Norberto Espósito / noticiasargentinas.com
La vida de Norberto Oyarbide tuvo dos momentos determinantes, ambos en sus últimos años: uno personal, y el otro laboral.
En 2006, cuando murió su madre –de 96 años–, el entonces juez federal asumió el golpe con una sensación dual: por un lado, el dolor por la pérdida de alguien a quien creía “eterna”, pero a su vez, una sensación de liberación sobre sus preferencias sexuales.
El otro episodio que marcó un giro copernicano en su vida ocurrió el 7 de abril de 2016. Ese día se reunió en el Ministerio de Justicia con el entonces titular de la cartera, Germán Garavano, y el secretario y actual juez del Tribunal Superior de Justicia porteño Santiago Otamendi.
Habían fracasado todos sus intentos (con sugerencias de prisión preventiva para connotados personajes políticos del gobierno kirchnerista, según admitió el propio Garavano) para permanecer en el cargo. Ese día presentó la renuncia y una semana más tarde dejó de ser juez.
Fue un puente de plata que le tendió la gestión de Cambiemos, que de esa manera no solo puso fin a un incipiente pedido de juicio político por haber frenado un allanamiento presuntamente por pedido de funcionarios del gobierno de entonces, sino que también le permitió acceder a la suculenta jubilación especial que perciben los ex jueces.
Discriminado por sus pares por su condición sexual
La ex diputada Elisa Carrió narró en su momento que el ex presidente de Boca Juniors y sindicado operador judicial del macrismo Daniel Angelici fue quien le transmitió a Oyarbide que lo mejor que podía hacer era renunciar.
El juez quería permanecer en el cargo y justo en ese contexto procesó al ex vicepresidente Amado Boudou en una causa por “dádivas”, pero no fue suficiente.
Con un formalismo, el Ministerio de Justicia le reconoció sus “21 años de servicios” que, por cierto, estuvieron repletos de escándalos relacionados con sus decisiones en causas de alto impacto político y mediático, las sospechas de funcionalidad y sintonía con los distintos gobiernos y un poco disimulado desdén de sus pares.
Oyarbide no era un personaje querido en Comodoro Py. Sus pares lo discriminaban sin demasiado disimulo por su condición de homosexual y lo ralearon de todos los acontecimientos sociales.
Uno de los jueces de la servilleta
Oyarbide fue el “pinche” destacado, el que se perfilaba con mayor futuro desde que llegó a la Justicia en 1976, acaso porque tenía poca vida social, era el más aplicado entre los empleados que iniciaban una carrera judicial en el Juzgado Correccional letra G y tenía una vida privada tranquila en la que incluso se le conoció alguna novia.
Tuvo entre sus compañeros de trabajo a un periodista especializado en temas judiciales y a un exitoso abogado penalista; ambos prefieren hoy que aquellos hechos permanezcan lo más en el pasado posible.
En 1994, cuando Carlos Menem “colonizó” el fuero federal porteño, Oyarbide fue ascendido a titular del juzgado federal número 5 y poco después, cuando el entonces superministro de Economía Domingo Cavallo rompió su relación con el Gobierno, fue denunciado como uno de los “jueces de la servilleta” que presuntamente respondían a la voluntad del ministro del Interior Carlos Corach.
Oyarbide quedó atrapado en una historia turbia que lo vinculó con protección a prostíbulos masculinos, filmaciones en las que aparecía tomando servicios en esos lugares, relaciones promiscuas con un sector de la Policía Federal y detenciones rocambolescas como la del abogado Mariano Cúneo Libarona.
El fallecido magistrado conoció por primera vez, entonces, la cuerda floja: fue sometido a un proceso de juicio político (que por entonces tramitaba íntegramente ante el Congreso) que lo mantuvo alejado durante unos dos años del cargo, gozando de sucesivas licencias médicas que enmascaraban su imposibilidad real de regresar a tribunales.
Un juez ubicuo
El 11 de setiembre de 2001, cuando en Estados Unidos caían las Torres Gemelas y era destruida una parte del Pentágono, el juicio político fue desestimado en el Senado, que ya había comenzado a convertirse en temprana caja de resonancia de la debacle del Gobierno de la Alianza y presagio de la crisis que estallaría tres meses después.
Cuando estalló la “Causa Cuadernos”, el juez Claudio Bonadio lo llamó a indagatoria porque su nombre aparecía en una repartija de bolsos.
Aterrado durante la indagatoria, Oyarbide dijo cosas de las que luego, cuando vio que había poco y nada en su contra, se arrepintió. Amagó con complicar a Cristina Kirchner, con comprometer al auditor general de la Nación y señalado como operador judicial Javier Fernández y hasta apareció por allí el nombre del espía Antonio Stiuso.
Finalmente desanduvo el camino y en enero de 2020 fue sobreseído. Fue uno de los que puso preso al dictador Jorge Rafael Videla, pidió la extradición nunca concretada de la ex presidenta María Estela Martínez de Perón por su supuesta relación con la banda armada de ultraderecha Triple A, pero también sobreseyó al matrimonio Kirchner en una investigación por su patrimonio y dictó el procesamiento del ex mandatario Mauricio Macri en la causa por las presuntas escuchas telefónicas ilegales en una estructura montada en el Gobierno porteño.
Y también un rockstar
La Cámara Federal lo apartó con gravísimos cuestionamientos de dos causas aún abiertas: la denominada “mafia de los medicamentos” y la investigación contra los hermanos Sergio y Pablo Schoklender por la misión Sueños Compartidos.
Afrontó decenas de pedidos de juicios políticos y siempre salió airoso, aún en uno en el que su vanagloria personal (la exhibición de un lujoso anillo cuyo origen explicó de manera errática) lo tuvo contra las cuerdas.
Devoto de la Virgen del Milagro, amante de los finos trajes y los moños en lugar de corbatas, cultor de los anteojos oscuros de diseños de moda y los traslados con séquito de custodias, Oyarbide intentó insertarse en un ambiente que siempre fue su objeto del deseo: la farándula.
Así, participó de programas de concursos de baile, hizo apariciones públicas casi como un “rockstar” y hasta fungió de cuasi periodista en radio junto a Coco Sily, en la última actividad pública que se le conoció antes de su deceso