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Nostalgia de esclavitud: a propósito de las falacias y los lugares comunes del estigma

Melisa Campana Alabarce y Mariana Servio (*)

Hace varios años, desde la Red Argentina de Investigación sobre Asistencia Social (Raias) y otros colectivos venimos planteando la urgencia de discutir la asistencia social en el terreno de los derechos sociales de ciudadanía. Cuando hablamos de la asistencia social como derecho, nos referimos a una diversidad de prestaciones, servicios, normativas, así como a un conjunto de organizaciones y actividades –de carácter material, económico o técnico– cuya finalidad es la atención de todes les miembres de una sociedad.

Sin embargo, a lo largo de la historia se ha homologado la asistencia social a un conjunto de acciones difusas y diversificadas que no atañen al conjunto de la población, sino que están destinadas a atender algunas necesidades o problemas de “los pobres”, quienes, además, son sospechados de tener la responsabilidad por su situación de miseria. Las explicaciones han variado en el tiempo: se es pobre por falta de virtud o inmoralidad, se es pobre por pereza o vicio, se es pobre por poseer una cultura atrasada o arcaica, se es pobre por azar, se es pobre porque pobres siempre hubo, se es pobre por transmisión intergeneracional de ciertos déficits, se es pobre por falta de capacidades, por no tener aspiraciones, por no aprovechar oportunidades. Generalmente esas concepciones se imbrican y, en el extremo, ese otre es objeto de asistencia y receptor de todos los males de la sociedad. Es nuestro depósito social de resentimiento y maltrato.

Como se sospecha que el pobre es responsable por su situación, hay que evitar por todos los medios que se “mal-acostumbre” a la dependencia asistencial: que se otorgue lo mínimo, a quienes “verdaderamente” lo necesitan. Para eso hay que afinar la puntería, poner todos los obstáculos posibles, todos los filtros, para que acceda sólo quien no tiene otra alternativa y, muy importante, quien lo pueda demostrar.

La ecuación sería más o menos así: la falta de trabajo (cualquier trabajo, precario, formal, servil, mientras trabajen) conduce a la vagancia o relajación de las costumbres asociadas a la disciplina y valores clave para la supervivencia física y el buen desarrollo moral. Entonces, quienes soliciten asistencia estatal deben realizar tareas, cualquier tarea, barrer calles o pintar escuelas es el clásico pedido de quienes se autoperciben como reservorio moral de la Nación. Deben demostrar que no quieren quedarse en la “comodidad” de ser socorrides, que quieren salir de esa situación y valerse por sí mismes. Deben involucrarse, deben “activarse”, humillarse si es necesario, hacer “mérito” para quedar del lado de la pobreza digna. Y otra cosa muy importante: el monto recibido jamás debe superar un ingreso mínimo, ya que eso desalentaría la búsqueda de trabajo.

Como vemos, la innovadora propuesta de la concejala Remata Ghilotti –www.lacapital.com.ar/la-ciudad/exigen-poner-trabajar-quienes-reciben-planes-sociales-n2658498.html– no tiene nada de nuevo; abreva en tradiciones tan viejas como recalcitrantes. Y se basa, además, en un collage de falacias y lugares comunes del estigma. Falacias en las fuentes, en primer lugar: se apoya en un estudio realizado en otro país para hablar del nuestro y, además, dicho estudio no muestra “efectos en trabajo” sino en “informalidad” (ha de ser porque la formalidad laboral jamás importó a las derechas). Falacia en los datos: habla de millones de pesos destinados a asistencia (la derecha suele simplificar toda prestación asistencial bajo el genérico “planes”, sin rigor conceptual alguno), sin brindar ninguna precisión y sin considerar, desde luego, la gigantesca transferencia al sector privado que bien pudimos observar, por ejemplo, con los ATP a los que acudieron raudas las empresas multinacionales con ganancias millonarias, en 2020. Y falacia empírica: la distinción entre contribuyentes (que-pagan-los-impuestos) y parásitos (que-viven-de-la-ayuda-estatal) sólo se sostiene en prejuicios clasistas, raciales y de género, porque en la realidad (la realidad que desconoce por completo la edila, la invitamos a recorrer los barrios de la ciudad) la significación económica del trabajo reproductivo, de cuidado, de la economía popular y una larga serie de etcéteras, es enorme.

Dicho esto, lo que queremos anteponer a tan atrasador argumento son, más que nada, preguntas. En la mayor adversidad, en la peor coyuntura, en la crisis sanitaria más grave de los últimos 200 años, ¿en serio van a decir que el futuro del país depende de “la cultura del trabajo”? ¿En serio quieren discutir cómo educar a receptores de prestaciones asistenciales para que mejoren su empleabilidad? ¿En serio necesitan desempolvar –¡otra vez!– los discursos moralizantes más retrógrados y las visiones más clasistas, racistas y sexistas para generar consenso sobre lo que se debe hacer con respecto a la pobreza? Pobreza que, digamos todo, contribuyeron a profundizar hasta la obscenidad durante su último paso por el gobierno nacional.

¿No sabe la edila que nuestras mujeres de los barrios populares están sosteniendo las ollas de los comedores, de los centros de jubilades, cuidando a nuestres niñes, a nuestres viejes? ¿No sabe que siempre lo han hecho? ¿No sabe que existe un enorme universo de economía popular, social, que garantiza la supervivencia a un enorme porcentaje de población y que se sostiene con nada menos que trabajo? ¿No sabe que las personas no eligen la informalidad, sino que son obligadas a ello por les empleadores, que instrumentalizan la desesperación a su favor? ¿En serio esto es lo más creativo, lo más lúcido que nos va a proponer la derecha local?

Evidentemente, para avanzar en la discusión sobre la asistencia social como derecho, debemos perforar mucho más que el sentido común, debemos discutir sin cesar criterios mínimos acerca de qué niveles de desigualdad, de injusticia, de violencia, de despojo, estamos dispuestes a tolerar como sociedad. Y un último detalle, para la derecha siempre desmemoriada: la Asamblea del Año XIII de las Provincias Unidas del Río de la Plata dictó la libertad de vientres en 1813 y la Constitución de la Nación Argentina, de 1853, dio por abolida completamente la esclavitud en su artículo 15.

 

(*) Colegio de Profesionales de Trabajo Social 2ª Circunscripción de Santa Fe

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