Rosario, lunes 08 de diciembre de 2025
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Rosario, lunes 08 de diciembre de 2025

Nostálgico libro de un gran periodista deportivo

Nostálgico libro de un gran periodista deportivo

Por: Alejandro Duchini

“Cuando todo fue silencio, volví a casa de la mano de mi padre. Volvimos bajo la lluvia, cada vez más fuerte. Empapados, cansados pero contentos aunque nunca pude encontrar las cuatro chapitas de Coca Cola. Pagué esa alegría bautismal. Supe, muchos años después, que aquella primera vez en la cancha me había marcado para siempre. Mi padre nunca me soltaría la mano. Ni yo la de él. Y entendí que la felicidad tiene precio”. Lo escribe -lo recuerda- el periodista Daniel Lagares en su nuevo libro, Confesiones de la pelota, publicado por Ediciones Al Arco, la primera editorial argentina dedicada a la literatura deportiva.

Trabajo breve y exquisito, una suerte de reivindicación de un tiempo en el que el periodismo gráfico era otra cosa: redacciones llenas de tipos que fumaban, que iban a la cancha y volvían (no había teléfonos celulares y mucho menos home office) para escribir sobre los encuentros deportivos. Que después de los cierres (el momento en que el inminente diario de papel entraba a las rotativas) se iban a comer a bodegones o a tomar. En medio de esto, el fútbol y los grandes personajes a los que entrevistó el propio Lagares. Confesiones de la pelota no es un anhelo de un pasado mejor, sino el recuerdo de un tiempo distinto; es un libro de memorias vinculadas a una profesión que se hacía de una forma muy diferente a las de hoy.

Lagares tiene una enorme experiencia en la gráfica. Actualmente es prosecretario de redacción del diario Clarín y, a la vez, editor de la sección de Deportes. Antes escribió en Goles y en Página 12. Luego, en Olé. Cubrió mundiales, Libertadores, Sudamericanas, giras nacionales y Juegos Olímpicos. De esa experiencia está hecho Confesiones de la pelota.

Que comienza con un recuerdo de Diego Maradona. Tiene que ver con aquella vez en que como Diego no le dio una entrevista, Lagares fue por un título tan hiriente como vengativo: “Diego está preso en una jaula de oro”. El Diego de los 80 era tan calentón como sabemos. No se podía esperar otra cosa que enojo de su parte. “¿Quién era yo para juzgarlo, con qué derecho?”, se replantea un Lagares que se recuerda luego pidiendo disculpas en la vieja Candela. “Mirá -le contestó Diego- dejalo así porque si seguimos hablando te tengo que cagar a trompadas”.

Recuerda los aprendizajes que le dio Adolfo Pedernera “en el fútbol y en la vida”: “Entrenaba a la Reserva de River y una tarde me contó con tristeza y no exagero si digo que hizo un esfuerzo para reprimir la congoja y las lágrimas que amenazaban saltarle a la cara cuando me confesó lo que le había pasado en una práctica: ‘Los arqueros me piden que les patee, para practicar… ¿pero sabe qué pasa? Ya no tengo músculos’. Sabía que el paso del tiempo lo marca un reloj insobornable y que no podía presentarle lucha. Como García Márquez, Pedernera dejó una frase que el tiempo mantiene viva a pesar de todos los cambios que hubo en el fútbol en los últimos treinta años. Poco antes de morir le preguntaron sobre el juego. Fue piadoso y contundente a la vez. ‘¿Sabe qué pasa? Lo que veo ya lo vi y lo que vi, no lo veo’. Lo dijo él. Aún vale”.

Refiere a Ricardo Bochini bajó el título Merienda en Constitución.

“-Bocha, ¿podemos hacer una nota?

-Vení mañana a la tarde al hotel.

Suficiente. Iba a ser una charla más de las tantas que había tenido con Ricardo Bochini. Había aceptado la propuesta en el vestuario de Independiente, mientras se cambiaba después de un partido. No me acuerdo cuál. No importa. Uno cualquiera. Cada vez que en el diario o en la revista en los que trabajaba me designaban para cubrir un partido de Independiente yo sabía que tenía el pan asegurado. Iba a ver al Bocha. Garantía absoluta. Asombro perpetuo. ¿Cómo podía jugar al fútbol con ese físico de emergencia, esas patitas de tero, ese pechito minúsculo, el pelo que empezaba a huir? ¿Cómo podía jugar como jugaba? Pensé todo eso aquella tarde en el vestuario viejo de la cancha de Independiente debajo de la visera mientras el Bocha se secaba después de salir de la ducha. ¿Cómo podía ser? Todos esos recuerdos acumulados, mezclados y  entreverados del simple aficionado y el del periodista se mezclaron en mi cabeza cuando entré al Constitución Palace de Lima y Garay donde se concentraba Independiente y donde me había citado el Bocha. Al fin, puntual, apareció. Luego iría a entrenar a Avellaneda con sus compañeros. Se sentó a una mesa. Me hizo una seña para que lo acompañara y pidió la merienda. Café con leche con medialunas. Y entendí todo”.

También hay un recuerdo hacia Julio Humberto Grondona. Lo transporta a la ferretería de Sarandí, donde lo recibió en 1982. Después de la nota, en la calle y como al pasar, Grondona le tiró una primicia: “‘Mirá vos, anoche, aquí mismo despedí a Bilardo después de que cerramos el acuerdo. Va a ser el próximo técnico de la Selección’ me dijo. Tenía la primicia. ‘Pero no podés decir nada’, me advirtió. Acepté su off the récord. Resistí la tentación. No escribí nada. Creo que desde entonces me tomó cariño. Acaso, respeto. Había cumplido mi palabra”.

Y después: “Yo lo estimaba, a pesar de todo. Cuando se cumplió un año de su muerte fui al cementerio de Avellaneda. Quería ver quién iba a recordarlo. El cuidador me dijo que algunos familiares habían pasado un rato, por la mañana. Que no había visto a ningún conocido. Ni jugador, ni técnico, ni dirigente. Sólo la familia. Hijos, nietos. Era cierto. Cuando me iba del cementerio, un gato negro pasó por la puerta de la bóveda donde estaban los restos de El Jefe”.

Jorge Valdano, Arrigo Sacchi y su poderoso Milan ochentoso, Antonio Rattín, el Tolo Gallego, Marcelo Gallardo y tantos más aparecen bajo la mirada del recuerdo. También pasa por Lionel Messi.

Pero les recomiendo que se detengan en un breve texto casi al final de Confesiones de la pelota. Se titula El señor del bolsón azul. Es su infancia, pero también es un poco la de todos. Empieza así: “La primera noche que los Reyes Magos llegaron a mi casa dejaron una pelota de fútbol. Una número 5. De cuero, nada de esa Pulpo indomable en los adoquines que nos obligaba a hacer masters de técnica cada tarde que los pibes del barrio salíamos a la calle después de tomar la leche y hacer los deberes. No señor. De cuero. Para jugar en el pasto. Bah… en la tierra, en los potreros. La cuidaba como un tesoro. Que lo era. Cada vez que mi madre iba a la carnicería le preguntaba si me había traído la grasa para pasarle a la pelota, a los piolines, para que no se resecaran y cortaran. Me acostaba abrazando la pelota mientras papá, mamá o mi abuela me leían algún cuento. De esa poción milagrosa, de ese brebaje de pelota y letras, fui aprendiendo casi todo y hasta aquí llegué. No deja de ser una ironía que todavía me gane la vida escribiendo sobre fútbol. O acaso haya sido un mandato divino. O el destino. Qué se yo”.