“En este oficio se necesita pulso, buena vista y concentración”, afirma Ricardo Rudolf montado en su bicicleta de afilador en una pausa mientras repasa un cuchillo de hoja ancha. Nacido en la pequeña localidad bonaerense de Carhué hace 50 años, el hombre aprendió el oficio, característico de los inmigrantes gallegos, desde pequeño. Rudolf tiene una amplia clientela que va desde restoranes y carnicerías hasta sastres y modistas que lo convocan para afilar cuchillos, tijeras o discos de máquinas de fiambre. Recorre el barrio de Fisherton, Funes y Pérez con su vieja bicicleta inglesa Phillips, sopla una flauta plástica sacando sonidos graves y agudos y viceversa, haciendo el típico llamado –inconfundible a quien sabe cuántas generaciones– para que los vecinos se asomen y pongan al día el filo de sus herramientas hogareñas.
Cuando comenzó, a los 17 años en el barrio porteño de Flores, se presentó en los talleres de la mítica Modart: le dieron una gran tijera para cortar telas. “Lo hice tan bien que me dieron otras 14”, se ríe. Rudolf monologa mientras pedalea y saca chispas a la piedra circular carborundum grano 60, una piedra especial, de grano fino: “No calienta lo que afilo”, explica. El hombre cobra 20 pesos por cada elemento que afila, y le dedica entre 20 y 30 minutos: para él eso es lo necesario.
Del manubrio cuelga una vieja caja de madera donde lleva los elementos indispensables: lijas finas para las rebarbas, dos destornilladores, un pequeño martillo, una piedra rectangular de asentado “para hacer el acabado”, tornillos y, de repuesto, una correa de cuero que usa para hacer girar la rueda trasera.
Un arte
Rudolf también se ocupa de las tijeras de podar y las cuchillas de las máquinas de cortar césped de los jardines de Funes y Fisherton. “Pero con lo que más reniego es con las cuchillas de las carnicerías. Están muy maltratadas, y no sé por qué tienen la costumbre de afilar con la chaira: metal con metal no afila, además son imantadas. Parece que los carniceros si no tienen la chaira es como si les faltara algo”, se molesta. Y explica: “Con el tiempo el filo se cierra, les gusta darle al hueso del pollo y así se mellan. Yo les recomiendo tener una piedra de asentar, rectangular: con una pasadita las mantiene”.
A la hora de elogiar las hojas de los cuchillos, afirma que los mejores son “los Arbolito y Encina de hoja dura”. Y revela: “Sobre los Tramontina tipo serrucho, sé cómo se afilan: hay que hacerlo con paciencia, afilándolos por el canto contrario del serrucho. Como la tijeras de pico, que cortan en zigzag; esas no las afila cualquiera”.
Mientras pedalea y busca el ritmo para encontrar el mejor afilado, la hoja del cuchillo queda a 25 grados, a pulso firme. Rudolf sigue con la sabiduría que le dan los 30 años de trabajo: “Las máquinas eléctricas no son buenas para afilar, veo gente que usa las amoladoras… Cuanto más revoluciones tiene la piedra, más daña a la hoja. Hay que tomarse el tiempo, me lo enseñó mi maestro Enzo Borghisian, en Buenos Aires, después me fui cinco años a recorrer el sur, trabajé en Bahía Blanca, Bariloche, Neuquén, San Martín de los Andes, finalmente me instalé en Rosario en el año 97”, cuenta quien es padre de cuatro hijos y tiene ya dos nietos.
Salir con el flautín
El afilador ensaya el sonido para mostrar el silbido que emite su flautín, y dice que ya no sale a la hora de la siesta porque “es muy peligroso”.
“En la zona que me muevo hay muchos pibes en las esquinas dados vuelta. Si me roban, me roban la vida, está todo muy complicado”, teme. Describe un día de trabajo, que en general, es ir a los lugares que ya tiene como clientes fijos: “Cuando me hace falta hacer unos pesos más le doy al flautín y hago algún trabajo domiciliario, en la vereda. La gente ya no te abre su casa, y es entendible”.
La vieja bicicleta que le regaló su suegro está equipada con su piedra y el pulidor sobre el manubrio y el aro en la rueda posterior, donde se engancha la correa que pone en movimiento la maquinaria. “La correa de cuero con la lluvia se hincha y con el sol se reseca. Y es fundamental que corra bien, porque si no hay que hacer más fuerza al pedalear. Yo trato de tener todas mis herramientas y elementos de trabajo en buen estado, la piedra de afilar me dura un año, un año y medio. Lo que hago no es una ciencia, pero tiene sus secretos, una cuchilla recién comprada tiene un filo corto, vienen hechas por moldes y el filo no sirve, hay que rebajarlo para que quede bien filoso. Con las tijeras ocurre lo mismo, hay que saber trabajarlas, vaciar la hoja, dejarlas bien planas, porque cumple la función de una guillotina, darle el chanfle justo”.
Finalmente Rudolf muestra sus manos, ajadas pero con el pulso intacto, y sin marcas ni heridas: el que más tiempo está al borde del filo, no se corta. “Hay que estar muy concentrado para no cortarse mientras uno manipula las herramientas. Una sola vez se me clavó la punta de una hoja de tijera, cuando se me zafó la correa, por eso, hay que tener todo en condiciones”, concluye.