Fundación Pueblos del Sur *
Especial para El Ciudadano
La Constitución Nacional es la ley de leyes. Es la máxima expresión de lo que un país entiende como fundamental para su existencia y desarrollo. Es la norma donde se plasma la cosmovisión y la valoración del hombre, su dignidad, sus derechos y garantías, y donde se establecen las limitaciones que el Estado tiene frente a él, además de sus funciones, facultades, deberes y órganos indispensables para hacer todo esto posible.
Además, la Constitución es la traza del rumbo de la Patria que, más allá de las cuestiones partidarias, será seguido por los poderes de la República en la conducción de los destinos del conjunto. Una Constitución es esto, y mucho más.
Por otra parte, una reforma constitucional es, ante todo, un hecho histórico.
Esta verdad era así entendida cabalmente por los artífices de la reforma de la Constitución de 1949, quienes reconocieron de antemano que “…otros tiempos y otros hombres, influidos por otras ideas y otras formas de vida, verán la necesidad de reformar nuevamente sus preceptos, de perfilar contornos que ya resulten borrosos o desviados”. Entendieron que resultaba ingenuo pretender que esa reforma fuera imperecedera, pero aspiraban a que la buena fe con que actuaban ellos y el respeto que sintieron y proclamaron respecto de los hombres de 1853, sea tenido para ellos también en las futuras reformas.
La Argentina de aquellos tiempos estaba creciendo y se estaba desarrollando de manera distintiva dentro de su contexto regional y también mundial, y comprendió –al igual que muchos países de Europa y también de América–, que precisaba crear nuevos instrumentos jurídicos que le permitieran continuar ese desarrollo y evolución.
Las cuestiones sociales y los nuevos derechos que llevaron al mundo de entonces a una completa transformación (como lo demostraron también los innumerables documentos internacionales que surgieron a partir de esa década), así lo exigían. Pensar que cualquier texto legal era bueno para cualquier eventualidad, implicaría estar dispuesto a desconocerlo o vulnerarlo con apariencias legales cuando los imperativos de la realidad lo exigieran. Y no era la intención.
La reforma, entonces, era la posibilidad de transformar la Constitución en un instrumento esencial para la realización de los derechos de los argentinos, interpretando que mantener la anterior era transformarla en la conocida “hoja de papel” a la que Ferdinand Lassalle refería, definiendo una Constitución como una inútil declaración en tanto estuviera alejada de la realidad y desconociera los factores de poder que participaban en la construcción de un país.
El modelo que sostuvo la Constitución de 1949 distinguía a la Argentina de naciones democráticas debatidas entre tiranías de derecha o de izquierda, entre dictaduras del capitalismo o del proletariado. Proyectaba una Argentina que pretendía ser socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana, por lo que su propósito fundamental era garantizar que el pueblo argentino no fuese jamás esclavizado para servir intereses extraños.
Asimismo, sus precursores entendieron que las leyes adquieren mayor virtualidad no cuando el poder público las aplica coercitivamente, contrariando la voluntad del pueblo (cuyos intereses –se supone– representan los legisladores que las sancionan) sino cuando los ciudadanos comprenden sus beneficios y ellos mismos las defienden.
Esta reforma planteaba, entonces, un cambio de paradigma y de rumbo, un cambio en la manera de ver y de valorar la vida de los argentinos, su dignidad como seres humanos, sus recursos naturales y su posibilidad de contribuir al crecimiento del conjunto; la tierra, la vivienda, la educación, la seguridad social, la cultura, la niñez y la ancianidad como sectores valorados y protegidos de manera especial, la igualdad entre el hombre y la mujer, y tantos otros avances que –vale aclarar– no permanecieron más allá de 1957, cuando fuera abolida por decreto de facto y nunca más reinstaurada en su vigencia (ni aún por los siguientes gobiernos democráticos y constitucionales).
Fueron muchos los puntos a destacar de esta reforma constitucional que pivotearon sobre el eje de los derechos individuales armonizados con los derechos del conjunto de la comunidad.
Pero tal vez uno de los más salientes sea el cambio de enfoque que se dio al derecho de propiedad, enfrentando la lógica liberal de la propiedad individual que sostenía todo el andamiaje de dominación. Vale decir que esta reforma constitucional ratificó el respeto a la propiedad privada, pero lo novedoso fue que se le reconoció una función social, estableciendo que el ejercicio de ese derecho debía aceptar la primacía del bien común (artículo 38). Eso enmarcaba en otras disposiciones que reconocían que el capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social (artículo 39).
Además, se fijó que “La organización de la riqueza y su explotación tiene por fin el bienestar del pueblo dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social” (artículo 40). Lo que autorizaba al Estado a intervenir en la economía y adoptar medidas conducentes a materializar esas declaraciones.
En este tema, como en muchos otros, vemos la importancia de la definición de un proyecto de país que primero se traza desde la política, y luego incardina la búsqueda y elaboración de las medidas conducentes a dicho propósito.
Otro orden de cosas importaría algo así como poner el carro frente al caballo. Eso también es un proyecto político. El Estado es el que lo traza de uno u otro modo. La participación del Estado no se discute en los destinos de un país. Lo que sucede es que puede ser activa en uno u en otro sentido, o pasiva respecto de uno u otro sector interesado, dejando la conducción de los destinos del conjunto a aquellos pocos que poseen el poder de hacerlo por la fuerza y en su propio beneficio.
A 70 años de aquella constitución democráticamente sancionada pero fácticamente derogada, sus raíces y fundamentos nos llaman a la reflexión acerca de la situación actual de nuestra Argentina. ¿Puede decir el pueblo argentino que, aun con los problemas que enfrentamos, está libre y en un país soberano? ¿O la libertad y los postulados de nuestra Constitución vigente sirven sólo para legalizar un esquema de dominación y explotación de nuestros recursos en defensa de un sistema que sólo sirve a unos pocos, en detrimento de la mayoría? La reflexión nunca está de más, y saber que una vez la Argentina fue diferente, ayuda a comprender que un país justo, libre y soberano no es una utopía, sino el destino que nos merecemos.
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