Las imágenes se van sucediendo una tras otra. Primero cuando tímidamente me acerco al kiosko de diarios y revistas de la esquina de mi casa y pido permiso para hojear alguna de estas últimas. Al dueño del negocio lo conocían por Don Martín pero a mí me gustaba llamarlo Martín a secas y ya lo hice desde las acercadas iniciales.
El hombre, al que le faltaba un brazo que había perdido en un accidente, me miraba algo desconcertado al principio porque seguramente eso no pasaba a menudo; a la cuarta o quinta vez que sucedía, en más o menos una semana, me dijo que era un poco caradura, pero me lo dijo con una media sonrisa, lo cual me tranquilizó porque no hubiera soportado que me impidiera seguir leyendo fragmentariamente algunas de las revistas de historietas que, junto a las de música –de rock, pop, jazz–, comenzaban a ser una parte importante de mi alimento diario.
Pasado un tiempo, el espacio que ocupaba entre la vuelta del colegio y el aviso de mi madre de que el almuerzo estaba listo –caminaba unos pasos hasta el kiosko y me llamaba, pues mi casa estaba a unos pocos metros– fue el de la voraz lectura de El Tony y D’artagnan y sobre todo de la irresistible “Nippur de Lagash”, apoyado en una suerte de mostrador donde se esparcían las revistas.
Ambas de la editorial Columba, eran como un perfecto aperitivo para surfear el resto del día; el tiempo que pasaba allí me resultaba exiguo y apenas podía terminar de leer entera alguna que otra historieta en los álbumes que resultaban esas revistas, y, a veces, incluso me quedaba sin terminar la que tenía entre manos porque un inoportuno vecino que pasaría la siesta leyendo, me arrebataba el último ejemplar que quedaba.
El hábito fue creciendo y haciendo al monje. Porque algo de ascetismo y sacrificio debía haber en mi forma de quedarme parado inmóvil leyendo durante más de media hora. Los escasos 40 minutos iniciales se hicieron 50 y hasta una hora, toda vez que mi padre solía demorar en su regreso y esos minutos significaban que podía leer más de una historieta –repetía entonces la nueva entrega de Nippur hasta no perderme detalle– . Me había ganado la confianza de Martín, que a veces me dejaba a cargo del kiosko mientras él entraba al baño en el fondo de su casa, y otras, ya cansado de preguntarme si algún día no iba a comprar un ejemplar, me dejaba llevar uno a casa con tal de que se lo regrese a la tardecita de ese mismo día, que era el jueves, que ya tenía un aroma especial para mí, el de las páginas flamantes del D’artagnan que hacía correr con la punta de mis dedos acercándomelas a la nariz para olfatear su olor a imprenta.
Y allí ya toqué el cielo con las manos, sobre todo porque tenía a «Nippur de Lagash» para sumergirme en esas fantásticas historias ocurridas en ese pasado remoto que me atraía poderosamente, esos relatos en tierras exóticas y deslumbrantes que escribía alguien llamado Robin Wood y dibujaba –con trazos que se me revelaban duros y atinados para el personaje– Lucho Olivera. Los sucesivos olvidos de devolver “el D’artagnan” me impidieron volver a manguear ese tesoro ilustrado pero los viejos ejemplares que guardaba y releía y los que podía canjear en librerías de usados –donde había revistas y no solo libros– serían suficientes para rendirle mi incondicionalidad.
Un héroe demasiado humano
Nippur de Lagash, el personaje, fue una parte importante de esos años juveniles porque estaba dotado de una humildad a toda prueba, un sentido de la entereza inusual y además no quería saber nada con hacerse dueño de alguna forma de poder; sus aventuras eran desinteresadas, sólo faltaba una situación injusta para que él interviniese en esos tiempos violentos donde la rudeza y la destreza con la espada eran las herramientas principales para mitigar los desequilibrios de la época.
Y además Nippur era demasiado humano, algo que estaba lejos de otros héroes venidos de Estados Unidos, que contaban con súperpoderes o se escudaban tras una estrella de sheriff; nadie podía desentenderse de las tribulaciones de Nippur porque de algún modo las hacía propias, tal era el tono casi existencial que desplegaba Robin Wood en los textos de las viñetas –ese preguntarse de forma directa por qué pasaba lo que pasaba– y uno volvía a leer el globito y miraba el rostro pétreo de Nippur y entendía de qué iba la cosa.
Las reflexiones de Nippur en su vida errante solían tener cierta expectativa para lo que le deparara el destino y se consustanciaba hasta con la vida nómade del gaucho argentino. Se había largado al camino luego de una traición en un contexto de sangre y violencia. Las figuras que surgían desde el horizonte podían ser amigos o enemigos y Nippur blandía ya su espada porque se reconocía un guerrero que debía seguir un derrotero y esperaba alerta hasta divisar el semblante del viajero con el que se cruzaría.
Y maestro como era con su arma, no había artillería sofisticada que pudiera con él, era tanta su temeridad que a cada lance el filo de su espada dibujaba heridas imposibles. Hasta fue esclavo encadenado en una barca a remos, se quejaba del sol horadando su cabeza y de la sal marina que agrietaba su piel reseca. Más de una delicada criatura se había rendido a su seductora mirada emparchada –había perdido un ojo en una cruenta batalla en una perdida ciudad de Sumeria– y a su recia impostura.
La popularidad de “Nippur de Lagash” consistió fundamentalmente en no apartarse del relato de fórmula y en cómo apuntaba la conducta y los valores de los personajes, las relaciones, el modo de hablar, simple y directo en una época de guerras y muerte, arbitrariedades, injusticias, donde la vida tenía un valor relativo y a muchos no se les escapaba de que así podía ser la existencia de cualquier lector.
Un guionista de grandes éxitos
Wood fue un guionista prolífico y alguna vez se ufanó de escribir todos los días el material para más de diez páginas de historieta. Se fue volviendo cada vez más respetado por colegas prestigiosos aunque nunca se apartó del tono popular que imprimió a todas sus historias, protagonizadas por Gilgamesh el inmortal –quien caminó junto a Nippur–, Dennis Martin, Pepe Sánchez, Dago, Savarese, entre otras. Claro está que la editorial Columba publicó en años duros, años de sucesivas dictaduras militares –si se exceptúa la “primavera camaporista”– y su postura fue siempre conservadora y apegada a los valores cristianos de Occidente, con el culto a los héroes que jugaban de ese lado de la cancha –hasta corría el rumor que un coronel del ejército supervisaba las publicaciones–, pero Wood se las ingenió bien para sortear algunos de esos diques y sostuvo una fluida relación a través del tiempo durante el que publicó sus grandes éxitos.
La historieta que leían los peones
En su visita a la Crack, Bang, Boom rosarina en 2012, Wood contó la relación previa con su dibujante, sus largas caminatas presentando propuestas a las editoriales de historietas y la definió como las de “dos muertos de hambre locos por Sumeria”, y de cómo apostaban al personaje de Nippur más allá de los sucesivos rechazos hasta que una noche, guareciéndose de la lluvia en un kiosko de diarios, vio sus nombre y el de su compañero en una revista de Columba (en la que Olivera ya colaboraba).
Su presencia fue la más convocante en aquella convención y se lo veía animadamente charlando con sus fans luego de alguna presentación. Todo lleva a suponer que pensamiento e intenciones de Robin Wood eran el resultado de sus orígenes: nació en una colonia “socialista-comunista” de irlandeses y escoceses en Paraguay que luego debieron exiliarse, vivió gran parte de su juventud en Argentina en condiciones marcadamente humildes hasta su descubrimiento, tuvo infinidad de oficios exigentes y mal pagos,y no renegó de ello incluso cuando su situación económica cambió.
En 1997, en la Bienal de Córdoba, donde fue elegido como Mejor Guionista del Mundo en historietas apuntó algo de aquello que alimentaba sus creaciones y expresó: “Un producto hecho con ganas llega al pueblo, y si además viviste la vida de las personas que te leen, de una manera u otra los retratás. Nippur fue mi personaje más popular porque además de las clases medias también la leían los peones y estoy orgulloso de eso”.
Con la partida de Wood desaparece un guionista de fuste para la historieta argentina y mundial y “Nippur de Lagash” será seguramente una de sus creaciones grabadas a fuego en más de una generación de lectores. A mí, el guerrero errante y leal a sus convicciones, me convirtió en un devoto como más tarde lo sería de la literatura y el cine.