidados que se basa en el trabajo gratuito de las mujeres, que debemos encargarnos de hijxs y ancianxs por amor y sin chistar. Hablamos de la división sexual del trabajo, que es la forma en que estas injusticias se continúan en el tiempo, y sin demasiado cuestionamiento.
Desde el año 2009 en Argentina contamos con una ley de avanzada, la 26.485, que nombra y visibiliza esas diferentes formas de violencia y dimensiones. Sin embargo no hay presupuesto real para su implementación, ni se han generado las condiciones para que esa ley se cumpla. Y aquí nos enfrentamos con otro problema concreto que se nos aparece cuando trabajamos enfrentando las violencias machistas. En las grandes ciudades de nuestro país, quienes deciden denunciar la violencia para ponerle fin, se encuentran con el pésimo rol que el Estado cumple cuando interviene. La política de atención frente a consultas y denuncias la mayoría de las veces es deficitaria, está desorganizada y, sobre todo, llega tarde, ingresando tristemente en lo que se ha llamado la “ruta crítica de la violencia”: ninguna institución ni dispositivo estatal se hace cargo de acompañar a las mujeres de manera integral y, por tanto, pueden llegar a tener que repetir su historia, a exponerse, a buscar respuesta en diferentes dependencias y niveles (en la Justicia, en desarrollo social, en las áreas creadas a tal fin) sin recibir un tratamiento pertinente y finalmente, desistiendo del camino emprendido. Por eso hace años exigimos patrocinio jurídico gratuito, que nunca se implementó, presupuesto para planes sociales específicos de inserción laboral (muchas veces, la dependencia económica es el factor determinante que hace que muchas mujeres con hijxs no puedan dejar de vivir con su agresor, y no el enamoramiento, ni la culpa, ni el miedo a abandonarlo), equipos de admisión y atención con abordajes interdisciplinarios con profesionales que no estén precarizados y sobreexplotados. Pero como ya dijimos antes, no podemos concentrarnos solo en la atención, ni en el caso a caso. Tampoco podemos cifrar nuestras esperanzas en la justicia penal, que también llega tarde y que está estructurada de manera absolutamente patriarcal. En nuestro reclamo a las instituciones, necesitamos trabajar en una idea general, que está prevista en nuestra ley 26.485 y es la idea de protección integral.
¿Qué significa protección integral en este contexto? Significa que el Estado debe combatir la desigualdad económica, la falta de oportunidades de empleo, el trabajo no remunerado del cuidado, visibilizar la discriminación en todos los ámbitos, cuestionar que haya trabajos para varones y otros para mujeres. Significa también construir otras formas de educación, basadas en la Educación Sexual Integral, a la que debemos defender frente a los embates de los fundamentalismos religiosos, al mismo tiempo que la perfeccionamos como herramienta.
Construir miradas y abordajes integrales significa abocarnos a la prevención como forma de sensibilización para combatir sentidos comunes y prejuicios. Quiere decir que cada club de barrio, cada centro vecinal, cada centro de salud, tenga sus dispositivos de detección, diagnóstico, atención de las violencias. También implica mejorar las herramientas actuales con las que contamos en cada espacio social para prevenir y erradicar la violencia machista. Significa que los varones empiecen a registrar sus comportamientos violentos y a cortar con eso, marcando los límites entre ellos, traicionando los mandatos con los que fueron socializados. Significa que dejemos de criar princesas sin fuerza y obsesionadas con patrones de belleza que son mentirosos y por tanto, también violentos, que las pautas de consumo cultural que circulan dejen de ser gordofóbicas, racistas y misóginas. Significa que no tengamos que estar constantemente alertas para que no nos violen, no nos peguen o no nos maten, solo por ser mujeres. Que no dependa de nosotras sobrevivir, sino que el mundo entero cambie para que podamos estar vivas y además libres.
Para dar lugar a todo eso, es necesario pensar en dispositivos complejos que permitan el abordaje de cada caso con su singularidad, inscripto en una historia personal, atravesada por configuraciones específicas en relación a la clase, raza, orientación sexual o edad, pero que generen movimientos que a la vez se centren en la idea de lo comunitario. Es urgente que los feminismos apostemos a valorizar y jerarquizar los vínculos de afecto, cercanía, las maneras de contención, los ensayos de crianza de infancias libres, los espacios de cuidado a los que podemos remitirnos para combatir la violencia. Los feminismos en la actualidad constituyen una propuesta política, civilizatoria, de proyección de un mundo radicalmente diferente. Por eso mismo tenemos que estar alertas para no crearnos nuestras propias trampas cuando de combatir las violencias se trata.
Toda la coyuntura abierta por el debate sobre interrupción voluntaria del embarazo nos mostró cuán alejadas están las instituciones de nuestras necesidades y reclamos. Pero también visibilizó las fuertes resistencias que parte de la sociedad tiene a que podamos vivir y decidir en libertad. Los sectores conservadores que se oponen a nuestros avances en gran parte representan una política que pretende sostenernos en nuestras actuales cadenas, o incluso, hacernos retroceder. El neoliberalismo patriarcal es un proyecto cargado de muerte y de violencias de todo tipo, y a nosotras nos toca hoy hacerle frente con la fortaleza que tenemos, revisando críticamente las armas con las que contamos.
*Noelia Figueroa es Licenciada en Ciencia Política (UNR) y Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Integra el Centro de Investigaciones Feministas y Estudios de Género de la UNR. Es militante de la colectiva Mala Junta- Poder Feminista. Estuvo a cargo del dispositivo de atención del Protocolo para situaciones de violencia de género en la Facultad de Ciencia Política y RRII de UNR durante el periodo 2014-2019 y fue Secretaria de Género y Sexualidades de la misma Facultad.
El libro La cuarta ola feminista puede leerse y descargarse completo en este link