Edgar y Sonia hace tiempo que pasaron los 80, aunque es difícil adivinarlo. Cualquiera les daría al menos 10 o 15 años menos. Parecen y se muestran como una pareja muy enamorada, compañeros, felices. Sin embargo son sobrevivientes de una de las historias más terribles de la humanidad: el Holocausto. Pasaron hambre y convivieron con la muerte, la que esquivaron por milagro. En el marco del 69º aniversario del Gueto de Varsovia, llegaron a Rosario desde Alta Gracia, donde viven, para contar su historia.
Edgar Wildfeur nació en Polonia el 6 de mayo de 1924, tiene 88 años y es sobreviviente de Auschwitz. Vivió en Cracovia, y dos años antes de la Segunda Guerra Mundial, en Torun. Cuando estalló la guerra su familia se escapó a la parte de Polonia, ocupada por la Rusia soviética. Luego con sus padres fueron hasta la frontera de Eslovaquia, a la casa del abuelo paterno. Allí, en agosto de 1942, mataron a toda su familia y quedó en soledad con sólo 15 años.
—¿Cómo fue su vida dentro del gueto?
—En 1941, los alemanes atacan por sorpresa y comienza el verdadero terror: matanzas, campo de trabajo inhumano, se creó el gueto, falta de comida, de medicamentos. En pocos meses la mitad de la población de judíos no existía. Y nos escapamos hacia donde vivía mi abuelo, donde la vida era un poco más fácil, aunque existían muchas prohibiciones. Tenía que trabajar para que no me manden a hacer trabajos forzados y estuve en una cuadrilla que se dedicaba a hacer caminos, y como sabía hablar alemán, hacía de cadete para el capataz. Entonces iba al punto fronterizo con Eslovaquia para llevarle la comida. El 13 de agosto de 1942 mataron a toda mi familia, me salvé porque le tenía que llevar la comida.
—¿Después de eso dónde lo llevaron?
—Me mandaron a una zona cercana donde se hace un polígono de tiro para auxiliar ucranianos, que eran las milicias que ayudaban a los alemanes para cuidar prisioneros, terminé ese trabajo y me mandaron al gueto de Cracovia, uno de los más importantes creados por el régimen nazi en Polonia, y donde vivían más de 15 mil personas. Más tarde me trasladaron al campo de Plaszow, el lugar donde llegó Oskar Schindler, trabajé en la construcción, y más tarde en una fábrica de cajones. Me anoté como carpintero en el campo de concentración, siempre era mejor trabajar en un taller que a la intemperie. En ese momento, desde Auschwitz pedían carpinteros y herreros y así llegué al histórico campo de concentración. Cuando entré me tatuaron un número. Esto fue en 1944, me hicieron exámenes de carpintería y, por supuesto, no sabía nada. Al principio me destinaron para limpieza de los galpones, después empecé a trabajar en las máquinas hasta que me convertí sin querer en obrero especializado, gracias a eso pude sobrevivir a Auschwitz.
—¿Cómo era Aschwitz?
—En esos momentos se mataban hasta 10 mil personas por día, los quemaban en fosas y el olor a carne humana se sentía a tres kilómetros de distancia. Cuando llegaron los rusos a Auschwitz para la evacuación, tuvimos la famosa marcha de la muerte, caminamos en pleno invierno polaco a 20 grados bajo cero, casi sin comida, durante cuatro días, el camino estaba lleno de muertos. Nos metieron en vagones y nos cruzaron por Checoslovaquia hasta Austria, a otro campo de concentración, cerca de la montaña. En ese momento estuve al borde de la muerte, pesaba 40 kilos y con casi 1,80 metro, mi cuerpo sufría los efectos del hambre. Después los rusos nos llevaron a la ciudad de Linz, por el Danubio, otras cuatro noches, pero esta vez no nos dieron nada de comer y nos llevaron a un campo de Evensen, en los Alpes austríacos, y nos daban 125 gramos de pan, un litro de agua con cáscara de papa, y con esa alimentación la posibilidad de vivir era de unos meses. Nos acostábamos esperando la muerte, hasta que se terminó la guerra, el 6 de mayo de 1945. Cumplía 21 años y fui liberado por las tropas norteamericanas.
—¿Qué pasó cuando terminó la guerra?
—Después de la guerra fui a Italia, y desde ahí quería ir al Estado de Israel, pero como estaba bajo mandato británico no pude entrar. Por eso logré volver a estudiar, gracias al apoyo de una fundación norteamericana. Rendí un bachillerato y después entré a la universidad a estudiar ingeniería civil. Y estando en Santa María di Leuca, Italia, conocí a una linda chica, de quien me enamoré, Sonia. A los 14 años la habían mandado a un campo de concentración en Lituania, estuvo por varios campos y en uno de ellos estaba en una fila para entrar a la cámara de gas y como faltaban mujeres para un transporte, la sacaron de la fila. También sobrevivieron sus padres y una hermana, el otro hermano desapareció. Los padres de mi esposa tenían parientes en Córdoba, los acompañé; tenía 22 años y me radiqué allí. Ahora tenemos tres hijos y siete nietos.
—¿Por qué cuenta su historia ahora?
—Porque tengo una obligación moral, en principio, para que no se repita, tiene que conocerse, mucha gente lo niega, quedó muy poca gente con vida. Por todas las familias que desaparecieron, por los compañeros de infortunio que clamaban a los que sobrevivieran, que cuenten todo lo que pasó, sobran los motivos. No hay día que no recuerde todo lo que vivimos.
—¿Qué mensaje dejaría a la sociedad?
—Hay que tener la esperanza que el mundo se mejore, la gente debe ser más tolerante, hay que entender a los demás y tratar de vivir en armonía, entre todos.