Alejandro Sabella fue un futbolista destacado y un director técnico que dio la talla en el alto nivel, pero acaso su sello distintivo abreve en una certeza hecha pública por sus afectos más cercanos: que antes que otra cosa se trató de un hombre bueno, demasiado bueno para el impiadoso mundo del fútbol profesional. Y un tipo comprometido con cuestiones sociales y políticas, tal como lo recordaron en las redes sociales.
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“Alejandro es del fútbol, pero no parece del fútbol”, supo observar Claudio Gugnali, amigo íntimo de Sabella y uno de los ayudantes de campo del cuerpo técnico que llevó a la Selección Nacional a jugar la final del Mundial de Brasil.
He ahí, en ese partido decisivo perdido versus Alemania el 13 de julio de 2014 en el Maracaná de Río de Janeiro, donde escribió su última página como entrenador quien antes había llevado a Estudiantes de La Plata a la conquista de su cuarta Copa Libertadores y a la final del Mundial Clubes perdida en tiempo adicional con el notable Barcelona de Pep Guardiola, en diciembre de 2009 en Abu Dhabi.
La ex presidenta y hoy vice Cristina Kirchner recordó tras la noticia de su fallecimiento cuando, tras la final contra Alemania en Brasil, Sabella le pidió perdón por no haber traído la Copa Mundial 2014. «Usted dijo que la Patria es el Otro. Y siempre pensamos que el equipo es el otro. Hablar del grupo significa hablar de construcciones colectivas» le dijo entonces el Profesor Sabella a la primera mandataria.
Cinco, nada más que cinco fueron los años de Sabella como director técnico principal, por cuanto durante un tiempo prolongado se había contentado con el rol de auxiliar calificado de su amigo Daniel Passarella.
Con Passarella había estrechado un vínculo indeleble hacia 1975 cuando ambos formaban parte del plantel de River Plate que de la mano de Angel Labruna cortó una sequía de 18 años sin vueltas olímpicas.
Sabella, apodado también Pachorra en sus épocas de futbolista, fue el dueño de una estilográfica zurda de las que en la jerga tribunera definen a quien lleva la pelota “atada”.
Nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el 5 de noviembre de 1954, se crió en el corazón de Palermo, cerca de la Basílica de Guadalupe, y tras sendos intentos fallidos en Racing y en Boca, club del que era hincha, recaló en las divisiones menores de River y más temprano que tarde sobresalió y despuntó como una de las joyas de la casa.
Pudo haber sido abogado y abandonó la carrera, fantaseó con estudiar medicina y con la militancia política en los convulsionados años setenta, pero a la sombra del extraordinario Beto Alonso prosperó en River y se constituyó en un lujoso suplente, hasta que en en 1978 fue transferido al Sheffield United de la tercera división de Inglaterra y en 1980 al Leeds United.
En 1982 su trayectoria futbolística experimentó un giro igual de insospechado que de virtuoso.
Convocado por Carlos Salvador Bilardo a impulsar un salto de calidad a un gran Estudiantes en ciernes, alcanzó su madurez, brilló en compañía de los también talentosos Marcelo Trobbiani y José Daniel Ponce y se convirtió en en una pieza esencial en el campeón del Metropolitano de 1982 y del Nacional de 1983.
Tales actuaciones destacadas redundaron en algunas convocatorias a la Selección, pero con la camiseta albiceleste no le fue demasiado bien: “recuerdo de una manera especial el día que compartí un entrenamiento con Diego Maradona. Hizo cosas tan increíbles que tuve la sensación de no saber jugar al fútbol”.
A la Selección volverá dos décadas después, pero antes persistió en Estudiantes de La Plata, su lugar en el mundo, y pasó por el Gremio de Porto Alegre, Ferro Carril Oeste e Irapuato de México.
Tras colgar los botines fue asistente de Passarella, en cuya condición lo acompañó en Parma, Monterrey, Corinthians, River y las selecciones nacionales de la Argentina y de Uruguay.
Después llevó a Estudiantes a las altas cumbres, pero ya como entrenador principal y en el Mundial de Brasil rozó la epopeya al frente de la Selección Argentina que cayó con Alemania en tiempo suplementario.
En aquellos días supo subrayar de un modo pleno que amén de haber sido un muy buen jugador, y con independencia de sus dotes de estratega, era un pedagogo y un maestro.
Varios de sus dirigidos hoy recuerdan con emoción las charlas técnicas previas a los partidos con Serbia e Irán, cuando inculcó un supremo respeto hacia los adversarios y abundó acerca de la guerra de los Balcanes y la tradición de la cultura persa.
Ese fue Alejandro Sabella.