Por Sandra Bustamante (*)
Uno de los debates más antiguos dentro de la literatura feminista, que se repite en el campo del desarrollo, se relaciona con el vínculo entre el acceso de las mujeres a las oportunidades del mercado laboral y su posición dentro de la familia y la comunidad: la explotación versus la emancipación. Estos debates reciben nueva vida en la literatura de desarrollo, como resultado de la discusión sobre el rol de la mujer en los mercados laborales del Sur Global.
Incluso, la cuestión se complica aún más a raíz de afirmaciones con gran repercusión en los círculos políticos acerca de que una mayor igualdad de género en el mercado laboral tiene un enorme potencial emancipatorio. Según Carmen Deere (economista feminista estadounidense experta en políticas de tierra y reforma agraria, movimientos sociales rurales), es mucho lo que falta por investigar sobre la propiedad de activos en las mujeres y las condiciones que facilitan su control efectivo, y sobre el empleo femenino e ingresos y las implicaciones para el poder de negociación dentro del hogar. Pero puede anticiparse que existiría incluso una relación inversa entre propiedad de activos y violencia doméstica.
Al mismo tiempo, gran cantidad de literatura feminista y de campañas internacionales, como el movimiento «anti-sweatshop» (en contra del trabajo clandestino), resalta los términos extremadamente explotadores en los que la mayoría de las mujeres asume el trabajo remunerado, y refuta la opinión de que el mayor acceso al trabajo remunerado haya fortalecido a las mujeres.
De una comparación entre tres países latinoamericanos (la Argentina, Brasil y Colombia), con una historia interconectada de colonialismo, neocolonialismo y una estructura social y económica con grandes desigualdades en niveles de vida, esperanza de vida o acceso a recursos (aun cuando hoy sean países de ingresos medios), surge que la tasa de participación laboral femenina, desde 2015, se estancó en torno del 53%, y que el 78,1% de las mujeres ocupadas lo hace en sectores definidos por organismos como la Cepal como de baja productividad.
Esto implica peores remuneraciones (brecha salarial), baja cobertura de la seguridad social y menor contacto con las tecnologías y la innovación. Al mismo tiempo, se observa un mercado laboral muy segmentado verticalmente, con un alto número de mujeres en los puestos de menor jerarquía de cada ocupación. Las tasas de desempleo de las mujeres son sistemáticamente mayores que las de los hombres (se mantuvieron particularmente altas entre las personas con ingresos más bajos). En general, los indicadores laborales de estos tres países siguen exhibiendo grandes brechas de género en el acceso a oportunidades y derechos entre hombres y mujeres, que representan un obstáculo para la superación de la pobreza y la desigualdad en la región.
Las políticas públicas de empleo deberían ser capaces de modificar esa estructura de desigualdad, asumiendo los sesgos de género existentes en el mercado laboral y reconociendo y redistribuyendo el tiempo de trabajo no remunerado. A académicas y activistas feministas nos resta debatir aún más sobre la inclusión y la exclusión, sobre la gama heterogénea de sujetos sociales que aspiran a participar y tener una identidad social definida en la compleja arena del poder público, y también sobre los desafíos que tienen las mujeres en este final de siglo de invertir los esquemas que las marginan del poder mediante empleo, tanto en el plano formal como en lo cultural.
(*) Doctora en Ciencia Política (UNR). Investigadora de la Universidad de Belgrano.