“Nisman. El fiscal, la presidenta y el espía” es, cuanto menos, un objeto fascinante. Un trhiller político absorbente como pocos. Realizada por el inglés Justin Webster para la plataforma Netlix, se trata de un documental desarrollado a lo largo de seis episodios que aborda los pormenores del caso Nisman. Desde el atentado a la Amia hasta la actualidad, la serie despliega una trama en la que el poder político, judicial, mediático y los servicios de inteligencia se imbrican en una maraña de engaños y ocultamientos conspirativos de una magnitud acongojante. La serie es un cautivante relato que aborda 25 años de historia argentina y que pone en la luz una serie de operaciones contrapuestas, entre la astucia siniestra y la impericia, pero siempre a la sombra de una impunidad letal que aún subsiste.
Broma siniestra
Un gran hallazgo de su abordaje es la desmesurada y vertiginosa acumulación de datos y perspectivas disímiles, una proliferación desmedida de afirmaciones y negaciones contradictoras que va delineando las coordenadas de un mapa anómalo e inservible. Los dichos, como las supuestas pruebas encontradas, van a cada paso borroneando lo anterior, componiendo en su despliegue un palimpsesto en el que ya nada puede ser legible. Nada, claro, salvo las evidentes tentativas de volverlo tal cosa, un objeto ilegible. Lo que queda tras el cínico manoseo, lo que se va dejando como rastro de los supuestos hechos iniciales, es un gran mamarracho inabarcable de mentiras sobre mentiras, de intrigas sobre intrigas, de falsedades sobre falsedades, de impericias sobre impericias. Al final de la investigación, paradójicamente, lo único que queda es la borradura casi irreparable del hecho investigado. Casi una broma siniestra, una burla esgrimida en plena cara. Fascinante construcción narrativa que funciona, no ya como investigación periodística, sino como un eficaz thriller político sobre una increíble y torpe conspiración cuyas redes lo abarcan todo. Allí, sobre ese fondo impune de escrituras y borraduras, sobre ese piso de mentiras que todo lo arrasa como bola de nieve, lo que emerge con claridad es, en principio, la figura sin bordes visibles de un monstruo de dimensiones insospechadas, la talla de una maquinaria tenaz, aterradora e inescrupulosa: la estructura mafiosa de los servicios de inteligencia. ¿Cómo pueden subsistir estructuras semejantes, poderes ramificados y tentaculares que responden sólo a la lógica criminal de un servilismo sin principios de ninguna clase? Los espías, aquí, son la figura ejemplar y más acabada de un antihéroe ya recorrido por el cine pero nunca tan eficientemente desnudado como en este relato. Estos espías, una suerte de antihéroes contemporáneos, definidos sobre el sustrato del capitalismo globalizado, son criaturas ambiciosas y sin escrúpulos, susceptibles de ser finalmente utilizados para cualquier causa. Títeres y titiriteros, en cierto punto, se vuelven indistintos. La conspiración extiende sus redes. Y en torno a ellos, espías cínicos o ineptos, toda la comparsa política y mediática jugando las cartas del mismo juego del que se desconocen las reglas, o cuya única regla es destruir al adversario por cualquier medio, cualquier instrumento, cualquier argucia. Nada ni nadie, de allí, de ese basural, puede salir indemne. Y es en ese punto donde se podrían plantear ciertas dudas con respecto a un posicionamiento pretendidamente imparcial del relato, y sólo, eso sí, a modo de duda. Es cierto que, en cierto sentido, la serie decanta por la elucidación de la falacia de la operación construida contra Cristina Fernández, pero allí, si todos están sucios, si sobre todos cae la sospecha criminal, ¿quién puede verse más afectado hoy que quienes asumieron el gobierno recientemente y que se encuentran implicados?, ¿no puede esto estimular un irracional sentimiento anti K basado cuanto menos en una duda o una sospecha? Si el relato se presenta como imparcial, el momento de su lanzamiento en Netflix lo pone en entredicho. La imparcialidad, claro está, no es posible.
Carnaval de máscaras
De ese fascinante carnaval de máscaras, hay dos figuras fundamentales que recortan su relieve y se muestran como los personajes mejores construidos entre los de las series televisivas contemporáneas: Jaime Stiuzo y Diego Lagomarsino. “Jaime” Stiuzo, en una larga e incisiva entrevista desperdigada durante los episodios, destila en cada palabra un cinismo aterrador. Allí el thriller político se acerca desestabilizadoramente a la película de horror. Stiuzo da miedo, se esfuerza en hacerlo y es efectivo. Parece incluso demostrar que si miente, es porque tiene el poder de hacerlo. Cada una de sus líneas, acompañadas por su sonrisa diabólica, es afirmación y amenaza. No es su verdad lo que trata de demostrar, sino, por el contrario, que sus mentiras son simplemente irrefutables porque el crimen las valida. Allí, Stiuzo es un hallazgo del horror actual, marca ejemplar de las convalidaciones fraguadas en la atrocidad. No es casual, podría pensarse, su increíble parecido con otro memorable personaje del cine de terror: el “hombre misterioso” compuesto por Robert Blake en «Carretera perdida», de David Lynch. El otro gran personaje, Lagomarsino, se muestra opaco e inextricable en su puerilidad. Cada enunciado suyo parece la estúpida e infructuosa tentativa de salvarse de la catástrofe con argumentos insostenibles. Algo así como: soy apenas un muchacho simple envuelto en una trama ajena. Si Stiuzo da miedo, Lagomarsino da un poco de risa. Maravillosas creaciones, ambos, de este thriller aterrador que no tiene resolución.
Reticulado de un mundo incomprensible
Dada la importancia y la efectividad narrativa de la trama desarrollada, no cabe aquí traer a cuenta la banalidad de los recursos estilísticos, tan asentados en la irrelevancia de ciertos clichés televisivos. Una enorme cantidad de imágenes innecesarias se disponen continuamente con el sólo fin de saturar la mirada en el vacío, porque claro, cuerpo y testimonio parecen no ser suficientes para sostener la atención del espectador. Drones sobre Buenos Aires, pequeñas y absurdas recreaciones dramatizadas, puertas, pasillos y expedientes; todo un arsenal de imágenes vacías e innecesarias que sólo apuntan al estímulo hueco. Pero cabe recalcar que, en cierta medida, todo esto resulta intrascendente. No es eso lo que aquí cuenta. Se puede pasar por alto con facilidad a los pocos minutos de comenzado el primer episodio. Lo que importa está en otro lado. Y lo destacable es que aquí, en este relato fascinante, lo planteado es que lo que importa, es decir, la justicia, es un resto inalcanzable que parece quedar por fuera de esa maraña de mentiras, crímenes, e intereses que constituyen el reticulado de un mundo incomprensible. Literal y a la vez simbólica es la última línea pronunciada por Héctor Timmerman poco antes de su muerte: “la causa no avanza, lo único que ha avanzado es mi cáncer”.