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Opinión: Beatriz Sarlo, ni escisión ni mímesis

Juan Manuel Núñez (#)

“¿Oíste hablar a los miserables,

                                                                                                                   están por todos lados,

                                                                                                                   de la república y de la

                                                                                                                   constitución?” (Fito Páez)                                                         

Un trajinar de 50 años por el camino de las letras no puede, sin dudas, limitarse a algunas líneas esbozadas rápidamente ante la inmanencia de la muerte. Seguramente su itinerario será objeto de disección, inspección y periodización por el amplio contingente de cientistas sociales, analistas de la historia de la cultura y por la historia de la crítica literaria en la Argentina. Seguramente, varias de las sugerencias de lecturas y conceptos que ella utilizó para reinterpretar recorridos tan diversos como los de Cortázar, Saer, Sarmiento o Borges, serán recuperados para problematizar los suyos. Quién sabe para donde dispararán esos recorridos, una vida  no cabe nunca dentro de sí.

En ese largo periplo prefiero recuperar las operaciones de relectura de la tradición literaria y cultural argentina realizada en plena dictadura -desde la revista Punto De Vista y con un conjunto compacto de intelectuales que la acompañaban (Piglia, Gramuglio, Vezetti, Altamirano); la búsqueda, cuando el despertar democrático, de un lugar de enunciación del intelectual público de izquierda, que no recaiga ni en la repetición de la gramática que había organizado el marco de sensibilidades de los  70, ni en el cinismo posibilista que anegaba a muchos compañeros de ruta del proyecto de Alfonsín; su denuncia, implacable, de las inconsecuencias y agachadas de ese gobierno –que acompañaba desde su borde interno-, al denunciar su anticorporativismo selectivo (que apuntaba más a los sindicatos que al accionar disolvente de la elite económica), las bochornosas leyes del perdón y la opción resignada por Angeloz en las elecciones del 89.

Quizás encontremos allí, en los 10 años que van desde el primer número de PDV hasta la lenta agonía del imaginario alfonsinista –del que nunca se despegó del todo-, en formato de nudo, más que de soluciones, la parte más interesante de su obra (de la cual su libro, Una modernidad periférica, es quizás punto de arribo y signo referencial).

Luego vendrán los 90, las simpatías por la Alianza y los post 2001, con analíticas sobre lo cotidiano, las prácticas de un ensayismo que buscaba escandir las complejidades de las prácticas culturales; las apuestas de rearticular un antimenemismo que recupere algo del espíritu del ciclo nacido en el 83 -primero, y una posición de francotiradora cultural contras las avanzadas –que intuyó con ambiciones autoritarias- del kirchnerismo, después.

Hubo, sin embargo, en ese recorrido último, para quienes nos educamos bajo la señalética compleja que construyó en los 80 -que no arrojaban caminos despejados, sino balizas, puntos de interrupción-, un hiato y una pérdida: como si la aquiescencia yoica con que recibía el beneplácito del panelismo semiágrafo le hubiera hecho perder la agudeza de una mirada más abarcadora de las complejidades y vericuetos de lo real.

Lapidaria como polemista, audaz en sus intervenciones, sin aceptar falsas condescendencias cuando se evalúa la carnadura de un problema para el pensamiento, seguramente, tomándose como objeto, sentiría nuestra misma extrañeza entre la  autoimagen de intelectual de izquierda asumida y los clarines laudatorios tocados en su honor desde  diversas tribunas de doctrina –que en estos días también le rinden diversas pleitesías.

Al fin y al cabo, intelectual orgánica de una socialdemocracia argentina imaginaria, apostó, en sus últimos años, más que al cuestionamiento e interrupción de los sentidos comunes más abyectos -luces del estrellato mediático mediante- a la seducción bienpensante,  a dotar de mayor densidad a gramáticas liberales y conservadoras que, a fuer de indignación, maridaban con aquellas sensibilidades cínicas y nihilistas que, allá por los comienzos de los 80, les causaban aversión. Pero la deriva de un itinerario no configura un destino porque las bridas de un legado no la decide el ancestro, sino el heredero.

Algunos legatarios recuperaremos esas intervenciones que interrogaban los sentidos imperantes con frases tensas, oscuras, irresolubles, que advertían de  problemas complejos. Como cuando, en plena transición, sospechaba del elitismo intelectual imperante: “que un nuevo conformismo no reemplace al inconformismo revolucionario de los años sesenta y setenta, proponiendo la traducción sofisticada de una percepción menos abierta de los privilegios que, en una sociedad como la argentina, nos corresponde como intelectuales”.

¿Cuántas vidas vivimos antes de morir? Sarlo vivió varias, atravesadas por distintos impulsos. Que la utopía moderatista y elitista que la acompañó al final, en esa especie de larretismo por razonamiento en que se trastocó la última versión de un alfonsinismo crepuscular, no sea la clave de bóveda para abrir las compuertas de su enorme obra.

(#) Historiador / UNR

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