Estela Rodríguez (*)
Elena es una joven de barrio Cristalería que participa en una organización social con el objetivo de capacitar a otrxs jóvenes en oficios. Es acompañante del taller que se dicta y se encarga de relevar datos personales de lxs participantes. Durante la pandemia, Elena y sus compañerxs sostuvieron la organización vinculándose con lxs jóvenes por redes y Whatsapp. También enviaba información a la oficina del Estado donde se coordinaba el financiamiento del taller, a través de correos electrónicos. Como no tenían datos, caminaban desde su barrio hasta la “terminalita” de barrio Rucci, donde accedían a wifi gratis. Aún lo siguen haciendo.
Lucía, de 35 años, miembro de la comunidad Qom de Travesía, no pudo terminar la primaria porque cuando llegó a Rosario con su familia, escapando del hambre del Chaco, hace 20 años, le tocó trabajar limpiando casas. En el Chaco cursaba sexto. Este año se inscribió en la escuela para terminar. Le ofrecieron el acceso a una beca para comprar útiles y materiales necesarios en el cursado. Para inscribirse en el programa de becas, le solicitan fotocopias de su DNI. No hay fotocopiadora en su barrio. Le piden entonces, una foto de su DNI: el celular de Lucía tiene la cámara rota. No está en condiciones de comprar otro.
Ana tiene que tramitar una pensión no contributiva. Tiene que entrar a la página de la Ansés. Como otros beneficios que se tramitan por Ansés de manera virtual, este trámite conlleva un grado de idoneidad para navegar en la página. Ella no sabe cómo hacerlo. Se frustra y no finaliza.
Elena, Lucía y Ana, al igual que centenares de personas en Argentina, ven limitado el acceso a sus derechos por no contar con conectividad o la materialidad de un dispositivo celular. El Estado genera y opera sobre el supuesto de que existen recursos y saberes tecnológicos repartidos equitativa y democráticamente en la sociedad.
Luego de la pandemia, el proceso de digitalización de datos se aceleró en forma vertiginosa, y nuestras realidades adquirieron rápidamente una dimensión virtual y tecnológica que nos obliga a generar nuevos aprendizajes. La conectividad, un celular y saber navegar en la web son herramientas indispensables para poder estar incluidxs a nivel social. Quienes no pueden acceder a estos tres pilares, empiezan a sentir otra forma más de exclusión.
Lucía acude a la trabajadora social del barrio para que saque las fotos y pase los datos. Ana se acerca al centro de salud, para que alguien le enseñe a acceder a la página. Una tarea novedosa para el Trabajo Social es la de dedicar un tiempo posible a que lxs usuarixs aprendan a iniciar gestiones virtuales o a navegar en la web.
Pero esta nueva realidad trae aparejadas, para muchxs profesionales, nuevas formas de precarización laboral. Usamos nuestros teléfonos, usamos nuestras notebooks, nuestros datos y nuestro servicio de wifi domiciliario para completar datos. Sumamos nuevas horas de trabajo virtual, conciliaciones entre trabajo y cuidados en nuestras familias, y realizamos tareas que corresponderían a otras áreas del Estado, quedando entrampadxs en el perfil de gestorxs.
Frente a esto, surgen varias preguntas: ¿qué pasa con los derechos de las personas a poder responder en forma adecuada a los nuevos requisitos de la política pública? ¿Quién está garantizando sus derechos? ¿Y los nuestros?
¿Existe en el desarrollo de planificación de las políticas públicas, áreas sensibles a lo social y a las realidades de los sectores más empobrecidos, en relación al uso de la virtualidad? ¿Y a las necesidades de recursos de los espacios laborales que atienden a dichos sectores?
Equipo, conectividad y educación digital son nuevos derechos a garantizar, garantizarnos.
(*) Colegio de Profesionales de Trabajo Social 2ª. Circunscripción Santa Fe