Fue un instante. Apenas una milésima de segundo. Una mala decisión, seguido de un movimiento equivocado y ¡zas!: la completa humillación. El ridículo total.
Estás maldito de por vida. Porque quedaste mancillado. Deshonrado. Enfrente de propios y extraños. Tan profunda es la herida, tan letal fue la puñalada, que se te hace imposible disimular lo que acaba de suceder. Tu calculadora cabeza y tu apasionado corazón librarán una batalla épica entre los dos para ver quién se hace cargo de semejante situación. ¿Cómo carajo salís de ésta?
Lo que acaba de pasar es inadmisible. Inconcebible. Pero pasó. Y ahora hay que enfrentarlo. Asumirlo. Y si es posible, superarlo… ¿pero cómo? Tu mente se niega a aceptarlo. De igual manera, buscará rápidamente darte una o más opciones para intentar superar el tremendo brete en el que te metiste. O mejor dicho, en el que te metió. ¡Lindo cálculo hiciste! Mirá dónde terminamos. Yo, por seguirte a vos. Vos, por llevarme a mí.
Opción 1: lo corro poseído por los mil demonios y le encajo una buena patada voladora en la espalda. Vamos a ver si le van a quedar ganas de seguir haciéndolo. A mí nadie me hace esto. ¿Quién se cree que es éste muñeco? Ahora va a aprender quien soy yo. Y si se levanta se la vuelvo a dar.
Opción 2: acá no pasó nada señores. Esto es fútbol y estas cosas suceden cada tanto. ¿O acaso no se trata de esto? Del espectáculo y la destreza. Del “jogo bonito” y todas esas pavadas que tanto hablan en la tele. ¡El fútbol es un deporte de machos! Y los machos se la aguantan. Incluso después de comerse tan maravilloso y esplendido… ¡No! ¡Esto no me pudo haber pasado a mí! ¡Me niego rotundamente! Tanto maquinar y soñar con este día. Con la oportunidad de mostrarnos y lucirnos. Meses y meses de esfuerzo. De sacrificio levantándose temprano y entrenar bajo las peores condiciones posibles. Tanto cansancio, sueño atrasado y reuniones con amigos perdidas… ¿para qué? ¿Para esto? Se te viene la noche… ¡Qué hacemos!
Opción 3: hay que salir inmediatamente de acá. Desaparecer. Esfumarse. Borrarse. Entregarse en cuerpo y alma a la oscuridad que te empieza a rodear por todas partes. Que lenta pero inexorablemente te va envolviendo. Yo me largo gente. Doy todo lo que tengo y tendré algún día por apretar un botón y aparecer automáticamente escondido debajo de las frazadas de mi cama. Aunque ni ahí voy a estar a salvo…
No sabés qué hacer. Y es así como poco a poco vas comprendiendo que tu cabeza no tiene una solución mágica. Que absolutamente ninguna de las salidas que te ofreció te darán la calma y el consuelo que tanto necesitás. Porque fajarlo sería gratificante sí, pero sabes muy bien que te van a echar. Y ya demasiados problemas tenés.
Se te va acabando el tiempo. Y también sabés muy bien que no podés hacerte el tonto como si nada hubiera pasado.
Algo pasó sí: y justo entre medio de tus piernas innecesariamente tan abiertas.
Y la última posibilidad lamentablemente tampoco está al alcance. ¿Sería lindo disponer de un botón para desvanecerse, no? El tema es que no existe. A lo mejor arrancamos a laburar en eso más adelante y nos hacemos ricos. ¿Quién sabe?
Así que… ¿qué hacemos? Porque algo tenés que hacer. Algún tipo de reacción hay que mostrar. O a lo mejor ya lo hiciste y ni cuenta te diste… Es que fue tan rápida la jugada y perfecto el movimiento, un simple toque preciso y sutil, que tu corazón no logró resistirse ante tanta magia.
Es así que te vas dando cuenta que mientras tu acalorada mente discutía en vano una larga lista de soluciones inútiles, tu cuerpo en cambio se rindió enseguida ante la arrolladora verdad. Y fue así como, sin notarlo al principio, todo tu ser comenzó a formar la postura exacta para sobrellevar de la mejor manera posible todo lo que pasó después de esa fatídica fracción de segundo en la que, lleno de entusiasmo y confianza, saliste a marcar a ese maldito jugador rival.
Tus rodillas se flexionaron solas, casi tocándose en busca de un consuelo que bien saben no va a llegar y creando lo que parece un cáliz de redención ante tal obra de arte. Los brazos rendidos a un costado, impotentes e incapaces de articular cualquier gesto que logre expresar tanta desolación. Los hombros caídos y derrotados, los pies torcidos y completamente desorientados…
El desenlace de esta memorable escena está cerca. Tu mente por fin da la orden. Es hora de hacerlo. De asumirlo de una buena vez. De llenarse la cara de frustración, indignación y vergüenza ante lo que sucedió hace un instante nomás, pero que a vos se te hizo eterno. Y todo por culpa del maldito orgullo, ese que se negó a aceptar de entrada lo que vio todo el mundo: te comiste un caño de la santísima hostia y quedaste así… completamente pintado.