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No se trata de delitos sino de castigos, el debate por la «masiva liberación» de presos

Casi repentinamente el foco pasó de una discusión sobre cómo se castiga en las prisiones argentinas, a discutir sobre los delitos. Y así, tanto sectores conservadores como progresistas ya no se centraron sobre la mitad de la población encarcelada en condición de “procesados" ni sobre los "pasados"

Mauricio Manchado / María Chiponi *

Desde que el 12 de marzo de 2020 la Organización Mundial la Salud (OMS) declaró a la circulación del Covid–19 como pandemia, una serie de problemáticas sociales –preexistentes a dicho fenómeno pero, ahora, intensificadas– emergieron en la agenda mediática, política y social de todo el territorio argentino; una de ellas fue, sin dudas, la carcelaria. ¿Cuáles y cómo fueron las mutaciones entre la aparición inicial, sus posteriores desplazamientos de sentido, y el aquietamiento actual en dichas agendas? Reconocer tales modificaciones nos permite no sólo repasar una serie de datos que desmienten la (mal)intencionada campaña mediática de anunciar y alertar sobre la “liberación masiva de presos” sino también, y fundamentalmente, reposicionar el foco anclando la discusión –nuevamente– en las deficiencias históricas y estructurales de la prisión contemporánea, como también en la interrupción y no garantización de los derechos humanos básicos que provoca sobre las personas privadas de su libertad.

Si repasamos brevemente el decurso del “debate” sobre las prisiones en pandemia, lo primero que encontraremos es una serie de advertencias provenientes de organismos internacionales que sostienen, ante el avance del Covid–19, la necesidad de reducir la población carcelaria con medidas alternativas a la prisión. Lo hizo la OMS, luego la oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas –a través de su alta comisionada, la ex presidenta de Chile Michelle Bachelet– que instó a los gobiernos a reducir el número de detenidos en sus penales; posteriormente el Subcomité de Naciones Unidas para la Prevención de la Tortura hizo la misma advertencia argumentando que la sobrepoblación impide las medidas de aislamiento, y finalmente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) emitió una recomendación donde pedía a los países revisar las prisiones preventivas para reemplazarlas por otras medidas (con prioridad para las personas mayores, enfermedades pre–existentes y las mujeres embarazadas o con hijos/as). Organismos cuyas opiniones suelen ser replicadas en los medios de comunicación –y valoradas– cuando nos hablan de los cuidados sanitarios para evitar nuestros contagios, o al referirse a la baja calidad institucional de algunas democracias latinoamericanas, pero que en este caso no corrieron la misma suerte; las recomendaciones sólo fueron recogidas para ponerlas en escena por organismos de derechos humanos, universidades y organizaciones de la sociedad civil que reconocían, a partir de ello, la posibilidad de discutir problemáticas estructurales de las prisiones modernas argentinas: sobrepoblación, hacinamiento, inaccesibilidad a los derechos humanos básicos, atención sanitaria –física y mental– escasa, deficiente o mal gestionada, entre algunos de los principales ejes que la pandemia no hacía más que evidenciar de una forma más cruda, acelerada e intensificada.

Sin embargo, el foco, casi repentinamente y sin darnos cuenta, pasó de ser una discusión sobre cómo se castiga en las prisiones argentinas –y allí el reconocimiento de los que dolores del encarcelamiento exceden la privación de la libertad ambulatoria– a discutir sobre los delitos. Y así, tanto los sectores conservadores como una buena parte de los progresistas, ya no centraron su discusión sobre la mitad de la población encarcelada en condición de “procesados” –es decir, sin un juicio que declare su inocencia o culpabilidad–, sobre quienes se encuentran “pasados” –hombres y mujeres que tienen las condiciones objetivas para acceder a las morigeraciones de la pena pero que por diversas tramas burocráticas no lo hacen en el tiempo correspondiente–, de la escasa –y desbalanceada– alimentación que otorgan los servicios penitenciarios, del repliegue de las dispositivos de salud –clínicos, psiquiátricos, pediátricos y obstreticios– durante la pandemia, de las dispares medidas de seguridad sanitarias adoptadas por cada Unidad Penitenciaria para la protección tanto de los/as detenidos/as como de sus trabajadores, de la cantidad de derechos no ejercidos antes, durante y –seguramente– después de la aparición del Covid–19, de la suspensión de las salidas transitorias –laborales, por estudio, etcétera– que impacta en el denominado “régimen de progresividad” de los encarcelados, de la suspensión temporaria del ingreso de “paquetes” por parte de los familiares –consistentes en bienes básicos complementarios a los deficientes brindados por la cárcel para la alimentación y la higiene– o de la incomunicación en la que quedaron los/as detenidos/as al no ser autorizados los ingresos de teléfonos celulares para mitigar las angustias propias y de sus familiares ante la evolución de la pandemia. Pasamos de discutir los efectos que provocaría el confinamiento del confinamiento, a los datos que situaban como escándalo la excarcelación –no liberación– de presos por delitos sexuales u homicidios. Desde ya poco importaba que estos respondiesen a la población de riesgo definida por la OMS –con enfermedades previas, inmunodeprimidos, etcétera–, mucho menos se ponía el foco en los efectos letales inmediatos que provocaría ser infectados por el virus. Los sectores progresistas debieron entonces abrir la interna entre el feminismo punitivista y no punitivista, los organismos de derechos humanos a discutir la excarcelación de presos por delitos de lesa humanidad, y los conservadores a abrir una discusión que prometía ser enriquecedora pero que sólo se quedó en el refuerzo de las medidas más punitivistas: las deficiencias de los sistemas o programas pospenitenicarios –retomando la denominación oficial– tanto en lo referido al control –que era lo que más le importaba a las cacerolas del atardecer– como a la asistencia. Entonces, las campañas de las organizaciones y universidades públicas con trabajo territorial en las prisiones para refutar el falso argumento de las liberaciones masivas tuvo como eje la estrategia de la negación y la comparación: no eran liberaciones masivas, y otros países –que suelen ser espejos, aspiración y admiración de muchos/as– estaban siguiendo recomendaciones de los organismos internacionales a los fines de descomprimir las prisiones.

Así, luego de las devastadoras afirmaciones de gran parte de los/las comunicadores que sostenían la “irracionalidad” de la medida de excarcelar “delincuentes” –nombrados así para quitarles todo atisbo de humanidad posible– por el inminente riesgo del ingreso del virus a instituciones sobre pobladas, hacinadas y sin las mínimas condiciones de higiene; que las cacerolas del atardecer hiciesen revivir las desvencijadas teorías hipodérmicas de la comunicación con expresiones segregacionistas y racistas, que un importante arco del sector político señalara las consecuencias que cabrían para jueces que hicieran caso omiso a los riesgos advertidos –no los de la inminente muerte de hombres y mujeres encarcelados/as, sino los de no defender la sociedad de monstruos peligrosos– la problemática entró en una alarmante quietud. Alarmante porque no permitió poner en la escena pública los datos cuantitativos que desmienten aquellas afirmaciones, y porque hizo correr el foco del castigo –y sus efectos– a los delitos. Pasamos de problematizar las estructuras perversas y generadoras de daño de la maquinaria carcelaria, a retomar las infraclasificaciones propuestas por el sistema penal para distinguir y apreciar quiénes merecen vivir y quiénes no.

En ese sentido, y aprovechando dicha quietud, sería importante que, tácticamente, vayamos recuperando el eje central de la discusión. Para volver a situarlo, es preciso dejar en claro un punto de partida que desmonta las campañas mediáticas acontecidas durante las últimas semanas de pandemia, empezando por los datos cuantitativos de la provincia de Santa Fe, tanto en el campo penitenciario como judicial.

Del 20 de marzo de 2020 –inicio del aislamiento social preventivo obligatorio– hasta el 22 de mayo del mismo año, se dieron 632 egresos en las diez cárceles del Servicio Penitenciario Santafesino (SPS). La gran mayoría han sido otorgadas por liberaciones inmediatas –el juez considera que no hay causales suficientes para su detención– o cese de prisiones preventivas –existieron causas de detención que desaparecen o son desestimadas– (232), en segundo lugar por el otorgamiento de libertad condicional (185), luego por libertades asistidas (93), sólo 63 corresponden a prisiones domiciliarias y, finalmente, 59 fueron otorgadas por vencimiento de pena. Es decir que, sobre un universo total de 6.900 personas privadas de su libertad en la provincia de Santa Fe, 63 obtuvieron la prisión domiciliaria sin tener, la totalidad de ellas, los argumentos judiciales del contexto de pandemia. Primera conclusión: lejos estamos, en la provincia de Santa Fe, de tener “liberaciones masivas” de presos y presas.

Sumado a eso, podemos tomar los datos que comparan el mes previo a la pandemia y el primero del aislamiento social preventivo obligatorio: En el período del 20/02 al 20/03/2020 se habían otorgado un total de 263 salidas, mientras que en período 20/03 al 20/04 un total de 271. La diferencia de 8 salidas más en diferentes períodos no parece remitir tampoco a ningún criterio de masividad, ni tampoco a variaciones significativas entre las ex carcelaciones pre y durante la pandemia. Pero si estos datos no resultan desarticuladores de los discursos que, insistentemente, siguen hablando de la “liberación masiva de los presos”, podemos agregar el de los ingresos totales a las Unidades Penitenciarias de la provincia, para dar cuenta que lejos estamos de haber podido descomprimir la sobre población que, según datos oficiales, ronda el 11% en toda la provincia: 298 personas fueron encarceladas desde el 20/03/2020 al 22/05/2020. Es decir que con una cuenta simple, notaremos que actualmente las prisiones santafesinas poseen tan sólo 304 presos menos, y que lejos está esto de resolver la sobrepoblación oficial de casi 600 personas que exceden a la capacidad instalada de sus diez prisiones. Es decir que los riesgos siguen siendo los mismos que a principios de marzo, advirtieron los organismos internacionales referenciados.

Por último, y sin la intención de caer nuestra propia trampa de discutir sobre los delitos y no en torno a los castigos de la prisión, pero sin dejar de atender otro elemento para desarmar las falsedades mediáticas, resulta interesante observar que del total de prisiones domiciliarias otorgadas en el SPS durante el período de pandemia, el 7% corresponde a personas acusadas o condenadas por delitos sexuales y el 13% a homicidios. Por tanto, el argumento de la “liberación masiva de violadores y asesinos” tampoco tiene asidero aquí. (Fuente: Servicio Penitenciario de la Provincia de Santa Fe).

También el dispositivo judicial, a través del Servicio Público de la Defensa Penal de Santa Fe (SPPDP Regional Rosario), ha producido una serie de datos que dan cuenta de los efectos o respuestas que han tenido la mayoría de las iniciativas vinculadas a disminuir los daños del encierro y a descomprimir las prisiones santafesinas en contexto de pandemia. Hasta el 15 de mayo del presente año, se habían presentado seis habeas corpus, uno de ellos vinculado a la necesidad de mejorar las condiciones de salud, higiene y alimentación; otros cuatro a medidas que permitan subsanar la sobre población y hacinamiento, divididos en: 1 habeas corpus para que otorguen prisión domiciliaria a todos los presos que tenían salidas transitorias otorgadas y suspendidas; 2. habeas corpus para otorgar prisión domiciliaria a mujeres presas que tenían salidas transitorias otorgadas y suspendidas; 3. habeas corpus para litigar audiencias de salidas transitorias a favor de presos de toda la provincia y 4. habeas corpus “in pauperis” presentado por delegados de pabellón de la cárcel de Piñero (Unidad 11) por huelga de hambre, domiciliarias en general, libertades condicionales y asistidas, descuento de pena y mesa de diálogo. Las cuatro fueron rechazadas por distintos jueces –actualmente apeladas– con la resultante de que las salidas transitorias de los detenidos siguen suspendidas en la actualidad, mientras que las prisiones domiciliarias y libertades anticipadas deban litigarse individualmente ante el juez de Ejecución de cada uno/a de los/as detenidos/as. Por último, un sexto habeas corpus solicita que se quiten cadenas soldadas a las camas del sector de aislamiento de unas las cárceles del sur provincial. Actualmente en trámite, y más allá de la resolución judicial, esto merecería una reflexión aparte sobre la persistencia de prácticas medievales en las formas de castigo contemporáneas. El conjunto de los datos indica entonces que lejos estamos de que se hayan producido “liberaciones”, mucho menos en carácter “masivo”, sobre todo si contemplamos que, hasta el 15 de mayo, de los 180 pedidos realizados de la Unidad de Ejecución de la SPPDP –desde los 8 defensores de la regional Rosario–, 95 fueron pedidos de prisiones domiciliarias, de los cuales sólo 10 resultaron favorables mientras que el resto fueron todos rechazados.

Ante esto, resulta imprescindible volver a situar la discusión sobre el carácter ubuesco de la prisión, su poder grotesco y la generación de daño, que en tiempos de pandemia se ve potenciado. La incertidumbre que define a las prisiones contemporáneas ya no sólo se limita entonces a desconocer cuándo y cómo egresará de la prisión una persona privada de libertad ambulatoria, o si podrá hacerlo con vida luego de soportar los dolores del encarcelamiento y los riesgos que implican su tránsito cotidiano, sino que también dependerá ahora de que un virus altamente transmitible y de gran capacidad letal ingrese o no a espacios sobre poblados y hacinados. Parece entonces que la curva que pretendemos cuidar no sólo busca ser achatada sino también operar como mecanismo de clasificación, dejando en claro que las vidas y su gestión tienen un valor diferencial; allí, algunas adquieren la condición de vivibles y otras, simplemente, de descartables. Situemos entonces la discusión donde estuvo inicialmente: no se trata de delitos, sino de castigos, sobre todo de aquellos que imprimen un dolor permanente y amenazan con poner fin, nada más y nada menos, que a la vida misma.

(*) Conicet

Dirección Socio–Educativa en Contextos de Encierro (Área de Derrechos Humanos – Universidad Nacional de Rosario)

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