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Otra mirada sobre los estancieros

Roy Hora propone indagar de manera diferente a los hacendados argentinos, que fueron la clase más rica que produjo el país hacia fines del siglo XIX, para poder desentrañar quiénes fueron en realidad los llamados “patrones de estancia”.

HISTORIA-ENSAYO
Los terratenientes de la pampa argentina: una historia social y política, 1860 – 1945
Roy Hora
Siglo XXI/2015, 392 páginas

Más conocidos como los “patrones de estancia”, los estancieros o hacendados argentinos fueron la clase más rica que produjo el país hacia fines del siglo XIX y gracias a su pujante consumo, fue el grupo que se codeó con los millonarios europeos de la época. Sin embargo, en el país se construyó una historia llena de sombras que los llevó al desprestigio, al punto que si se nombra a alguien con el concepto mencionado al principio, suena a insulto. En su libro Los terratenientes de la pampa argentina: una historia social y política, 1860–1945, el historiador Roy Hora busca correr a dicho conjunto social de los prejuicios que forjó el relato del pasado. Fruto de su tesis doctoral en Estados Unidos, el libro ya se transformó en un importante instrumento de referencia porque es uno de los pocos que intenta apuntar de modo objetivo.
Entrevistado por El Ciudadano, Hora profundiza en cuestiones como el carácter reaccionario de los estancieros, así como sus concepciones como clase y su proyecto de país.
—¿Es correcto designar a la clase terrateniente argentina, a los estancieros, como un grupo reaccionario?
—Ante todo, hay que ver sus singularidades en tanto clase propietaria. Primero, hay que decir que fue un grupo muy rico. Nunca antes y nunca después el país tuvo una elite capaz de codearse con los millonarios europeos. Esto fue consecuencia del formidable proceso de expansión que la economía rural experimentó con la llegada del ferrocarril y el barco a vapor, que permitió poner en valor nuestros formidables recursos naturales. Pero el auge agroexportador de 1870-1930 no hubiera sido posible sin una transformación productiva que dependió de la iniciativa y la capacidad organizativa de actores concretos. Y en esto, los grandes terratenientes, resultaron fundamentales. Fueron ellos los que convirtieron a la ganadería pampeana en una de las más modernas y dinámicas del planeta. Por medio siglo, los poderosos estancieros de la Sociedad Rural Argentina fueron el sector de vanguardia de nuestro campo desde el punto de vista tecnológico.
—¿Esta clase dinamizó a la economía rural?
—Se beneficiaron de condiciones muy favorables. Vivieron en un tiempo en el que las fuerzas que moldean el comercio internacional trabajaban a su favor: demanda firme y en expansión para productos agrarios de clima templado, buenos precios, costos bajos. Pero no fueron una elite rentista y parasitaria, como denuncian muchos estudios aparecidos desde la década de 1930, cuando el sector agrario perdió empuje y el sentido común se volvió industrialista y hostil hacia el patrón de desarrollo basado en las exportaciones primarias. Eso es proyectar hacia el pasado el panorama que se abrió cuando el campo dejó de ser el motor del crecimiento. Hasta entonces, los terratenientes no eran los únicos actores del desarrollo agrario, como los santafesinos saben bien: también había agricultores y chacareros, y ganaderos medianos y pequeños. Pero fueron los más prominentes. Y los beneficios de una economía que los tenía en la cumbre se derramaron en distintas direcciones, como inevitablemente sucede en un país en construcción, abundante en tierra y escaso en trabajo, y que por tanto debía atraer, con buenos salarios y oportunidades de progreso, a migrantes europeos. Si todo hubiera quedado monopolizado arriba, ¿cómo se explica que la Argentina fuese el país más exitoso de América latina no sólo en términos de crecimiento sino también de desarrollo sociocultural? Un régimen de tenencia del suelo muy concentrado a la larga iba a traer problemas, pero recién esos problemas salieron a la luz desde la década de 1910. Mientras duró la bonanza exportadora, sólo preocuparon a una minoría.
—¿Con qué elementos se pensó a sí misma y a la política del país esta clase?
—Los hombres que fundaron la Sociedad Rural Argentina en 1866 fueron testigos de cambios dramáticos: el fin del desierto y la transformación de la pampa en uno de los principales exportadores mundiales de trigo y maíz, y el triunfo de la carne argentina en los mercados europeos. Vieron morir al mundo rural que Sarmiento describió como pura barbarie, y contribuyeron a forjar un campo civilizado y productivo, poblado por animales de raza, y cruzado por ferrocarriles. No sorprende, por ello, que se atribuyeran el papel de líderes del progreso agrario. Y en parte porque durante mucho tiempo el crecimiento exportador también benefició a los del medio y a los de abajo, y en parte porque hasta 1912 no surgieron grupos de interés rivales, también se sintieron los jefes naturales del sector rural. De hecho, hasta que apareció la Federación Agraria y comenzó a denunciar que la gran propiedad era un problema, los terratenientes tuvieron más conflictos con el Estado que con las clases subalternas. Antes de 1912 hubo varios movimientos de protesta que giraban en torno a impuestos, pero también al divorcio entre gobernantes y productores, que recuerdan a la Resolución 125 y al “conflicto del campo” de 2008.
—Pensando en Lisandro de la Torre, ¿existió en ese grupo una corriente interna con perfil progresista?
—Los terratenientes compartieron el credo progresista de su tiempo, cuando se pensaba que la educación popular, el desarrollo científico y tecnológico y el crecimiento económico estaban construyendo un mundo mejor. En Argentina, estas ideas las suscribían incluso los conservadores, que valoraban positivamente el proceso de construcción de una nación moderna e integrada. Y en el caso particular de los terratenientes, su adhesión a esta visión no tuvo mayores fisuras hasta la década de 1910, pues hasta entonces no debieron enfrentar desafíos populares que les hicieran dudar de las virtudes del progreso. A partir de ese momento, claro, su progresismo político se fue extinguiendo y, además, su prestigio se vino abajo, sobre todo desde la crisis del 30. Cuando Perón hizo la campaña electoral de 1945-46 que lo llevaría a la presidencia, ya se sabía que golpear a los terratenientes era pura ganancia.
—¿Esta clase terrateniente impulsó un proyecto de país agroexportador y puso trabas a otro industrialista?
—El proyecto exportador se mantuvo vigente por más de medio siglo, no sólo porque así lo querían los poderosos sino también porque tuvo un vasto apoyo social. Ese patrón de crecimiento contemplaba los intereses de sectores muy amplios: en las ciudades, en el campo, en la pampa y el litoral, incluso en el interior profundo. Hubo perdedores, como los indígenas y algunos grupos criollos, pero pocos salieron en su defensa. Y la razón de esta pasividad es que ese rumbo producía más ganadores que perdedores. Los argentinos de 1914 eran, en promedio, tres veces más ricos que los de 1880. La mayoría recibió algo, y la evolución del bienestar popular lo muestra con claridad: los salarios aumentaron, hubo movilidad social, la tasa de alfabetización y la esperanza de vida aumentaron, la mortalidad infantil cayó. Para los que nacieron o vinieron al país antes de la crisis del 30, el progreso no era una palabra vacía.
—¿Qué rol cumple este grupo en la actualidad, y cuál cumplió tanto en la última dictadura militar como en el “conflicto de la 125”?
—Desde la década del 30, los grandes terratenientes no tuvieron buena prensa. Pasaron a representar lo opuesto a un país democrático, moderno y socialmente integrado. Pero más allá de si estaban en sintonía con el clima de los tiempos, lo cierto es que perdieron importancia. Unzué, Anchorena, Álzaga, entre otros, son nombres que ya no significaban mucho en las década de 1950, en primer lugar porque no lograron migrar hacia sectores más dinámicos que el agro, como la industria y la banca, que entonces constituían el corazón de la economía. Y si la dictadura fue tan poderosa, y por cierto tan dañina, no fue porque la acompañó la Sociedad Rural sino porque también gozó de apoyos muy extendidos entre las clases medias y populares, aunque hoy muchos prefieran no hacer ejercicios de memoria honestos. Incluso entonces, la declinación de la elite terrateniente tradicional no se detuvo, y hoy sabemos que perdieron gravitación incluso en su propio territorio. Basta mirar los nombres de los protagonistas de la gran expansión sojera de las últimas tres décadas para advertir que ninguno de los apellidos tradicionales le llega a los talones a los nuevos reyes del campo, como Gustavo Grobocopatel o el salteño Alfredo Olmedo.

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